«…El hombre, esa cosa extraña entre todas las cosas, no es aquello que debe ser superado, sino preservado y en primer lugar contra sí mismo; que el superhombre es lo que más se parece a lo inhumano…» Pensamiento aristotélico. Seguimos precipitando el malestar en este mundo que ya es demasiado distinto de los otros mundos […]
«…El hombre, esa cosa extraña entre todas las cosas,
no es aquello que debe ser superado, sino preservado
y en primer lugar contra sí mismo;
que el superhombre es lo que más se parece a lo inhumano…»
Pensamiento aristotélico.
Seguimos precipitando el malestar en este mundo que ya es demasiado distinto de los otros mundos que conocimos. La inmediatez a la que nos someten las nuevas tecnologías de la información nos permite vivir el cambio de siglo de forma instantánea. Ya estamos -y nos sentimos de esa forma- en una nueva era donde las viejas categorías han dejado de explicarnos la realidad. Algunas veces por el abuso indiscriminado que el poder hace de los conceptos para vaciarlos y reconvertirlos en armas de desinformación masivas. Otras veces, simplemente las palabras caen en el silencio por sí mismas, desgastadas por el roce diario del vivir en lo que fluye. Vivimos en un «aquí y ahora» global que transforma la conciencia de nuestro estar en el mundo, y desde esa conciencia todo sigue cambiando.
En esta era transnacional, envuelta en palabras nuevas y permanentes guerras civiles, convertimos nuestra frágil condición de ciudadanos en la espantosa realidad del refugiado. Civiles aterrorizados por los cuerpos de seguridad y ejércitos privados que defienden los intereses de las grandes corporaciones. Aterrorizados también por ataques suicidas indiscriminados, muertes selectivas o por la furia de la Naturaleza. Por el azar que desvela realidades incluso sociológicas. Y bajo estas condiciones hemos de ser prudentes.
Todos estamos en éxodo porque todo se mueve, y el colapso de la modernidad nos convierte en hombres sacrificables. Quizá algún día lleguemos a presenciar la caída del muro de Washington, un muro que a diferencia del de Berlín se esconde bajo los paraísos artificiales que produce el capitalismo. Algunos dicen que el capitalismo no tiene autor ni argumento. Es lo anónimo y limitado en cuanto a las responsabilidades, pero ilimitado en cuanto a las posibilidades de riqueza. En sibilino consenso crea fronteras para separar los que sacrifican de los que son sacrificados. Un Reich que sigue decidiendo quién se ahoga y quién no. Poco importa si es en los mares para llegar a tierra o en la misma tierra inundada por la miseria.
Bajo esta intemperie necesitamos una Europa sabia, que apueste más por el hombre prudente que por el hombre únicamente hábil. Una Europa crítica con la experiencia política que se está llevando acabo desde EE.UU., y que coopere más con el mundo latinoamericano que con las insensateces del neoliberalismo conservador en manos de los Nerones de siempre. Porque ya hemos visto arder demasiado odio y demasiado mundo.
Hay también un frente civil estadounidense que empieza a resistir a la Fuerza Ocupante del Capitolio. Liderado por madres que quieren a sus hijos y también a los hijos que matan sus hijos. Empezamos a ser demasiados los que nos resistimos a la idea de dejarlo toda en manos del «libre» mercado. De la lógica financiera y de los que reparten el juego. La muerte, la vida, la libertad, todo, no puede ser privatizado. Desmembrado. Desechado. Consumido.
Hablar de Europa ahora, es hablar de revolución. Porque, ¿cuándo estalla una revolución? ¿Cuándo se lanzan piedras a los relojes o se incendian coches para detener al ángel de la Historia? Hablar de revolución, si por ello entendemos dar un giro sobre nosotros mismos, no nos debería dar tanto miedo. Sobre todo en unos tiempos donde hay que reformarlo todo, hasta la identidad. Dar un valiente giro para establecer una verdadera Alianza de las Civilizaciones, también entre aquellas que habitan dentro de nuestras sociedades, de nosotros mismos, para pensar en lo posible. Para hacer política. Porque lo queramos o no, somos cosmopolitas, habitantes de un mismo caos que imaginamos haber globalizado. Dentro y fuera de nuestras fronteras.
El concepto de frontera siempre definió nuestras identidades. Europa ha ido aprendiendo a situarlas en cada uno de sus conflictos identitarios. Heridas con las que, desde los bárbaros del Imperio Romano hasta los protestantes y ahora pobres del Imperio Capitalista, Europa ha ido dibujando sus fronteras. Pero la frontera está implosionando delante de nuestras narices, y empieza a mostrar qué identidad estamos constituyendo. En Palestina, en Irak, en el mundo. Se tiñen de negro nuestras costas del sur, nuestro inconsciente, y seguimos gestionando cada vez más lugares de excepción. Agujeros negros. Ahora, la periferia del cartesiano corazón europeo también es una excepción. Refugiados de nosotros mismos -algo que parece difícil de entender-, en la contingencia más absoluta de los desastres medioambientales y humanos que también nosotros mismos causamos. Como la mariposa del caos.
Sólo el hombre prudente debería sacarnos de este lío. El hombre que no utiliza sus disposiciones con avaricia. La prudencia política y la del ciudadano aristotélico. La del que predica y practica sus juicios y sus pasiones. La del que delibera.
No a una Europa Imperial que defienda junto a EE.UU. las lógicas del capital de ficción. El amor líquido. Sí, y discutamos sobre el cómo, a una Europa confederada por distintas identidades que comparten y se responsabilizan de su bienestar. Nunca se dijo no a Europa.
Es la prudencia la que deberíamos ejercer. Por nuestro bien.