El franquismo, además de ser una de las dictaduras más criminales que ha conocido Europa durante el siglo XX y la única tiranía del continente que no tiene encausado ni condenado a ninguno de sus artífices o colaboradores, fue un régimen esencialmente corrupto. No es que se diesen esporádicamente casos de cohecho, malversación de caudales […]
El franquismo, además de ser una de las dictaduras más criminales que ha conocido Europa durante el siglo XX y la única tiranía del continente que no tiene encausado ni condenado a ninguno de sus artífices o colaboradores, fue un régimen esencialmente corrupto. No es que se diesen esporádicamente casos de cohecho, malversación de caudales públicos, prevaricación, robo o asesinato, es que todo eso, junto a una brutal represión física y psicológica, era su sustancia vital. En tal caldo de cultivo, se educaron durante décadas miles de personas que aprendieron a la perfección como se podía vivir sin tener el más mínimo sentido de la ética ni de la estética, siempre, por supuesto, con la bendición de la santa, apostólica y romana iglesia católica, que nunca vio pecado en ninguna de las fechorías cometidas por aquellos canallas, sino que las cubrió con su manto «inmaculado» y sus bendiciones sobrenaturales.
Muerto el perro, no se acabó la rabia. El perro murió en la cama y todas las estructuras internas del régimen quedaron intactas, engrasadas para seguir funcionando durante muchos años más. Es comprensible, dada la correlación de fuerzas existente y la difícil coyuntura económica, que durante los años siguientes al deceso del tirano, las organizaciones políticas democráticas -aunque pregonasen lo contrario- se viesen abocadas a buscar un pacto con quienes seguían teniendo el poder verdadero, lo que es difícil de entender es que después del golpe de Estado de 1981, esas componendas siguiesen en vigor y que la llamada transición se convirtiese en algo que nada tenía de transitorio sino que había llegado para quedarse, de tal modo que hoy, políticos que habrían ocupado los más altos cargos durante el franquismo de haber seguido vivo el perro, que habrían prolongando sin pudor alguno aquel régimen infame, ostentan cargos de representación popular y han impuesto sus formas y su moral amoral a buena parte de la clase política y de la sociedad en general. Para muestra sólo hay que recordar el enfervorizado apoyo popular que han recibido muchos alcaldes de pueblos y ciudades de todo el Estado encausados por corrupción, hecho insólito en cualquier democracia que se precie de serlo.
La corrupción sólo se cura con educación, con la inoculación dentro de las conciencias de un sentido ético de la vida que sirva tanto para la actividad pública como para la privada. Sin embargo, no cabe engañarse, el capitalismo también es un sistema esencialmente corrupto porque busca sólo y exclusivamente maximizar beneficios mediante la explotación del hombre por el hombre, cosa que se consigue únicamente desde la amoralidad. Si a ese carácter fundamental del capitalismo, que en mayor o menor medida afecta a todos los Estados del mundo, sumamos la herencia del franquismo y los pactos de la transición, el resultado no puede ser más descorazonador: Bajo el paraguas de una democracia formal, actúan libremente miles y miles de personas, entre las que descuellan quienes manejan los resortes del poder real que no es otro que el del dinero, que jamás han creído ni en la democracia, ni en la igualdad, ni en la justicia ni en el Progreso, que aceptaron los cambios acaecidos a finales de los setenta porque lejos de ver peligrar sus privilegios, atisbaron una oportunidad de oro para acrecer sus fortunas y consolidar las posiciones logradas tras la victoria de los golpistas de 1939. Así y sólo así, sin el menor temor a lo por venir, los prebostes del franquismo se convirtieron de la noche a la mañana en demócratas de toda la vida, en constitucionalistas acérrimos, en la avanzadilla del capitalismo neoconservador. Para ello, sólo tuvieron que despojarse -a veces ni eso- de sus viejas camisas y darle un pequeño cambio al fondo de armario.
Desde hace meses, asistimos sin demasiada sorpresa al procesamiento o imputación por delitos de corrupción de cargos públicos de todas las tallas elegidos por la ciudadanía para el «buen gobierno». Sin duda, es el Partido Popular, heredero directo del franquismo -al que por cierto, y como es natural, se niega a condenar- el más afectado, hasta tal extremo que en una democracia avanzada correría serio riesgo de desaparecer víctima del hedor que sale de sus salones y que se extiende por los cuatro puntos cardinales del Estado. Pero no es el único, el resto de partidos, en menor medida, también están implicados en casos que denotan la ausencia total de ese sentido ético que afirmábamos imprescindible para la cualquier aspecto de la vida. Puede que en unos casos sea algo general y en otros sólo el resultado de acciones individuales, puede ser, pero lo cierto es que no es lícito dar por buenos los hábitos de un régimen repugnante como el franquista, convivir con sus herederos, compartir almuerzos, asistir a las instituciones con ellos y salir incólume: Al final, irremediablemente, se produce el contagio. Personalmente, no me escandalizan lo más mínimo las actuaciones de la Fiscalía Anticorrupción ni las detenciones de cargos públicos electos, es más creo que eso es un ejercicio de salud democrática, de salud pública, que hay que apoyar con todo el entusiasmo de que cada cual estime, lo que me escandaliza y subleva es que a Manuel Fraga Iribarne, franquista, le sigan llamando Don Manuel, que el principal partido de la actual oposición se haya negado una y otra vez a condenar el genocidio franquista, que herederos de aquel régimen ilegal estén infiltrados en todas las Administraciones Públicas y en los Consejos de Administración de las grandes empresas, que los jueces franquistas puedan declararse en huelga, que existan los jueces franquistas, que la Iglesia Católica reciba más de un billón de pesetas anuales y siga inmiscuyéndose en los asuntos terrenales que nada le importan, que el gobierno no sea capaz, de una vez por todas, de denunciar el Concordato y los acuerdos con el Estado vaticano, que los albertos -franquistas dónde los haya-, vean como los delitos de que se les acusa prescriben una y otra vez con una sonrisa de oreja a oreja, que los medios de comunicación convencionales no tengan más ideología que la que dimana de sus relaciones con el poder y su cuenta de resultados, que se intente desinformar al pueblo hasta convertirlo en un ente amorfo fragmentado sin ideas propias ni capacidad para valorar lo que ocurre por sí mismo, que ese pueblo desorientado termine por caer en el berlusconismo arrastrado por los que pregonan una y otra vez que todos son lo mismo, que da igual, que lo que hace falta es un gobierno con autoridad, es decir, con cojones, que acabe con toda esta putrefacción de un plumazo, ignorando que esos gobiernos con autoridad, que las demandas de autoridad suelen acabar con un señor con gorra y muchos fusiles sentado en lo más alto del poder.
No, no da lo mismo todo, ni todos son lo mismo, ni la democracia burguesa, por podrida que esté, es equiparable al régimen fascista español. Ni mucho menos. Basta ya de confundir al personal. Alguien, con nombres y apellidos, ha mandado levantar las alfombras y que salga a la luz pública toda la mierda acumulada durante treinta años de democracia. Es una decisión loable, encomiable y peligrosa por las consecuencias que puede tener en el ánimo de la ciudadanía, por las derivas electorales insospechadas que puede -¡ojalá me equivoque!- acarrear. Pero con ser una decisión valiente, no basta, pues los tumores, cuando no se arrancan de raíz, vuelven a reproducirse. Aquí, y no hago ninguna diferencia de territorios, es necesario romper de una vez para siempre con las herencias de la tiranía franquista, con sus hábitos envenenados, cortar amarras con las ataduras herrumbrosas de la transición, abrir las ventanas, quemar la ropa sucia en la plaza pública, llenar las cárceles de chorizos de guante blanco e imponer, mediante la educación y la justicia, un código de conducta basado en la ética republicana de nuestros mayores, una ética que anteponga al interés personal, la vocación incorruptible por servir al pueblo.
Pedro L. Angosto.
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