«Hay claras y notorias conexiones entre la calidad de una cultura y la calidad de su sistema educativo.» Raymond Williams, La larga revolución (1961), Ed. Nueva Visión, 2003 La verdad ha dejado de ser revolucionaria, dice mi nieta Lola, mientras preparamos café. La verdad es incómoda, incorrecta y acaba descalificada por donde aparece, continua. En […]
«Hay claras y notorias conexiones entre la calidad de una cultura y la calidad de su sistema educativo.»
Raymond Williams, La larga revolución (1961), Ed. Nueva Visión, 2003
La verdad ha dejado de ser revolucionaria, dice mi nieta Lola, mientras preparamos café. La verdad es incómoda, incorrecta y acaba descalificada por donde aparece, continua. En realidad, abuela, estoy un poco harta de la verdad. Antes la asociaba con la democracia, la igualdad y la justicia: ahora ya no. Me muerdo la lengua para no responder a lo de «abuela» (tengo nombre y lo sabe) y pienso mientras enciendo un pitillo (no debería). El siglo XX, corto o largo, según los autores, es el siglo de las muertes violentas y la falsedad: el siglo de la construcción de la mentira como discurso oficial del capital; el siglo -tras la segunda guerra mundial- del relato organizado de la felicidad, apoyado en la publicidad y otros medios afines, dentro de un sistema de opresión. Parece mentira cómo puede sustentarse una farsa tan evidente -la explotación en cualquier relación laboral y la infelicidad permanente, por ejemplo- bajo el manto del consumo y las plastificadas sonrisas de las maniquíes. El cambalache del siglo XX es haber transformado la realidad en algo con apariencia de realidad, creada a la medida de las multinacionales, los paraísos fiscales y los paraísos artificiales (reflejados en innumerables escaparates). El ser que inaugura el mundo a partir de 1950 comparte con las instituciones políticas unos determinados valores que no son producto del consenso social, ni siquiera de una constitución. Son las líneas maestras de un programa acelerado de consumo en el cual la obsolescencia programada sería el catalizador del proceso. De la idea del producto o valor de calidad que resistía el paso del tiempo, hemos pasado a la fugacidad, la inmediatez. Una sociedad que no analiza la razón de las cosas y no arregla, tira y compra, es una sociedad condenada a la ruptura con su pasado, con su historia, y por extensión, incapaz de trascender un presente fugaz: la suma de individualidades, créditos y tarjetas.
Aquello que se denominó pensamiento único o pensamiento dominante (el fin de la Historia), ha terminado por imponerse con sutileza como el relato omnicomprensivo, cargado de lugares reconocibles para los individuos, posadas en el camino, reposo; un espacio de palabras y sentimientos donde las ideas y los comportamientos responden al patrón de la corrección y la impostura, y la verdad, innecesaria, ha quedado suspendida, entre paréntesis. Los ejemplos son variados y se pueden encontrar en las obras de autores como Pascual Serrano (circunscritos a la prensa), Christian Salmon (referidos a la armonización de los relatos triunfadores), Naomi Klein (mundo laboral, relaciones de explotación), o Eva Illouz (emociones fabricadas), entre otros. Sigo con mi pitillo. Lola llena las tazas y me mira. El abismo generacional que nos separa no impide que lleguemos a la misma conclusión, quizá, por caminos diferentes: la verdad, entendida como adecuación de la descripción o interpretación de un referente real, ha desaparecido de la voz del mundo. Tienes razón, le digo, pero si perdemos el sentido de la realidad, es decir, la verdad, ya no sabremos ni cómo nos llamamos: el futuro será el nickname: alia nomine cognitu. Y habitaremos el lugar de los hombres sin identidad, sin historia.
Lola sonríe y desaparece. Enciendo el segundo pitillo de la mañana (dos o tres diarios es la prescripción de un médico amigo). Al cabo de un rato reaparece duchada y vestida: mochila en mano, pantalón vaquero, zapatillas deportivas, camiseta de tirantes y pañuelo al cuello. Me pregunto para qué querrá el pañuelo con este calor. Su beso de despedida es eléctrico, con prisa de huracán, con la urgencia de la gente que no quiere perder el curso de su historia y que sabe, sin saberlo, con Zinn, que nadie es neutral en un tren en marcha: somos responsables. Sobre la mesa del comedor, periódicos, un par de novelas leídas a medias, un cuaderno de notas, dos lápices y un jarrón repleto de margaritas. Intento discernir, jugando, cuánto de real hay en los objetos descritos. Me canso. La fenomenología siempre fue, salvo geniales excepciones, una corriente filosófica aburrida. Vuelvo a lo mío, al apocalíptico siglo XX y al país sin memoria que nos acoge. Un lugar de desarrollo urbanístico imposible, comprensible, solo, a la luz de la especulación, tapizado de relaciones laborales de explotación (salarios bajos, discriminación de la mujer), y desinterés público por la educación -eje cartesiano de la virtud y la responsabilidad ciudadana- sometida, además, a los criterios contables de eficacia y eficiencia. La educación como materia olvidada: de la iglesia y sus falsedades de púlpito, a los falsos laicos y sus falsedades de salón. Mientras sigamos ignorando quiénes somos y no recuperemos hasta las leyendas, la anomalía salvaje española, por decir con Antonio Negri, será nuestra seña de identidad. Un sitio tan estrafalario y pintoresco, a ojos ajenos y propios, como el toro de Manolo Prieto sombreando las carreteras o el ejército que camareros que corre, atolondrando, delante o detrás, qué más da, de una paella.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.