El «yo» ha ganado la batalla al «nosotros». Dicho de otra manera: hemos construido un mundo narcisista y ególatra, una sociedad en la que ha triunfado el desinterés por lo de fuera y que ha transformado problemas generales en problemas íntimos. Ésta es la tesis que defendió ayer el psiquiatra gijonés Guillermo Rendueles en una […]
El «yo» ha ganado la batalla al «nosotros». Dicho de otra manera: hemos construido un mundo narcisista y ególatra, una sociedad en la que ha triunfado el desinterés por lo de fuera y que ha transformado problemas generales en problemas íntimos. Ésta es la tesis que defendió ayer el psiquiatra gijonés Guillermo Rendueles en una conferencia en el Club Prensa Asturiana de LA NUEVA ESPAÑA organizada por Tribuna Ciudadana.
Rendueles ilustró sus argumentos con varios ejemplos. Recurrió al famoso fenómeno del «mobbing» o acoso laboral. Recordó que antes, cuando una persona tenía problemas en el trabajo, pensaba que su jefe era un explotador y creaba vínculos solidarios con sus compañeros para blindarse frente a ese problema.
El «mobbing», en cambio, se define como un problema circunscrito al ámbito personal e íntimo. «Resulta que el jefe se ha convertido en perseguidor, un paranoico que me persigue a mí por algún problema íntimo y, en vez de buscar un consejo obrero, me busco un psiquiatra, que defina los términos en clave íntima, y trato de hacer alianzas puramente interiores». Es decir, que el jefe ya no explota sino que persigue. Que no es lo mismo.
A su juicio, nos encontramos frente a un mecanismo «grosero» en el ámbito laboral que legitima el poder: «Parece que sólo hay un puro problema de intimidad y no existe un «nosotros» colectivo o un proceso objetivo de sufrimiento que explica que los problemas laborales son reales».
Gerente de lo íntimo
El problema, en su opinión, es que, cuando todos los conflictos se pasan a ser asuntos privados, los afectos se convierten en una suerte de inversión, como jugar a la bolsa. Y la gestión de esos problemas suele desembocar en la consulta del psiquiatra: «Entre el 30 y el 40 por ciento de las consultas tiene que ver con la gestión de la intimidad; esto se ha convertido en una cantera de pseudotrastornos psiquiátricos terroríficos». En una relación basada siempre en el vínculo afectivo, el especialista se convierte en «gerente de lo íntimo», «agente de legitimación de lo que hay» «burócrata» o simplemente, «consultor sentimental».
A propósito, se preguntó Rendueles sobre el papel que desempeñan los psicólogos siempre que se produce una tragedia: «¿Qué consuelo puede dar un psicólogo al familiar de un muerto? ¿No sería mejor un oído familiar o íntimo que un oído de alquiler?».
También evocó el caso de Alcohólicos Anónimos. Los dos fundadores de esta asociación se encomendaron sin éxito alguno a muchos especialistas en su desesperado intento de dejar la bebida. Al final dieron «con un psiquiatra honrado» que les dijo que él no servía para curar su adicción. Tras abrir los ojos, en vez de seguir compartiendo su enfermedad con otros expertos, decidieron recurrir a la ayuda mutua y compartir su experiencia con otros alcohólicos: «Así, el problema empezó a tener solución».
Pero, ¿cuándo comenzó a gestarse este aplastante triunfo del «yo»? Rendueles sitúa el momento crucial en la Viena de 1900 y en el choque dialéctico entre Sigmund Freud y los revolucionarios europeos. Freud salió triunfante del envite: «Se impuso un modelo de gestión de los trastornos mentales en función de la intimidad».
La historia que mejor evidencia este paradigma es la del llamado «hombre de los lobos», el famoso paciente de Freud: «Era un hombre muy rico que, de repente, se queda sin nada y su mujer se suicida; gracias al psicoanálisis, concentrándose en su historia, logra sobrevivir. Ése es el estereotipo que ha triunfado, reducir la historia a la historia intima y sus falsedades, porque la tragedia del «hombre de los lobos» se debió al triunfo de la revolución rusa y a la ocupación nazi».
Anthony Giddens habla del triunfo del emotivismo. Rendueles da la razón al sociólogo británico: «Nos ha recordado que, cuando los radicales hablábamos de que se necesitaba la revolución sexual, en nuestras narices se fraguaba la revolución sentimental».