Los centros de poder y sus heraldos no cejan en la mirada cejijunta, en la voz admonitoria, insultante, hacia Cuba, donde dizque se violan los más significativos derechos humanos de ciertos personajillos a los que el pueblo suele gritar en cara –menuda conculcación– que están vendidos al mejor postor.
Postor con inocultable techo de vidrio. No en balde recientemente nuestra Cancillería se encargó de denunciar, de manera epigramática, que en los Estados Unidos –principal buscador de máculas allende sus costas– campean por sus respetos el “racismo, la xenofobia, la brutalidad policial, la tortura a prisioneros, las encarcelaciones prolongadas, el uso de cárceles secretas, el antisemitismo, el macartismo y otras formas de intolerancia religiosa e ideológica. A ello se agregan los asesinatos extrajudiciales en varias partes del mundo, y las detenciones arbitrarias y prolongadas de personas inocentes”.
Todo mientras, “sospechosamente”, la imputada isla “goza de prestigio internacional en el ámbito de los derechos humanos por los resultados que ha alcanzado en la promoción y protección de estos; por su tradición de cooperación con los mecanismos de las Naciones Unidas que se aplican sobre bases universales y no discriminatorias; y por el apoyo solidario […] a los esfuerzos de otras naciones en desarrollo para proteger los derechos de sus pueblos”.
A la médula del asunto llegamos, o nos acercamos, cuando a declaraciones tales las de Amnistía Internacional acerca de que “las autoridades de Cuba, donde todos los medios de comunicación siguen bajo control del Gobierno, continuaron limitando severamente la libertad de expresión, reunión y asociación de disidentes […], periodistas y activistas de derechos humanos […]”; cuando a afirmaciones tan rotundas, replicamos sin embozo, igualmente lapidarios, como el analista Omar Pérez Salomón -y no huelga revisitar la cita-: “En realidad, en una sociedad dividida en clases, la libertad de expresión existe para aquellos que tienen en sus manos los medios de producción; pero desde una perspectiva socialista, la verdadera libertad de expresión es para las grandes mayorías. Precisamente, los llamados disidentes, pagados por sus amos imperialistas, pretenden destruir la Revolución de las grandes mayorías”.
Lo cual está a millas de suponer una excusa para soslayar el perfeccionamiento de nuestros medios de comunicación, requerido incluso por la dirección del país –remarcadamente en el 8vo Congreso del Partido–. Es que, a no dudarlo –y comulgamos una vez más con la reflexión del filósofo cubano Miguel Limia–, la democracia socialista existe para conseguir en la práctica los enunciados que la democracia capitalista solo es capaz de contemplar en teoría. Si bien el capitalismo prometió desde su surgimiento la realización del (cacareado) Estado de derecho, ha incumplido su programa con inaudito desparpajo. En contraposición a la Atenas antigua, donde al menos los hombres libres -ni los esclavos ni las mujeres- acudían al ágora a apañárselas con los asuntos de la polis, el actual sistema lleva a niveles sumos la separación del espacio público y el privado, porque el homo economicus se refugia en su vida egoísta y delega su interés político en un “especialista”, sobre cuyo mandato solo influirá en el momento del voto.
Sin embargo, acotemos con Limia, el socialismo alcanzará su plenitud si realiza el ideal. Si asume cabalmente la democracia directa. Si empodera cada vez a más personas. Recordemos que una de las principales causas del fracaso del “socialismo real” fue el hiato, el abismo que la burocracia representaba entre las masas y el ejercicio de la política.
Cuba trabaja en ello. Pero no pequemos de incautos. Admitamos lo difícil del camino en medio del sitio imperial. Mucho más por obra y gracia de lo subrayado por Guillermo García en la digital Rebelión: “El conjunto de los derechos humanos no es inmutable ni se establece de una vez para siempre, sino que posee una dimensión y un carácter históricos, por lo que a través del tiempo se producen modificaciones e innovaciones en su concepción, interpretación y aplicación. De este modo, reflejan el grado de conciencia y de consenso logrados en un momento determinado, dando respuesta a una problemática y unas circunstancias históricas concretas, en torno al ideal de justicia social. En este sentido, las generaciones de derechos humanos constituyen no solo nuevos derechos reconocidos, sino también etapas o fases históricas en cuanto a la manera de concebir, interpretar y aplicar los derechos hasta entonces reconocidos”.
El necesario historicismo
Sí, se precisa enfocar el asunto desde un prisma historicista porque nada está dado de súbito y para la eternidad, verdad obvia sobre todo desde Hegel y Marx, aunque algunos pretendan revivir el espíritu de lo inmodificable del ser, insuflado por Parménides entre otros. Espíritu que impregna las tesis de las doctrinas liberales. Estas otorgan inamovible y privilegiado estatuto a los llamados “derechos de primera generación”, o sea, los civiles y políticos, o de libertad, aparecidos en las proclamaciones primerizas de la burguesía, entonces revolucionaria, frente a los regímenes despóticos y monárquicos.
“Así, por ejemplo -contextualiza García-, el inicial y parcial reconocimiento de la libertad de cultos fue en principio decisivo para acabar con las guerras que tomaron como pretexto la religión en la Europa renacentista. Sin embargo, en el fondo subyacían las reivindicaciones de la burguesía emergente frente a las trabas al libre comercio procedentes de los regímenes estamentales y semifeudales que se remontaban a la Edad Media, destacando el ‘sagrado’ derecho a la propiedad privada”.
Propiedad por la cual hoy se sigue empuñando la falacia de la abstención de los poderes públicos para tratar de legitimar el modo de producción capitalista, presentándolo con los abstractos términos de democracia y Estado de derecho. El estereotipo: “En su versión más democrática, los derechos civiles y políticos son oponibles a los poderes públicos y privados, así como a otros individuos, con el fin de hacer respetar la autonomía individual de cada cual”.
En un breve paneo, el articulista nos recuerda que los derechos calificados de segunda generación, en cambio, sí exigen claramente de los poderes públicos su intervención, con el objetivo de que particularmente los más pobres y desfavorecidos puedan hacerlos efectivos, pues estos carecen de los medios y recursos para lograrlos por sí solos. “Son los denominados derechos económicos, sociales y culturales, o derechos de igualdad, que fueron surgiendo a lo largo de los siglos XIX y XX impulsados por las luchas obreras frente a las duras condiciones laborales impuestas por la burguesía”.
Los de tercera generación “también han surgido tras la toma de conciencia y la movilización para lograr una mejor calidad de vida y un mayor bienestar, así como para fortalecer la convivencia pacífica. Se trata del derecho de los pueblos a autodeterminarse, frente al colonialismo y al neocolonialismo (neoliberalismo); del derecho a la paz, contra la guerra; del desarrollo para todos, contra la pobreza; de la asistencia humanitaria en cualquier parte del mundo ante situaciones de extrema gravedad (catástrofes, conflictos bélicos, etc.); de un medioambiente sano frente al deterioro grave de nuestro entorno natural, así como de la existencia de un patrimonio común de la Humanidad, natural e histórico, que debe preservarse”.
Convengamos con el analista en que, si bien se dice que los derechos de tercera generación hacen hincapié en la necesaria solidaridad o fraternidad que debe existir entre los seres humanos para hacer respetar y proteger los valores y aspiraciones que se consideran comunes a todos, esto es, universales, los tres tipos requieren de la cooperación para cristalizar. “Lo singular de cada una de las generaciones de derechos humanos no es solamente la incorporación de nuevas prerrogativas, sino también la incorporación de otros modos de concebir, interpretar y aplicar tanto los nuevos derechos como los tradicionales. Así, por ejemplo, los derechos civiles y políticos (primera generación) no deben interpretarse y aplicarse de manera individualista y exclusivista, tal como plantean las doctrinas liberales clásicas y neoliberales, sino que deben ser compatibles con los derechos de segunda (derechos económicos, sociales y culturales) y de tercera generación (derecho a la autodeterminación, a la paz, al desarrollo, a un medioambiente sano y al patrimonio común de la humanidad)”.
Porque la libertad, la igualdad y la solidaridad son conceptos tan entrelazados, que no se pueden entender ni hacer cuajar aisladamente. Por supuesto que pretender lo contrario, es decir, interpretar antagónicamente uno de ellos respecto de los otros (verbigracia, la libertad contra la igualdad y la solidaridad) constituye una de las características de las doctrinas liberales y neoliberales. “Así, mientras una minoría privilegiada pregona las excelencias de la libertad individual, principalmente la de enriquecerse sin límites, otra parte de la humanidad, mucho más numerosa, carece de lo más mínimo para poder vivir dignamente”.
Entretanto, Cuba se está adentrando en una lógica de misiones constructivas, en aras de proporcionar más amplio espacio al primer conglomerado de derechos humanos -la libertad de viajar, la creciente iniciativa económica personal…-. Sin olvidar, insistamos, que el conjunto de los fueros que nos ocupan está lejos de la inmutabilidad. Que estos no se establecen de una vez por todas y se van alcanzando colectivamente, en una lucha cuyos frutos dependen también, en privilegiada medida, del ámbito exterior. Por cierto, ¿cuándo nos van a levantar el cerco económico, comercial y financiero, ese mayúsculo atropello?