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Guerra a muerte contra la corrupción y la ineficiencia. ¿Cómo?

Fuentes: Rebelión

«Somos lo que hacemos. Pero más aún: somos lo que hacemos para cambiar lo que somos». Eduardo Galeano               Se ha dicho hasta el hartazgo que una revolución, una verdadera y sostenible revolución, no puede ser tal si no es una revolución cultural, una revolución en lo profundo de cada ser humano. La Revolución […]

«Somos lo que hacemos. Pero más aún: somos lo que hacemos para cambiar lo que somos».

Eduardo Galeano

 

            Se ha dicho hasta el hartazgo que una revolución, una verdadera y sostenible revolución, no puede ser tal si no es una revolución cultural, una revolución en lo profundo de cada ser humano. La Revolución Bolivariana en Venezuela tiene características únicas, distintas a todos los procesos socialistas que se han conocido en el siglo XX. La «revolución bonita» se le ha llamado; revolución que triunfó sin disparar un solo tiro. Revolución que surgió de una manera bastante inusual: vino desde un líder hacia las bases. Proceso que, sin dudas, deja una impronta importante: no fueron las grandes masas quienes encontraron a la revolución sino, al contrario, fue la revolución la que se encontró con una población ávida de cambios. El encuentro se dio, y ahí comenzó esta nueva historia para la sociedad venezolana.

De todos modos, la historia recién se está comenzando a tejer, y sin dudas falta mucho camino por recorrer. Y justamente como no hubo un proceso violento de cambio, de asalto del poder político armas en mano, las transformaciones van dándose con un ritmo tranquilo, sosegado. Es importante tener en cuenta que recién se tomó parte del poder. Es decir: la revolución -encarnada en la figura de su conductor Hugo Chávez- ha ocupado el aparato de Estado, los distintos mecanismos de gobierno; pero eso no quiere decir que detente todo el poder. La derecha sigue conservando una buena cuota del mismo: maneja muchas poderosas empresas privadas, tiene influyentes medios de comunicación, cierto aparato político, universidades, buena parte del clero católico y su jerarquía, algunos sectores de las fuerzas armadas y de seguridad. La revolución maneja los hilos fundamentales del Estado. Sin embargo falta aún lo más difícil: la cultura de base no ha cambiado. Ahí está el verdadero núcleo de la revolución. Si se quiere: el poder popular. Esa es la garantía final de la sobrevivencia del proceso de cambio.

Para profundizar realmente la revolución, para construir en forma sólida este nuevo socialismo que se quiere, debe cambiar la cultura, la actitud frente a la vida, las «cabezas y los corazones», la cultura entendida como idiosincrasia, como cosmovisión, como proyecto humano en juego, tanto individual como colectivamente. Si no, no se pasa del nivel burocrático, del nivel externo. Nos podemos poner la franela de revolucionarios, pero en lo sustancial nada cambia. Y eso, justamente, nos enseña la experiencia del pasado siglo: sin cambio cultural profundo, sin «hombre nuevo» -para retomar viejas consignas- o, sin «hombre y mujer nuevos» -porque el marxismo ha sido bastante machista, reconozcámoslo, y las mujeres son la mitad de la humanidad-, sin eso no hay posibilidad de cambio real. Pero, ahora bien: ¿cómo lograr ese cambio? ¿Cómo ir más allá de manejar la casa de gobierno? O si se quiere preguntar de otro modo: ¿cómo trascender lo cosmético? ¿Cómo ir más allá de la «moda» revolucionaria, de la franela o la gorrita roja para las marchas?

Quizá el camino lo marca el mismo presidente Chávez con su actitud, con su mensaje, con la nueva ética que intenta construir. Quizá nada más elocuente que la forma en que llegó a votar el domingo 3 de diciembre, el día que fuera reelegido por una amplia mayoría de venezolanos: solo, sin escolta ni chofer, manejando su propio automóvil, un modesto «escarabajo», un popular y nada lujoso Volkswagen. Así, sin pompa, demostrando que un cargo público debe ser el cumplimiento de un servicio y nada más que eso. Ahí está el mensaje para empezar a hablar de esa nueva cultura. O enfatizando el contenido de una nueva ética días después de las elecciones diciendo que «Aquí no puede haber ladrones, corruptos, irresponsables ni borrachos».

Encontramos ahí, entonces, el meollo de la cuestión: hay que edificar una nueva cultura. ¿Y cómo se construye esa nueva cultura?

Apenas terminadas esas elecciones que ganó con un enorme caudal de votos, el reelecto presidente Chávez llamó a una batalla frontal, a muerte, contra esas dos lacras que son el peor de los enemigos de la revolución: la corrupción y la ineficiencia. Salvando las distancias, lo mismo dijo un año atrás el conductor máximo de la Revolución Cubana, Fidel Castro, en su histórico discurso ante la juventud cubana cuando se refirió a «los errores y vicios de todo el proceso» y la línea para conducir rectamente la revolución, afirmando que «el peor enemigo no está en el imperialismo sino en los propios desaciertos, en la posibilidad de recaída en la cultura capitalista».

            Está claro entonces que el meollo último de las revoluciones no es la toma del poder político, el asalto final a la casa de gobierno -importantísimo, sin dudas, pero sólo condición básica para empezar a construir los verdaderos cambios- sino la edificación de una nueva cultura revolucionaria, de una nueva ética, de nuevas relaciones interpersonales. Dicho en otros términos, la construcción y sostenimiento de ese verdadero «hombre nuevo».

            En Venezuela se están empezando a desenvainar dos espadas para acometer esta gran lucha: una contra la corrupción, otra contra la ineficiencia. La lucha que se viene es grande, tanto o más que la que significa soportar los embates del imperio y de la oligarquía nacional. Pero es distinta, pues se trata de luchar, en cierta forma, contra nosotros mismos.

            ¿Qué es un cambio cultural? ¿Tendremos que dejar de ser lo que somos? En cierta forma: sí. Eso no significa que deberán desecharse los valores que constituyen la venezolanidad (si es que hay una tal «venezolanidad» como esencia). Pero sí, sin dudas, se deberán producir transformaciones grandes, enormes, en la manera en entender la vida, y por tanto, de actuar. Esto no significa que habrá que abandonar el joropo o las hallacas, obviamente, pero sí acometer la titánica tarea de repensar el modelo social general que nos constituye.

            Se preguntaba Voltaire en su «Cándido»: «¿Creéis que en todo tiempo los hombres se han matado unos a otros como lo hacen actualmente? ¿Que siempre han sido mentirosos, bellacos, pérfidos, ingratos, ladrones, débiles, cobardes, envidiosos, glotones, borrachos, avaros, ambiciosos, sanguinarios, calumniadores, desenfrenados, fanáticos, hipócritas y necios?» La pregunta es válida para la especie humana en su conjunto y no sólo para franceses… o venezolanos y venezolanas. Una mirada aguda de nuestra condición nos demuestra que lo apuntado por Voltaire ha sido y sigue siendo una realidad incontrastable en la dinámica humana, en todos lados y en toda época histórica. El desafío es cambiar ese rumbo. ¿Podremos dejar de ser todo eso en el futuro? Porque no cabe ninguna duda que esas características que apuntaba un francés del siglo XVIII no son distintas a las de cualquier ciudadano venezolano actual. Hay que apurarse a aclarar que junto a todo ello, por supuesto, también son posibles la solidaridad, el altruismo, el talento creador. Pero no debemos olvidar que la rutina cotidiana está más llena de todas las características aquéllas que de estas últimas. Nos guste o no, Homero Simpson puede ser nuestra más cercana caricatura. No son los premios Nobel lo que más abundan precisamente, ni los revolucionarios inquebrantables como un Hugo Chávez o un Che Guevara, sino los Homero Simpson, en Venezuela y en el resto del mundo (y me incluyo en esta última categoría, sin la menor duda).

            Con el modelo de sociedades clasistas basadas en el hiper consumo, con valores individualistas, racistas, tal como se da hoy todavía en Venezuela -como en cualquier sociedad capitalista-, es difícil generar este «hombre nuevo» del que tanto viene hablando la izquierda desde hace décadas. Seres fuera de lo común como el Che Guevara, o el propio Chávez, no son la regla. Lo común es Homero Simpson; la rutina -porque así nos la determinaron- pasa ante todo por la corrupción y por la ineficiencia. Porque si somos así: corruptos e ineficientes, alguien lo decidió: «Nuestra ignorancia ha sido planificada por una gran sabiduría», dijo acertadamente Scalabrini Ortiz.

Con los valores históricos que hacen parte de esa «venezolanidad» actual va a ser difícil remontar la corrupción y la ineficiencia. Sería un error pensar que toda esta modalidad humana apuntada por el pensador francés, constatable en Venezuela tanto como en cualquier colectivo humano, es natural, biológica, genética; todo lo que somos es producto de nuestra historia. Por tanto, podemos estar tranquilos que no somos todo lo apuntado por Voltaire de forma categórica, definitiva, inapelable. Podemos cambiar, felizmente. Aunque ahí está el problema: ¡es tan difícil el cambio cultural! «Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio» apuntaba sabiamente Einstein. Y ahí está el desafío.

            «Un funcionario no puede refugiarse en las excusas para no cumplir con sus tareas. (…) Funcionario que sea negligente tiene que ir pa’ fuera», apuntaba vez pasada el presidente Chávez. ¿Pero por qué se continúa aún con esa cultura de la ineficiencia, de la chabacanería, de la pusilanimidad si bien ya se llevan ocho años de revolución? ¿Por qué se gasta más en alcohol o en entradas para juegos de baseball que en libros? ¿Cómo es posible que la imagen arquetípica de Venezuela sigan siendo las Miss Universo? ¿Por qué para las fiestas de fin de año se triplica el consumo de siliconas para implantes en bustos femeninos? ¿Venezuela está condenada a ser un país de «plástico», de puras «muñequitas»? ¿Así se construye el socialismo del siglo XXI?

Cuando el presidente Chávez llama a una guerra a muerte, sin par, absoluta, contra la corrupción y la ineficiencia, se refiere justamente a esto: a cambiar ese modelo de liviandad, de banalidad y estulticia superficial por una cultura del compromiso, de la responsabilidad. ¿Se podrá construir un nuevo paradigma de sociedad, de ser humano, de relaciones interpersonales si el referente que se tiene en la cabeza continúan siendo las telenovelas que se exportan a todo el mundo, esas telenovelas que presentan un mundo plástico y «light», esos mismos «culebrones» que mucha gente ansía repetir en la vida real?

La cultura de la ineficiencia, de la mediocridad y del facilismo está instaurada desde hace mucho. Seguramente hunde sus raíces en la colonia, cuando el país era un paraíso para el contrabando, albergue de un supuesto «El Dorado» que signó desde el inicio la historia nacional. Y que se acrecentó con la «maldición» petrolera del siglo XX, que hizo de la monoproducción de ese recurso el dios todopoderoso que logró despoblar el campo, impedir la autosuficiencia alimentaria y producir una cultura del rentismo facilista que se instauró por décadas, haciendo creer que era más importante consumir whisky importado etiqueta negra que producir carahotas, o que hacer compras en Miami aseguraba la sostenibilidad futura de la sociedad. Cultura que se asentó en la más indecente corrupción como modo de vida «institucionalizado», pasando a ser el «¿cuánto hay pa’ eso?» el único modo de entender las relaciones interpersonales.

«Tanto tienes, tanto vales», reinado absoluto del capitalismo consumista, pechos plásticos y centros comerciales más grandes que en el propio Estados Unidos. Esa es la matriz donde se formaron los cuadros que hoy, en número considerable, ocupan cargos en la estructura de gobierno. ¿Cómo pedirles que, de buenas a primeras, prescindan de esa carga? ¿Cómo esperar que quien toda su vida respiró un clima de corruptela, viviendo convencido que era más «pícaro» el que se acomodaba que el que trabajaba, cómo pedirle que ahora tenga inquebrantables valores socialistas, sea dueño de una ética de hierro y pueda tomar distancia de esa ramplonería que marcó la vida nacional por años? ¿Se puede acaso cambiar la cultura por decreto? ¿Cómo y cuándo se va a empezar a ser eficientes y responsables en el trabajo si durante generaciones fue más fácil comprar afuera que producir adentro? La bonanza de los petrodólares de la «Venezuela Saudita» fue no tanto una salvación sino, objetivamente considerada, parte de esta carga cultural que ahora se evidencia como un lastre negativo. ¿Cómo, si no, estar orgullosos de tener más Miss Universos que científicos?

Si ahora comienza la guerra a muerte contra estas lacras de la ineficiencia y la corrupción -¡eso es el socialismo, y no las boberías que difunden los medios comerciales de comunicación!- sabemos que estamos ante la batalla más difícil que pueda haber: cambiar nosotros mismos. Y eso llevará tiempo, esfuerzo, dolor. Fundamentalmente eso: mucho dolor por el renunciamiento que se impone. ¿Qué varón que aprovecha su ancestral situación de privilegio machista aceptará de bueno grado perder su sitial de preferencia para darles igualdad de derecho a las mujeres? Alguien que se acostumbró toda a su vida a evitar hacer filas porque tiene «buenos contactos» que le facilitan las cosas, ¿por qué ahora aceptaría gratamente tener que levantarse a las cinco de la mañana para ser uno más que debe pasar similares penurias? ¿Cuántos de los que llegaron a tener chofer que les manejen su vehículo están dispuestos a perderlo y a conducir por sí mismos como hizo Chávez cuando fue a votar? No hay dudas que «sentirse más» es parte de nuestra cultura milenaria. ¿Quién está dispuesto a compartir el poder? ¿Quién hace renunciamientos éticos en función del colectivo? Porque no hay ninguna duda que en un mundo regido por la ideología del poder económico, del «tener» como esencia superior, aún atraen esos valores. Si bien en la República Bolivariana de Venezuela empezaron a cambiar algunas cosas, aún sigue atrayendo -¡y mucho!- ser de los que se pavonean con ropa de marca, automóviles lujosos y pisan alfombras rojas. Y es igualmente muy cierto también que todavía no se está cerca de una ética de la eficiencia, del amor por la calidad. Seduce más ganarse la lotería que trabajar para sacar un producto excelente. ¿Lo cambiamos por decreto esto? ¿Daría resultado? ¿Cómo lograr que la población, toda la población y no solamente el líder ejemplar, haga conciencia que botar basura en la calle o no respetar un semáforo en rojo afecta a todo el colectivo? ¿Cómo interiorizar que respetar los horarios establecidos no es una carga sino un beneficio para la organización social, para la excelencia de todos y de todas?

¿Cómo se logra la eficiencia entonces? ¿Habrá que imitar a los pueblos supuestamente «desarrollados»? (esos que respetan horarios y señales de tránsito). ¿Cuál sería entonces el modelo a seguir: los alemanes, los suizos? Por nuestro ancestral -e impuesto- malinchismo estamos tentados de ver en los «conquistadores» el ideal de progreso. ¿Necesitaron acaso los rusos, uno de los pueblos más atrasados de Europa al momento de su revolución en 1917, imitar a los alemanes para devenir potencia industrial, científica, nuclear, para poner el primer astronauta en órbita en la historia o tener las universidades más prestigiosas del mundo en unas cuantas décadas de socialismo? ¿Fue imitando a estos pueblos «desarrollados» que lo lograron (el mismo pueblo que los invadió asesinando 25 millones de ciudadanos soviéticos), o desarrollando una ética socialista propia? ¿Y fue Cuba, un burdel de lujo de los varones estadounidenses hasta 1958, que se convirtió en territorio libre de analfabetismo, potencia cultural en el continente y potencia en desarrollo biomédico a nivel mundial, imitando a los «gringos» que lo logró? ¿O desarrollando una ética socialista inquebrantable, un orgullo por el trabajo eficiente y una moral de cero corrupción con las que pudo dar esos cambios? Aunque todavía no lo podamos creer -porque hoy, ante todo, se vive como una carga- el trabajo efectivamente «es la realización humana», como reflexionara Hegel sentando las bases del posterior pensamiento marxista. El trabajo creativo, innovador, novedoso nos hace ser menos animales y más personas. ¿Por qué no podría desarrollarse una cultura propia «a la venezolana», un «socialismo a la venezolana», tropical y caribeño? Porque también se puede ser eficiente en estas partes del mundo, sin dudas. ¿O acaso los países del Sur están condenados a ser «atrasados y bárbaros» y el desarrollo es patrimonio del Norte? Si los rusos o los cubanos lo lograron, ¿quién dijo que en Venezuela no se puede superar la cultura «de la flojera»? ¿O es cierto que la sociedad venezolana está condenada a producir sólo telenovelas baratas? Del colectivo venezolano y de nadie más depende producir esas rupturas, esos avances superadores. Y seguramente se logrará sin imitar a nadie, sólo dedicándose a corregir errores.

Que el malinchismo no nos derrote. Los incas o los mayas, hoy pueblos postrados luego de la conquista española, fueron las grandes civilizaciones de la antigüedad en el continente americano. ¿Acaso alguien está condenado genéticamente a ser «flojo, pobre y atrasado»? La historia, la cultura, y por cierto los cambios en la historia y en la cultura, los hacemos nosotros, los seres de carne y hueso, con esfuerzo, con el trabajo cotidiano. Cuando los mayas levantaban sus pirámides monumentales e inventaban el cero o el calendario más exacto de la historia, los alemanes recién habían salido de las cavernas, no olvidarlo.

No hay dudas que es más fácil desintegrar el núcleo del átomo que nuestra carga de prejuicios culturales, que nuestra herencia negativa. Y es claro también que eso no se logra por un simple esfuerzo voluntario: requiere de un trabajo ideológico-educativo tremendamente fuerte, continuado, profundo, sabiendo que los resultados se verán en la próxima generación. Se invierte hoy para que nuestros descendientes vean los nuevos productos. Es decir: lo que hoy se invierta en niñez y juventud repercutirá en varios años, muchos, en décadas quizá. Si bien no podemos dejar pasar la ineficiencia y la corrupción actuales -por lo que se deberá ser absolutamente estrictos en su lucha- es necesario estar claros que quienes ya están conformados en esa cultura del facilismo y del acomodamiento, cambiarán poco. De ahí que la guerra a muerte que ahora se comienza a dar en Venezuela debe priorizar a las niñas, niños y jóvenes. Pero ello no puede justificar continuar con la chatura: «Funcionario que sea negligente tiene que ir pa’ fuera». De eso depende la vida de la revolución, tanto como del trabajo educativo-ideológico a futuro.

La batalla no tiene el final victorioso asegurado; en la Unión Soviética, luego de 70 años de socialismo, se revirtieron grandes avances. Pero lo menos que podemos decir es que vale la pena intentarlo. Pese a que pueda sonar ampuloso, no hay dudas que preparar a las nuevas generaciones para otra cultura que supere la ineficiencia y la chatura a que ya estamos cómodamente acostumbrados, es una cuestión de vida o muerte. De una nueva cultura, de este «hombre nuevo» que deberá ir surgiendo, depende la sobrevivencia del planeta y la especie humana. Si no, es altamente probable que los modelos de desarrollo consumista y belicistas que hemos ido creando a través de la historia terminen imponiéndose, y con ellos, autodestruyéndonos y acabando con el planeta. Aunque suene ampuloso, entonces, la lucha contra las lacras de la corrupción y la ineficiencia es una lucha por la vida de la humanidad.