«La guerra nunca estalla súbitamente: su extensión no es obra de un instante». (Carl Von Clausewitz, De la Guerra, Ed. Martins Fontes, Sao Paulo 1979 [1832] pág. 77.) Los hechos más recientes, e importantes, son conocidos. En el mes de abril de 2008, en la última reunión de la cúpula de la OTAN, en la […]
«La guerra nunca estalla súbitamente: su extensión no es obra de un instante». (Carl Von Clausewitz, De la Guerra, Ed. Martins Fontes, Sao Paulo 1979 [1832] pág. 77.)
Los hechos más recientes, e importantes, son conocidos. En el mes de abril de 2008, en la última reunión de la cúpula de la OTAN, en la ciudad de Bucarest, se reconoció la aspiración de Georgia a participar en la alianza militar liderada por los Estados Unidos, a pesar de la resistencia alemana, y de la oposición explícita del gobierno ruso. Y el día 11 de junio de 2008, aviones de la Fuerza Aérea Rusa sobrevolaron el territorio de Osetia del Sur, en la víspera de la visita a Georgia de la secretaria de Estado norteamericana, Condolleeza Rice, para inaugurar, el día 15 de julio, la operación «Respuesta Inmediata 2008»: un ejercicio militar conjunto del ejército norteamericano con las tropas de Georgia, Ucrania, Armenia y Azerbaiján, realizado en la Base Aérea de Vaziani, que había pertenecido a la Fuerza Aérea Rusa hasta 2001. Casi enseguida, el día 8 de agosto de 2008, las Fuerzas Armadas de Georgia atacaron la provincia Osetia del Sur y conquistaron su capital Tsjinval. No está claro por qué Georgia atacó Osetia del Sur exactamente el día de la inauguración de las Olimpiadas chinas. Pero no hay duda de que la gran sorpresa de los gobiernos involucrados en esta historia fue la rapidez, extensión y eficacia de la respuesta rusa, que, en pocas horas, cercó dividió y atacó – por tierra, mar y aire – el territorio de Georgia, en una demostración contundente de decisión política, organización militar y poder de conquista. Todo hecho con tamaña rapidez y agilidad, que dejó a los gobiernos «occidentales» perplejos, divididos e impotentes, obligados a acompañar los desplazamientos de la ofensiva rusa, hora a hora, a través de los hechos consumados, sin conseguir saber o poder anticipar su objetivo final.
Poco después de la Segunda Guerra Mundial, Hans Morgenthau, padre de la teoría política internacional norteamericana, formuló una tesis muy simple y clásica sobre el origen de las guerras. Según Morgenthau: «la permanencia del status de subordinación de los países derrotados en una guerra puede fácilmente generar en esos países la voluntad de deshacer la derrota y echar por tierra el nuevo statu quo internacional creado por los victoriosos, retomando su antiguo lugar en la jerarquía del poder mundial. O sea, la política imperialista de los países victoriosos tiende a provocar una política imperialista igual y contraria de parte de los derrotados. Y si el derrotado no hubiese sido arruinado para siempre, querrá retomar los territorios que perdió, y si es posible, ganar todavía más de los que perdió en la última guerra».(1)
En 1991, tras el fin de la Guerra Fría, no hubo un Acuerdo de Paz que estableciese las pérdidas de la URSS y que definiese claramente las reglas del nuevo orden mundial impuesto por los victoriosos, como había ocurrido al final de la Primera y de la Segunda Guerra Mundiales. De hecho, la URSS no fue atacada, su ejército no fue destruido y sus gobernantes no fueron juzgados, aunque durante toda la década de los 90, los Estados Unidos y la Unión Europea apoyaron la autonomía de los países de la antigua zona de influencia soviética, y promovieron activamente el desmembramiento del territorio ruso. Comenzando por Letonia, Estonia y Lituania, y siguiendo por Ucrania, Bielorrusia, los Balcanes, el Cáucaso y los países del Asia Central. En este período, los Estados Unidos también lideraron la expansión de la OTAN en dirección al Este, contra la opinión de algunos países europeos. Y más recientemente, los Estados Unidos y la Unión Europea apoyaron la independencia de Kosovo, aceleraron la instalación de su «escudo antimisiles» en Europa Central, y están armando y entrenando a las Fuerzas Armadas de Ucrania, Georgia y de los países del Asia Central, sin tener en cuenta que la mayor parte de esos países perteneció al territorio ruso, durante los últimos tres Siglos.
En 1890, el Imperio Ruso construido en el Siglo XVIII por Pedro el Grande y
Catalina II tenía 22.4000.000 Km2 y 130 millones de habitantes; era el segundo mayor imperio contiguo de la historia de la humanidad, y era una de las cinco mayores potencias de Europa. En el Siglo XX, durante el período soviético, el territorio ruso se mantuvo en el mismo tamaño, la población llegó a los 300 millones de habitantes y Rusia se transformó en la segunda mayor potencia militar y económica del mundo. Pues bien, hoy Rusia tiene 17.075.200 Km2 y apenas 152 millones de habitantes, o sea en casi una década, la de 1990, Rusia perdió ceca de 5 millones de Km2 y 140 millones de habitantes.
La mayor parte de los analistas internacionales que se dedican a prever el futuro se olvidan – en general – de que los grandes trinfadores de 1991 no fueron sólo los Estados Unidos. Fueron los Estados Unidos, Alemania y China. En un viraje histórico donde sólo hubo un gran derrotado, la URSS, cuya destrucción trajo de vuelta al escenario internacional una Rusia mutilada y resentida. Alemania y China todavía tendrán muchos años para «digerir» los nuevos territorios y zonas de influencia que conquistaron en las últimas décadas en Europa Central y en Sudeste Asiático. Mientras tanto, la desaparición de la Unión Soviética colocó a Rusia en la condición de una potencia derrotada, que perdió un cuarto de su territorio y la mitad de su población, aunque todavía mantiene en pie su armamento atómico y su potencial militar y económico, junto con una decisión cada vez más explícita «de librarse de la derrota, y echar por tierra el nuevo statu quo internacional creado por los victoriosos (en 1991), recuperando su lugar en la jerarquía del poder mundial».
De aquí que, al romper el Siglo XXI, Rusia sea un desafío y una incógnita para los dirigentes de Bruselas y de Washington, no menos que para los comandantes militares de la OTAN. En realidad, el misterio no es tan grande, y si Hans Morgenthau tuviese razón, se trata de un secreto de Polichinela: Rusia fue la gran perdedora de la década de los 90, y contra lo que sugiere el sentido común, será la gran cuestionadora del nuevo orden mundial, cualquiera que éste sea, hasta que le devuelvan -o ella misma recupere- su viejo territorio conquistado por Pedro el Grande y Catalina II. Por eso la actual guerra en Georgia no es una guerra antigua; es, al contrario, présago del futuro.
NOTA: (1) Hans J. Morgenthau, (1993) [1948]. Politics Among Nations. The Struggle for Power and Peace, Mc Graw, Nueva York, pág. 66.