Terminaron las olimpiadas y los medios de comunicación del Estado español, conscientes de la necesidad de reconfortar los devaluados ánimos de la ciudadanía, no han escatimado elogios para convertir un nuevo fracaso en la última gesta del deporte nacional. Bastaría recordar las expectativas que esos mismos medios estuvieron encumbrando en los días previos a la […]
Terminaron las olimpiadas y los medios de comunicación del Estado español, conscientes de la necesidad de reconfortar los devaluados ánimos de la ciudadanía, no han escatimado elogios para convertir un nuevo fracaso en la última gesta del deporte nacional.
Bastaría recordar las expectativas que esos mismos medios estuvieron encumbrando en los días previos a la cita olímpica para entender la dimensión del fracaso pero, obviamente, esas previstas hazañas ya quedan demasiado lejos de la memoria colectiva como para insistir en ellas y lo que se impone es maquillar los resultados de manera que el fiasco general se transforme en el éxito que se miente.
Cuatro años antes, en Pekín, el deporte español obtuvo 18 medallas, entre ellas 5 de oro. Cuatro años más tarde, la celebrada progresión ha consistido en una medalla menos y en sólo 3 oros, pero en contra de lo que los hechos y las cifras cuentan, para los medios de comunicación, la participación del Estado español en los juegos olímpicos de Londres ha sido un éxito.
«Una despedida colosal» titulaba El País, sobre la foto del equipo de balancesto. «Lo hecho es muy grande» resaltaba un jugador. Ninguna referencia al costo moral que esa plata conseguida en baloncesto tuvo para la credibilidad del «espíritu olímpico» español que, se supone, debe prevalecer, incluso, por encima del número de medallas o del color que tengan. La sospechosa derrota frente a Brasil que hiciera posible la «colosal despedida» y su correspondiente medalla de plata ya poco importa.
«España triunfa en femenino», titulaba Público, junto a las imágenes de varias atletas catalanas, vascas y españolas que obtuvieron los mejores resultados no obstante constituir las mujeres el contingente más reducido de la delegación deportiva.
Y todavía apostillaba el periódico: «Nuestros deportistas se marchan de Londres con 17 medallas, igualando la marca de Atlanta´96».
O lo que es lo mismo, que el éxito del deporte español ha consistido en igualar el número de medallas conseguidas 16 años antes. Las citas olímpicas posteriores carecen de importancia a la hora de observarlas como referencia.
Para el periódico deportivo As, el gran titular no podía ser más optimista: «Final feliz». La felicidad olímpica consistía, según el mismo periódico, en que «España aumenta su colección en la historia de los juegos con 3 oros, 10 platas y 4 bronces».
A no dudar de que en las próximas olimpiadas también logre el estado español la proeza de seguir aumentando el número de medallas, así sean una por cada metal.
Más discreto, aunque insistiera en el mismo diagnóstico, se manifestaba Marca: «Aprobado alto a la actuación española». Otro jugador de baloncesto se declaraba «orgulloso del equipo».
La Razón también apelaba a la grandilocuencia: «Un broche heroico». La foto del equipo de baloncesto justificaba una heroicidad que aún ponía más en evidencia el «espíritu olímpico» que allanó el camino hacia la plata y que para El Mundo fue «Un paseo por las nubes».
ABC destacaba «España, de menos a más» y se extendía en un segundo titular: «después de una primera semana de dudas la delegación concluye los juegos con 17 medallas, más de lo previsto».
Ignoro quien preveía peores resultados pero basta con que uno recurra a las hemerotecas de los medios de comunicación citados para comprobar que no eran precisamente ellos.
De hecho, antes de los juegos hubo medios que llegaron a insistir en la posibilidad de superar las 13 medallas de oro conseguidas en Barcelona que marcan el techo olímpico español.
De ahí se pasó, tras los primeros días de juegos, en los que el estado español debió sobreponerse al infortunio, la mala suerte y la cruel adverdidad, siempre luchando la armada invencible contra los elementos, a superar las cinco preseas doradas de Pekín.
Como la fatalidad no remitía, se ponderó entonces la posibilidad de superar el número de medallas, así fueran de latón, pero como tampoco las cuentas cuadraban los vaticinios, se acabó resaltando el número de diplomas olímpicos obtenidos.
En cualquier caso, el fracaso tampoco se limita al deporte del estado español. Las olimpiadas sólo son otro monumento más al absurdo, otra patética expresión de un sistema que pervierte todo lo que toca y que ha convertido el deporte en una bochornosa mercancía, en un triste negocio en el que se trajinan atletas y se especulan medallas, una grosera burla a ese espíritu olímpico que nunca sube al podium.
«El sueño olímpico ya viaja a Brasil» coinciden en titular todos los medios.
Pero no, el sueño olímpico de los pueblos que han asistido por televisión a la farsa deportiva que se nos brindara, aún no viaja, aún sigue anclado, a la espera de un trabajo, de una vivienda, de una vida digna, de ese imprescindible respeto a unos derechos humanos para los que tampoco hay medallas ni diplomas.
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