En América Latina, la herencia, como institución que permite la transferencia de bienes de una generación a otra, ha merecido estudios desde el campo jurídico más que desde la sociología política o la historia económica.
Se la ha tratado como un asunto relativo a la familia y el patrimonio. Por causa de muerte, los herederos, definidos por la ley, pueden recibir aquel patrimonio que durante su vida generó el causante. Cada legislación crea las condiciones en que tal transmisión ocurre. Y el tema, que tiene sus complejidades en el campo jurídico, se vuelve incluso de enorme significación cuando hay “problemas de herencia”. De todo ello existen materiales vírgenes por investigar en las notarías y en los juicios, porque tanto los procesos como las sentencias proporcionan luces para entender la evolución de los sistemas de herencia. Los registros municipales de la propiedad también son fuentes a través de las que se puede rastrear el movimiento de los bienes inmuebles. Pero la tradición del derecho no ha avanzado a la perspectiva económica y social, que conviene examinar.
De manera general, el punto de partida es la época colonial, pues con ella se inició la apropiación privada de bienes y la acumulación de patrimonios entre las elites de la clase criolla. Las riquezas familiares, sobre todo cuando se trataba de tierras y concertajes de indios (derivados de las antiguas encomiendas), fueron celosamente garantizadas entre los propietarios y transmitidas a los hijos. Ello dio origen al mayorazgo, una institución en virtud de la cual los bienes del causante (padre) eran heredados exclusivamente por el hijo mayor, aún si existían otros varones en la familia y, además estaban excluidas las mujeres. Esta norma se rompía cuando el causante ordenaba otra sucesión, lo que resultaba un asunto excepcional. Los otros hijos, en una familia ampliada, nada recibían y si no forjaban su propia carrera como militares, sacerdotes o abogados, quedaban dependientes del mayor, mientras las mujeres, casi condenadas a la vida doméstica, también podían vivir o servir al hermano mayor, casarse, una vez otorgada una buena dote, o dedicarse al servicio religioso. Así fue el sistema que permitió preservar en la “nobleza” a familias que no solo transmitieron bienes (particularmente haciendas y estancias), sino la dominación social y la indudable influencia política.
A pesar de las independencias y la inmediata formación de las repúblicas latinoamericanas, el mayorazgo subsistió por décadas y normalmente fue abolido por las conquistas liberales y la implantación de los códigos civiles, que se generalizaron a partir del Código Civil chileno, expedido en 1855, y que fuera preparado por el célebre intelectual venezolano/chileno Andrés Bello (1781-1865), sobre la base del Código napoleónico francés. Pero la tradición cultural se había impuesto, de modo que en pleno siglo XX todavía los valores terratenientes se conservaban entre familias conservadoras.
A consecuencia de los gobiernos liberales, que impulsaron transformaciones decisivas para superar las tradicionales sociedades conservadoras latinoamericanas, se generalizaron los derechos individuales, se promovió la igualdad jurídica de las mujeres y fueron reformados los sistemas de herencias, legados y donaciones. Eso no impide observar que, durante la vida republicana, la riqueza sobre patrimonios heredables, se originó en múltiples procesos de acumulación privada, ampliamente estudiados por la ciencia social latinoamericana, en los que siempre está presente la apropiación del valor socialmente creado. Las herencias, en todo tiempo, han reforzado la transmisión de poderes económicos.
La necesidad de construir economías que transformen las realidades del capitalismo, determinó que, durante el siglo XX, se impongan sistemas de impuestos a las herencias. Siempre fueron tibios y muy bajos, así es que las capas ricas podían eludirlos. Sin embargo, en la América Latina contemporánea, ante la agudización del conflicto social entre dos modelos de economía, el empresarial-neoliberal, de una parte y el de economía social, de otra, el enfoque sobre las herencias se ha modificado radicalmente. Las elites del poder económico y los gobiernos que las representan, buscan debilitar los impuestos directos y reaccionan contra los intentos por radicalizar el impuesto sobre las herencias, que consideran una confiscación a los patrimonios familiares supuestamente construidos por antecesores visionarios y emprendedores. En cambio, los sectores y gobiernos que se identifican con las economías sociales, han afirmado posiciones en torno a la necesidad de imponer mayores y más fuertes impuestos directos y, sin duda, aplicarlos a las herencias.
Desde las perspectivas teóricas, trabajos como El Capital en el Siglo XXI (2013), del economista francés Thomas Piketty, han ocasionado un revuelo mundial. Piketty demostró cómo se ha reconcentrado la riqueza en el mundo (en el 1% de la población), al mismo tiempo que ha destacado la redistribución que puede lograrse con los impuestos y específicamente hace referencia al de herencias. En América Latina existen múltiples estudios de la CEPAL, incluso anteriores al de Piketty, que han comprobado la abismal concentración de la riqueza que distingue a la región e igualmente plantean el avance a un nuevo modelo de desarrollo que considere el fortalecimiento de las capacidades estatales y la acción redistributiva de los impuestos directos, entre los que se ubica el de herencias, que solo afecta a los segmentos altos de las sociedades latinoamericanas.
Un cuadro completo del impuesto a las herencias en América Latina podría ayudar a comprender el problema. Adicionalmente debe considerarse que el desempleo y la informalidad bordean el 60%, de modo que las herencias se vinculan a la posesión de patrimonios con alguna significación. Y la pandemia del Covid-2019 aumentó el número de pobres en la región (22 millones más solo en el año 2020) al mismo tiempo que, paradójicamente, crecieron los multimillonarios y aumentaron las ganancias en diversos sectores (en Ecuador, la banca y otros servicios). Sin embargo, los ricos latinoamericanos apenas pagan una tasa de impuestos que promedia el 5.6% (CEPAL), aunque en varios países desciende hasta el 1% (https://bit.ly/2VlDmJi) Estamos lejos de lo que ocurre en Europa e incluso en los EEUU. En Japón el impuesto sobre herencias alcanza el 55%. Y en América Latina se ha vuelto imposible que los ricos y los grandes empresarios comprendan la necesidad de los impuestos para que los Estados cuenten con recursos para afirmar los servicios básicos a todos los ciudadanos.
El presidente de Ecuador, Guillermo Lasso, anunció que suprimirá el impuesto a las herencias. Argumentó que “No genera nada para el Estado” (es bajo, ciertamente, pero se recaudaron 30 millones de dólares entre enero y julio de 2021) y agregó: “El más modesto de los ecuatorianos es dueño de un terrenito, es dueño de una casa, es dueño de un barco pesquero, es dueño de una finca. ¿Y qué es lo que quiere? que el esfuerzo de su vida llegue a sus hijos, no al Estado” (https://bit.ly/3yJMDsj). Sin embargo, de acuerdo con las informaciones públicas del Servicio de Rentas Internas (SRI), se aplica una tabla para el cobro del impuesto (2020) a las herencias, legados y donaciones (https://bit.ly/3kSJ7H1), según la cual, nada se paga si se recibe menos de US$ 72.090,01; y va subiendo el impuesto desde el 5% hasta el 35% que se paga al recibirse desde US$ 865.113,01 en adelante. Es evidente que el impuesto a las herencias no afecta a los sectores populares. En cambio, queda muy claro quiénes se benefician con la supresión del impuesto a las herencias en Ecuador.
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