Es una historia muy dura. El pasado 24 de febrero la policía ucraniana descubrió en el interior de una furgoneta huesos y tejidos humanos mezclados con fajos de billete. No se trataba del crimen de un mafioso vengativo o de un sociópata desalmado sino de los flecos de un negocio banal. Ucrania forma parte de […]
Es una historia muy dura. El pasado 24 de febrero la policía ucraniana descubrió en el interior de una furgoneta huesos y tejidos humanos mezclados con fajos de billete. No se trataba del crimen de un mafioso vengativo o de un sociópata desalmado sino de los flecos de un negocio banal. Ucrania forma parte de la ruta internacional de «ingredientes» para la fabricación de artículos farmacológicos -implantes dentales, prótesis y cremas antiarrugas- vendidos en todo el mundo y muy especialmente en Estados Unidos, máximo receptor de este tipo de productos. La investigación, en efecto, reveló que restos de ciudadanos ucranianos eran enviados a una fábrica en Alemania, subsidiaria a su vez de una compañía norteamericana de productos médicos con sede en Florida, la RTI Biologics, que factura todos los años 169 millones de dólares gracias al «reciclaje de material anatómico».
Uno de los problemas es que el sistema de donación de tejido humano está sometido a una regulación mucho más liviana que el de semillas o el de juguetes de plástico y, desde luego, claramente más tolerante que el de sangre u órganos para trasplante. Es difícil seguir la pista al tráfico legal de piel, huesos y válvulas sanguíneas y la mayoría de sus beneficiarios -en clínicas y hospitales de todo el mundo- no conocen la procedencia del perno que le han instalado en la dentadura o de la prótesis gracias a la cual ha dejado de cojear. Más grave aún: una parte importante de este tráfico no procede de donaciones sino de una red ilegal de saqueo y comercio de cadáveres cuyos beneficios oscilan entre 80.000 y 200.000 dólares por «unidad corporal». Entre los restos encontrados en la furgoneta se encontraban algunos pertenecientes a Oleksandr Frolov, de 35 años, muerto a causa de un ataque de epilepsia. «De camino al cementerio, cuando estábamos en el cortejo fúnebre, notamos que uno de los zapatos se caía, parecía estar suelto», contó su madre. «Cuando mi nuera lo tocó, dijo que el pie estaba vacío». Más tarde, la policía le mostró una lista de lo que había sido extraído del cuerpo de su hijo: dos costillas, dos talones de Aquiles, dos codos, dos tímpanos y dos dientes.
La historia viene de lejos. En marzo de 2003, la policía de Letonia investigó si el proveedor local de Tutogen, la subsidiaria alemana de RTI Biologics, había extraído tejidos de unos 400 cuerpos depositados en el instituto médico forense del Estado sin el consentimiento pertinente. Dos años más tarde, Michael Mastromarino, propietario de la Biomedical Tissues, fue procesado por comprar a los enterradores de Nueva York y Pensilvania hasta 1.000 cadáveres a fin de fabricar y vender productos biomédicos en Canadá, Turquía, Suiza y Australia. Tanto en el caso de Tutogen como en el de Mastromarino los cadáveres, despojados de sus entrañas y rellenos de telas, madera y tubos, eran devueltos a sus familias, que los enterraban sin sospechar nada. Mastromarino, hoy en la cárcel como «ladrón de cadáveres», declaró con toda naturalidad: «Esta es una industria. Es una mercancía. Como la harina en el mercado. No es diferente». Y añadió: «yo tomé atajos. Pero sabía dónde podía hacerlo. Proporcionábamos un producto fantástico».
El tráfico de lo que eufemísticamente llaman «material anatómico» tiene sin duda consecuencias graves para la salud: la implantación de tejidos sin control ha producido ya numerosos casos de cáncer, hepatitis C o SIDA en los receptores. Pero éste, en todo caso, es un mal muy pequeño frente al que se hace a -digamos- la «civilización humana», cuyo fundamento histórico y cultural gira en torno a tres elementos: el fuego, las semillas y el culto a los muertos. Puede parecer una exageración, pero de alguna manera son los muertos los que protegen y humanizan las relaciones entre los vivos; son los muertos los que evitan la descomposición temporal de las sociedades humanas. Ateos o creyentes, la muerte aparece ante nosotros como ese límite insuperable que amenaza el orden social y que sólo puede ser absorbido en él de manera precaria y provisional, prolongándolo -por así decirlo- en una frágil «sociedad de antepasados». La ceremonia, la memoria y la repetición gestual -las flores en la tumba, la receta de la abuela o el modo de caminar del hermano muerto- permiten «solucionar» un problema que de otro modo disolvería en el terror todas las relaciones humanas. Estamos vinculados entre nosotros porque estamos vinculados al futuro a través de los niños y porque estamos vinculados al pasado a través de los muertos. Al contrario que el mercado, una sociedad humana es el conjunto de las demandas de las generaciones pasadas, presentes y venideras.
Al morir, un cuerpo se convierte definitivamente en objeto. El cadáver está solo y es vulnerable y dependiente. Requiere cuidados. Tras una despedida solemne, es necesario enterrarlo o quemarlo -paradójicamente- para que no vuelva a la vida; es decir, para que no se convierta en otra cosa de lo que era. Los procesos de descomposición -invasión de un nuevo bullicio vital de otro orden- desbaratan la completud final del muerto, que conserva todavía un instante la dignidad inerte, pasiva, desprotegida, de lo que fue nuestra madre, nuestro tío o nuestro amigo. Ese objeto -el cadáver- es terrible porque es humano e inhumano al mismo tiempo y porque nuestro esfuerzo por mantenerlo en la humanidad, siempre fracasado, implica su renuncia a él. Es nuestro porque nos aseguramos de que nadie va a tocarlo; es de todos porque nos aseguramos de que no será privatizado por un extraño. Comerciar con el sexo, con las semillas o con el agua es un atentado sin duda a la seriedad colectiva del mundo; pero comerciar con los muertos es como arrancarle todas las vértebras, y dejar sin venas ni huesos, a la Humanidad entera.
La muerte, como límite insuperable, sólo se puede humanizar renunciando a recuperar socialmente -racionalmente- el cadáver del ser querido. El mercado ha vuelto legítima, honorable y banal la profanación de los muertos. Se dirá que el culto a los muertos es una superstición, que el progreso requiere dejar atrás tabúes obstaculizadores y que, a través de este comercio, los muertos, hasta ahora inservibles, borde de toda funcionalidad, se vuelven socialmente útiles y ayudan a seguir viviendo a los vivos. Pero la paradoja es justamente ésa: al recuperar socialmente a los muertos convirtiéndolos en mercancía, al negarnos a renunciar a ellos, al mantenerlos en nuestros cuerpos sin permitir que formen su propia sociedad exterior, y al hacer todo esto contra la voluntad del muerto y de sus supervivientes, privamos definitivamente a la humanidad de esa exterioridad irreductible -la Naturaleza- sin la cual son imposibles los trabajos agotadores y maravillosos de la cultura humana.
Hay cosas que no se pueden racionalizar sin perder completamente la razón. Hay cosas que no se pueden desdramatizar sin agravar el drama. Una humanidad sometida a una hambruna tal que sólo pudiera sobrevivir alimentándose de la carne de sus padres muertos no merecería el nombre de humanidad y no merecería, por tanto, sobrevivir. El mercado capitalista apunta siempre al derrumbe de la civilización; y si aún no ha conseguido su propósito es sólo porque miles de hombres y mujeres la sostienen y apuntalan cocinando, amando a sus niños, cuidando a sus ancianos, despidiendo a sus muertos y luchando por la tierra y el fuego.