Insertada la «ley del más fuerte» en el campo de la geopolítica, cada Estado (siempre pensando en el «supremo interés nacional») ha establecido que -de una u otra manera- los demás Estados se hallan predispuestos a atacarlo y, eventualmente, a subyugarlo y a borrarlo del mapa.
Siguiendo esta lógica, algunos analistas de la geopolítica actual han caracterizado a Rusia y a China como imperios no hegemónicos que, no obstante, le disputan a Estados Unidos el sitial de potencia única que estos ocuparan desde que se acabara la Unión Soviética, autoatribuyéndose la supremacía que le corresponde ejercer en el escenario internacional por «mandato divino». Luego de la destrucción de los edificios del World Trade Center de Nueva York, la diplomacia multilateral, regulada hasta entonces por el derecho internacional y los organismos multinacionales, fue reemplazada por el uso de la fuerza militar y la declaratoria unilateral de Estados Unidos y sus respaldos imperiales europeos de marcar a los demás regímenes como Estados forajidos o fallidos (extendiendo descalificaciones semejantes a grupos políticos y personas), acusándolos de fomentar el terrorismo y el narcotráfico internacionales, además de violar los derechos humanos y la democracia representativa; lo cual le sirve de justificación toda vez que requiere poner en cintura a quienes osan contradecir sus mandatos. Esto ha supuesto un estado de guerra permanente (en algunos casos, limitado a un determinado espacio, como en el Oriente Medio) en el cual se obvian la autodeterminación, la cultura y la integridad territorial de los pueblos.
Conflictos, violencia y poder son los principales elementos que destacan al momento de revisar la realidad del mundo contemporáneo. A los viejos conflictos internos y entre algunas naciones, ahora se le suman el iniciado entre Rusia y Ucrania en una guerra por delegación en la que Estados Unidos y sus asociados europeos de la Organización del Tratado del Atlántico Norte arman, financian y azuzan al gobierno de este último país en contra de la potencia rusa; en un enfrentamiento asimétrico utilizado por los yanquis y los otanistas para infundir el mismo miedo que se le tuvo en su momento a la URSS y al tipo de comunismo que representara. Pero, al mismo tiempo, al hablar de guerra hay que tener en cuenta que ya no se necesita aniquilar físicamente al contendiente o enemigo como ocurrió en los pasados siglos. Ahora todo apunta a lograr el desarme moral de éste, apelando al uso de las redes sociales y todo lo sofisticado que puede brindar internet para dicho propósito, superando con creces los métodos y alcances de la propaganda nazi-fascista. A propósito de este tema, el autor argentino Néstor Kohan refiere que
«en el siglo XXI los poderosos de la tierra han implementado nuevas formas de confrontaciones bélicas llamadas guerras asimétricas, guerras de cuarta y quinta generación, guerras híbridas, revoluciones de colores, golpes blandos, etc. Todo ese abanico multicolor se apoya en un intento común: la desmoralización de los pueblos. El convencimiento de que es imposible, inviable y no deseable dar la vida y jugársela por una alternativa distinta, opuesta y antagónica al reino sagrado del capitalismo, al Mercado entendido como Dios Supremo y al mundo despótico del dinero».
En esta ola de acontecimientos figura la emisión de falsas noticias y las campañas mediáticas con que se busca destruir la imagen de aquellos a los que se catalogan como enemigos; siendo el caso de Venezuela uno de los más destacados, quizá de un modo mayor al fomentado contra Rusia, China, Irán y, en menor escala, sin dejar de ser importante, Corea del Norte, Cuba y Nicaragua.
El núcleo imperial del mundo capitalista (encarnado, básicamente, por Estados Unidos y, en un rol secundario, por Inglaterra y las demás naciones europeas integradas en la OTAN) recurre a la guerra para modelar al mundo según sus intereses geopolíticos y económicos. Así, su estrategia no ha variado grandemente y se enriquece, ahora, con el tema de la inseguridad pública que mantiene en ascuas a una porción significativa de naciones, entre ellas, algunas de nuestra América, como lo son Haití, Ecuador, El Salvador, México y Colombia.
Para entender esta situación, Claudio Katz, en su publicación «La crisis del sistema imperial», explica que el imperialismo del siglo XXI tiene tres dimensiones que afectan, de una u otra forma, la marcha y destino de todo el mundo: dimensión económica (confisca recursos de la periferia), dimensión política (combate la insurgencia popular) y dimensión geopolítica (muestra las rivalidades existentes entre las distintas potencias, Estados Unidos, Rusia y China). Esto, en síntesis, es una guerra general o total, cuya escala abarca todo el globo terráqueo, por lo que no puede simplificarse como algo casual, producto de las fricciones existentes entre una y otra nación en la defensa de su soberanía.
El mundo del primer cuarto del siglo XXI se halla cruzado por una diversidad de situaciones políticas, económicas, sociales, culturales y geopolíticas sobre la cual no pareciera existir una definición única que explique el porqué ello está ocurriendo. Lo que sí existe es cierta conclusión respecto a que dicha diversidad de situaciones es suscitada por la ideología neoliberal que, desde la década de los 80 del siglo pasado, ha puesto en tensión los parámetros tradicionales de la socialdemocracia así como los del pensamiento progresista y/o de izquierda, abriendo caminos a una nueva filosofía de las derechas que su gestor, William MacAskill, ha denominado largoplacismo radical, la cual expone, entre otras cosas, que solo una pequeña minoría debe sobrevivir para recrear el mundo, por lo que no es necesario preocuparse demasiado por el bienestar del resto de la humanidad, sometida a los rigores de la crisis climática, el desempleo, el hambre, la guerra y todos los demás problemas y necesidades que configuran el colapso inminente del modelo civilizatorio actual. En fin, una ingeniería financiera y política, orientada a conseguir una gobernanza global efectiva. O lo que otros prefieren calificar de darwinismo social (entrevisto en multiplicidad de videojuegos y productos cinematográficos, sembrando la idea entre las miles de personas que gustan de ellos). En cierta manera, coincide con la concepción de los llamados anarco-capitalistas de un mundo donde se privilegie la empresa privada, la propiedad y la libertad de mercado, sin injerecismo del Estado, donde se eliminen o reduzcan drásticamente los impuestos, los bienes y servicios públicos sean privatizados y se impongan condiciones de trabajo desregulado, sin que todo esto se halle guiado por un sentido de caridad, una ética y una moral, que resultan incompatibles con tal concepción, planteada hace más tiempo de lo que parece.
En todo esto, la guerra es un elemento de primer orden, ya sea total, como algunos anticipan, o por delegación, como ya se está haciendo en algunas regiones de la Tierra, con total «normalidad».
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