Aquella mañana el maestro preguntó: «¿quién hizo el mundo?». A lo que mi amigo El Pesetas respondió: «los albañiles, maestro». Nadie de los presentes lo dudó ni un momento. El mundo lo estaban haciendo nuestros padres y hermanos mayores, de oficio albañiles, encofradores, carpinteros… En aquella escuela provisional que duró nueve años, hecha de ladrillo […]
Aquella mañana el maestro preguntó: «¿quién hizo el mundo?». A lo que mi amigo El Pesetas respondió: «los albañiles, maestro». Nadie de los presentes lo dudó ni un momento. El mundo lo estaban haciendo nuestros padres y hermanos mayores, de oficio albañiles, encofradores, carpinteros…
En aquella escuela provisional que duró nueve años, hecha de ladrillo de hueco doble, sin cámara de aire y cubierta de uralita (hoy ponen prefabricados a los que llaman caracolas), el único que no compartía la afirmación era el maestro. Y estaba dispuesto a hacérnoslo comprender al precio que fuera. Tan grande fue la resistencia como la represión que se transmitía a través de una regla de madera (regalo de aquel régimen, este es más sutil) y vaho pegajoso a tabaco y aguardiente desprendiéndose del aliento del diplomado. Él tampoco quería estar allí.
Ese fue el recuerdo que me vino a la cabeza (sin ninguna ira ni rencor, porque a pesar de todo yo tuve una infancia feliz) cuando al final de los escalones y de espaldas a la entrada de la catedral vi a un señor de gesto sereno y serio, con indumentaria de clase media, que portaba un cartel con la leyenda: «¿Hacia dónde mira la izquierda?». Buena pregunta -me dije-, y a la memoria me vino una pintada hecha en un barrio de Buenos Aires, Villa Carlos Gardel, que decía: «Cuando teníamos las respuestas nos cambiaron las preguntas». Con aquella incógnita a despejar aquel señor hacía temblar mis cimientos ideológicos. Y yo, para colmo, no sabía dónde había dejado mi manual. Tal vez el hombre orquesta que tocaba al final de la avenida una vieja melodía de Jimmy Hendrix, Machine gun, lo sabría.
La izquierda, la no neoliberal, la que no está gobernando para los banqueros y la élite global, cada vez que elige un camino va de regreso al mismo lugar, su castillo, en ruinas pero su castillo. Lleno de estanterías, de manifiestos, de proclamas, de viejas recetas y métodos, de unidades y de rupturas, de puñales nuevos. Donde romper con el pasado es una traición y sin embargo su pasado, nuestro pasado, no el de la resistencia, sino el de la colaboración, nos arrastra al abismo.
La izquierda, mi vieja izquierda, aún no ha llegado a comprender que no se trata de una rencilla de «nosotros contra ellos». Porque en ese nosotros contra ellos queda excluida la sociedad.
No podemos, viendo como estamos viendo que el Imperio y su guardia pretoriana, la UE, en una nueva cruzada de colonialismo humanitario van dejando muerte, destrucción y desigualdades sobre las naciones y pueblos que apenas tienen capacidad de resistencia, y que se nos arrebatan las conquistas sociales de los dos últimos siglos, tener como objetivo estratégico unas elecciones que además tienen las cartas marcadas. No podemos seguir mirándonos hacia dentro.
Yo reivindico que el mundo lo hicieron los albañiles. Y que hay que desnudarse en las plazas, en estas que nos traen ahora o en las del futuro. Dejar que el agua nos caiga en el rostro y que el viento seque nuestra piel.
A la izquierda no la salvará ni el 20N, ni el 21N ni el Dios de los ateos que es el único verdadero. A la Izquierda o la salva su fusión con la sociedad o está muerta.
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