No se le escapa ya a nadie que el momento que vivimos en la actualidad formará parte de los libros de historia. Puede que en el futuro el comienzo del siglo XXI sea recordado como el punto de encuentro entre dos eras. Y es que son múltiples las crisis que la humanidad afronta en la […]
No se le escapa ya a nadie que el momento que vivimos en la actualidad formará parte de los libros de historia. Puede que en el futuro el comienzo del siglo XXI sea recordado como el punto de encuentro entre dos eras. Y es que son múltiples las crisis que la humanidad afronta en la actualidad. Una crisis de valores que ha alzado al dinero al trono que antes ocupaban los dioses y ha cambiado los antiguos lazos de solidaridad social por el sálvese quién pueda. Una crisis económica provocada por esa avaricia incontrolada, por esa obsesión desmedida que nos lleva a querer amontonar billetes sin importar a costa de qué. Una crisis social reavivada por el resquebrajamiento del pacto entre capital y trabajo que aseguraba cierta redistribución de la riqueza. Una crisis política originada por el hartazgo de los ciudadanos hacia las continuas traiciones de aquéllos que dicen representarnos. Una crisis ecológica, en fin, que pone en serio entredicho la supervivencia del modelo de vida al que nos hemos acostumbrado. Y en la base de todo ello una palabra: Globalización. La globalización que favoreció la asimilación de culturas diferentes extendiendo por todo el planeta el materialismo hiperconsumista del American way of life. La globalización que derrumbó fronteras para crear un mercado único mundial, facilitando el efecto dominó en caso de que una economía nacional colapsara. La globalización que invalidó la capacidad de lucha de los trabajadores debido a la facilidad de los capitales para trasladarse a geografías menos combativas. La globalización que alejó aún más los centros de decisión de los ciudadanos, trasladándolos de las oligarquías políticas a las élites económico-financieras. La globalización, finalmente, que hizo creer en el sueño imposible del eterno crecimiento económico, barriendo cualquier esperanza de respeto real al ecosistema en el que habitamos.
Ha llegado la hora de decir basta. Basta a esta lógica suicida de crecimiento salvaje. Basta a esta sumisión incondicional hacia los mal llamados representantes políticos. Basta a esta aceptación generalizada ante la desigualdad social y explotación laboral. Basta a este modelo económico que nos ve como a mercancía y no como a seres humanos. Basta a la idealización del dinero como principal motor de nuestras vidas.
El cambio total de modelo de vida, la reestructuración radical de nuestra mentalidad, no es una opción, es una obligación. El planeta que habitamos no da más de sí. El ritmo de producción actual supera con mucho los niveles de sostenibilidad ambiental. El agotamiento de los recursos no es una perspectiva catastrofista, es una posibilidad más que probable. Por ello, pronto nos veremos abocados a tomar la decisión más importante de nuestra historia. Aceptar la inviabilidad del modelo actual y tomar decisiones coherentes para construir una humanidad más justa, más consciente y más respetuosa con su entorno. O, por el contrario, aguantar este ritmo de crecimiento suicida hasta que el planeta se asfixie.
¿Hasta cuándo vamos a permitirlo?
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.