El coronel Gadafi fue un hombre intermitentemente malo, de extraños atavíos y costumbres. El malómetro registró enormes oscilaciones que van desde malo-muy-malo hasta aliado pasando por amigo extravagante. El sátrapa, con el paso de los años, fue ganando en realismo y conocimiento de la moderna economía, si bien, según parece, no lo suficiente: como se […]
El coronel Gadafi fue un hombre intermitentemente malo, de extraños atavíos y costumbres. El malómetro registró enormes oscilaciones que van desde malo-muy-malo hasta aliado pasando por amigo extravagante. El sátrapa, con el paso de los años, fue ganando en realismo y conocimiento de la moderna economía, si bien, según parece, no lo suficiente: como se puede deducir de un artículo de Pere Rusiñol, «El gran negocio de Libia» (Público, 03/04/2011), a pesar de su intención privatizadora, el Coronel y su entorno no parecían comprender las nuevas dinámicas del colonialismo sin colonos, las apremiantes necesidades de Bechtel, Exxon, Gazprom, PetroCanadá, Eni o Repsol-YPF. Probablemente, en manos del dictador, Libia no era una sociedad suficientemente abierta: había que despatarrarla.
La comprensión de esta guerra civil y rebelión popular e intervención imperialista (discernir en qué grado y con qué nivel de causalidad se ha dado cada uno de estos procesos es algo que no me atrevería a sugerir), más allá de las psicopatías de los tiranos (los líderes democráticos, sin embargo, gozan, por el mismo hecho de ser líderes democráticos, de una indudable salud mental), tendría que poner en juego solventes conocimientos de historia y economía, de colonialismo y descolonización, de modernización, de crecimiento de clases medias, de generalización de la educación y las expectativas, de frustración y paro juvenil, de exigencias de redistribución y democratización.
Nuestro propósito en estas líneas quiere llamar la atención sobre otro aspecto. Lo repugnante, lo atroz, lo monstruoso del hecho, no ha sido el linchamiento de un Gadafi ya muñeco, puesto en bandeja desde el ámbito celestial, aséptico, civilizado, del bombardeo. El linchamiento es lo normal. Dejando de lado la obscenidad de los discursos de sus antiguos business partners y las apelaciones a los derechos humanos, lo que hace que se le detenga a uno la sangre es, a 8.000 kilómetros de Sirte, lejos del sudor, el polvo, el odio y el miedo, la risa de Hillary. «Vinimos, vimos, y el murió». En efecto, gracias a la tecnología, literalmente, hay miradas que matan. Te sientas ante la pantalla, haces «clic», y aparece todo el horror del mundo para que tú lo veas.
En la genial e insoportable película de Pasolini, Saló o los 120 días de Sodoma, la infernal secuencia de humillaciones, violaciones, torturas y asesinatos, es coronada, en el vértice del sadismo de los Señores, por el deseo de sentarse a mirar. Los verdugos bailan o juegan indiferentes a las cartas, y los Señores miran a través de la ventana.
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