La reconocida filósofa marxista Ellen Meiksins Wood reseña con la perspicacia y profundidad que le son habituales el reciente libro de Quentin Skinner sobre Hobbes (Hobbes and Republican Liberty, Cambridge, 245 pp, £12.99)
Quentin Skinner se pregunta cómo es posible que una tradición completa de pensamiento político -incluida la concepción de libertad más influyente en la teoría política anglófona del último medio siglo- no haya sido capaz de captar la entera gama de condiciones capaces de limitar nuestra libertad de acción. Una pregunta razonable, podríamos pensar, válida no sólo para la influyente concepción de libertad «negativa» de Berlin, opuesta a la «positiva», sino también para la tradición liberal en su conjunto. Sin embargo, la propia concepción de libertad de Skinner no es inmune a este complejo interrogante.
La disputa entre republicanismo y liberalismo ha sido moneda corriente en la teoría política anglo-americana, y no hay quien haya contribuido más que Skinner -una figura hegemónica en el estudio del pensamiento político- a promover la tradición republicana. Skinner cuestionó la concepción negativa de libertad de Berlin sin llegar a sostener un concepto positivo, sino mediante la contraposición entre la versión liberal de libertad negativa y otra que él llama la idea «neo-romana». Hobbes siempre fue su principal villano. Para Skinner, Hobbes es el filósofo que reemplazó de manera sistemática la concepción «neo-romana» -o republicana- de ciudadanía libre por una noción restrictiva de libertad, que no es más que la ausencia de impedimentos externos a la acción. Esta transformación teórica fue deliberada y tuvo un designio polémico en un momento histórico particularmente turbulento.
En su reciente libro, Skinner analiza con escrupuloso detalle los sucesivos retoques y mejoras experimentados por las ideas hobbesianas sobre la libertad a medida que progresaba la Guerra Civil Inglesa. Su descripción de Hobbes es lúcida, elegante y -por decirlo en sus propios términos- persuasiva. Skinner busca realmente dar sentido a Hobbes -y a cualquier otro pensador político-, pero sin ubicarlo en los debates apremiantes de su época y lugar. A medida que avanza el argumento, sin embargo, las limitaciones de ese proceder van haciéndose evidentes. Frente al trasfondo de la narrativa histórica de Skinner, su asombro ante la insensibilidad de otros respecto de muchas de las condiciones que se atraviesan en el camino de la libertad resulta desconcertante. Cabría plantearle la misma objeción al propio Skinner, y no sólo porque su solución «republicana» es en sí misma igualmente restrictiva, sino, más en general, porque el mundo político y el espectro de los debates políticos en él registrados se presenta de manera asombrosamente limitada.
Según Skinner, la esencia de la idea «republicana» de la libertad como ausencia de dependencia es que la mera presencia de un poder arbitrario -independientemente de si se ejercita o no de manera tal, que limite efectivamente la libertad de acción- es suficiente para transformar el estatus de los hombres libres en esclavos. Con otras palabras, la libertad puede perderse incluso en ausencia de una interferencia real. La mera existencia de un poder arbitrario – independientemente de que pueda ser ejercido de manera benigna o permisiva- reduce a los hombres a la servidumbre; y los individuos libres sólo pueden existir en estados libres. Las raíces de la idea republicana se remontarían a la Roma antigua y al resurgir del republicanismo en el renacimiento italiano. Skinner argumenta que una idea similar a esta concepción de lo que significa ser un hombre libre resultó especialmente preponderante en la Inglaterra de 1640, en oposición a los derechos discrecionales -y por lo mismo, arbitrarios- dimanantes de los privilegios reclamados por la Corona, y que de aquí habría resultado el republicanismo clásico de los escritos de Milton, James Harrington y Algernon Sidney.
Skinner afirma que las tres obras principales de filosofía política de Hobbes (The Elements of Law, De Cive y Leviathan ) fueron pensadas en abierta confrontación con los escritos parlamentaristas y radicales. A medida que progresaba el conflicto entre el Parlamento y la Corona y que sus propias circunstancias fueron cambiando, Hobbes refinó y modificó sus argumentos. Elements no se publicó hasta 1650, pero circuló de manera privada en 1640, cuando finalmente Carlos I convocó al Parlamento por vez primera en 11 años, mientras los miembros del Parlamento corto vociferaban ferozmente denunciando los ataques a la libertad por parte del rey. A finales del mismo año, Hobbes huyó a París temiendo que sus posiciones absolutistas lo pusieran en peligro. Habría permanecido autoexiliado durante 11 años. La revisión de sus Elements fue publicada en 1642 en París, y en 1647 se publicó una nueva versión revisada y más extensa bajo el título de De Cive. La derrota final y ejecución del rey en 1649 fue lo que llevó a Hobbes a escribir Leviathan. Era una obra, escribía Hobbes, «de lucha a favor de todos los reyes y de todos aquellos que -bajo el nombre que fuera- detentan derechos reales»; un objetivo que, como demuestra Skinner, podría servir fácilmente tanto para Cromwell como para los reyes hereditarios. Habiéndose resignado aparentemente a Cromwell, Hobbes regresó a Inglaterra en 1651.
En Elements, Hobbes desarrolló su argumento en defensa de la soberanía absoluta, intentando demostrar que deriva de una sumisión voluntaria e incondicional de los individuos que persiguen su propio bien; pero nunca definió claramente la libertad.
En De Cive, a fin de oponerse al argumento «republicano», según el cual la sola existencia de un gobierno absoluto o arbitrario convierte al hombre en un mero siervo, Hobbes ofreció una definición clara y simple de libertad: «no es otra cosa que la ausencia de impedimentos al movimiento». Con todo lo absoluto que el poder soberano pueda ser, nuestra sujeción a un poder tal no es equivalente a convertirse en un siervo. Finalmente, en Leviathan, Hobbes ya no definió la libertad como mera ausencia de impedimentos al movimiento, sino como ausencia de impedimentos externos. Según Skinner, fue éste un «momento de gran significado histórico». A partir de aquí, Hobbes ya era capaz de distinguir entre libertad y poder, cosa que no le era posible en Elements y De Cive: la ausencia de impedimentos para la acción, por un lado, y la capacidad de actuar, por el otro. Los impedimentos intrínsecos o las restricciones -como el temor que lleva a la sumisión- pueden quitarnos nuestro poder, pero sólo los obstáculos externos nos privan de nuestra libertad. Y esto es un hito en la teoría moderna de la libertad, porque Hobbes fue el «primero en responder a los teóricos republicanos, al ofrecer una definición alternativa en la cual la presencia de libertad se construye como ausencia completa de impedimentos en lugar de ausencia de dependencia». Su heredera en nuestros días sería una tradición de pensamiento político insensible a los variados obstáculos que se atraviesan en el camino de la libertad humana, especialmente la tendencia de la servidumbre a generar sumisión, la cual, en sí misma, es un impedimento a la libertad de acción.
La insistencia de Skinner en mostrar que Hobbes estaba respondiendo a las disputas de su tiempo es incontestable, y resulta convincente su reiterada oposición a los críticos que no ven cambios significativos en el progreso de las ideas políticas de Hobbes. Hay algunos toques particularmente hermosos en su discusión de la imaginería visual, incluido el famoso y emblemático frontispicio del Leviathan. El problema es que la tesis central de Skinner sobre la disputa de Hobbes con el concepto «republicano de libertad» no es capaz de decirnos casi nada de lo que Skinner pretende. Y hasta es posible que disfrace más de lo que revele sobre los argumentos críticos de Hobbes y los argumentos de sus adversarios.
El mismo calificativo de «republicano» (o, en el mismo sentido, de neo-romano) ofrece ya una visión harto limitada del alcance del debate político en la época de Hobbes, y más aún de los obstáculos que se ofrecen a la libertad, entonces y ahora. Más importante aún: Skinner dice poco sobre el amplio espectro de opiniones parlamentarias, o sobre unas divisiones dentro del Parlamento que, tanto desde el punto de vista teórico como desde el punto de vista práctico, no fueron menos profundas que el antagonismo entre el rey y el Parlamento. Y no se trata simplemente de un problema de interpretación teórica. Se trata del modo en nosotros vemos ese momento histórico; un horizonte histórico demasiado angosto puede embotar nuestra sensibilidad para percibir problemas políticos de la mayor urgencia, entonces, claro, y cuandoquiera..
Cuando los Estuardos se embarcaron en su proyecto absolutista, las clases dirigentes inglesas seguían comprometidas con una inveterada colaboración entre el Parlamento y la Corona que les había resultado provechosa a pesar de algunos momentos de tensión; no había en Inglaterra ni vocación ni base social para un absolutismo de estilo continental. Por mucho, el grueso de la opinión dominante -en el Parlamento, no menos que en el país- se ubicaba en un amplio espectro opositor a los gobiernos absolutos y arbitrarios, o al menos, contrario a un gobierno monárquico parlamentariamente inapelable. En vísperas de la guerra civil -hasta bien entrado 1641-, las clases parlamentarias en general seguían oponiéndose a lo que hacía el rey, y una mayoría parlamentaria considerable apoyó el programa legislativo radicalmente antiabsolutista, incluidos los ataques a la iglesia anglicana en los meses anteriores.
Sin embargo, ya había otras fuerzas en juego, capaces de romper esa unanimidad. Durante el reinado de Jacobo I acontecieron cambios significativos, no sólo en relación con el extensión y la naturaleza del electorado inglés, sino también en lo tocante al papel político desempeñado por la «multitud». La inflación hizo que las calificaciones ligadas a la propiedad básica resultaran menos exclusivas, y eso ensanchó la base social del electorado; pero la expansión de tal franquicia también se convirtió en un asunto político. La gentry [nobleza media y baja y, en general, los hombres libres propietarios de tierra; T.] se hizo más consciente de las ventajas políticas que supondría la movilización del pueblo, tanto en lo tocante a sus propias rivalidades internas como en lo atinente a sus desacuerdos con la Corona. Puede haber habido retrocesos en las décadas siguientes (no menores que con Cromwell) en ese compromiso oportunista a favor de un sufragio más amplio, pero entre 1621 y 1628, los Comunes votaron repetidamente para extenderlo. Asimismo, las elecciones fueron impugnadas de manera creciente. En 1640, J.H.Plumb escribió: «la situación en los condados y en los municipios cambió hasta hacerse irreconocible desde los tiempos isabelinos, y hemos asistido al nacimiento de una nación política, pequeña, parcialmente controlada, pero incompatible ya con la voluntad de la gentry«.
La movilización popular no se limitó al sufragio. En 1640, el pueblo tomaba las calles de manera creciente. Los primeros actos del Parlamento largo en otoño de ese mismo año fueron saludados en Londres con manifestaciones de alegría por grandes multitudes. En diciembre, 15.000 personas firmaron la Petición «Root and Branch», que exigía la abolición del episcopado, y varios centenares llevaron la petición a la Cámara de los Comunes. Una semana más tarde, se acusó de traición al Arzobispo Laud. A partir de ese momento, el pueblo tomó las calles con regularidad, y en enero de 1641 había disturbios populares en Londres prácticamente a diario. La ejecución del Conde de Strafford en el mes de mayo fue, en gran parte, producto de la presión de la multitud, que veía al conde como un característico representante de la monarquía absoluta. A finales de ese año el Parlamento expidió su Gran Memorial de Agravios (Grand Remonstrance) con una lista de quejas contra el rey -más de doscientas- redactadas en términos provocativos. Lo que hizo que el Memorial resultó especialmente ofensivo fue su inconfundible intención de apelar de manera directa a la gente de fuera del Parlamento con el objetivo de movilizar el sentimiento popular en contra de la Corona.
Fue ésta una nueva manera de hacer política y, como queda claro en los debates parlamentarios, tanto el calculado llamamiento al pueblo llano, como la propia substancia del Gran Memorial de Agravios fueron parte evidente en la transformación pro-monárquica de algunos parlamentarios. El malestar creciente puede advertirse en Sir Edward Dering, que se había puesto de parte del pueblo en la ejecución de Strafford. «Cuando por primera vez supe del Memorial de Agravios, muy pronto yo mismo imaginé que como fieles concejales debíamos sostener un velo ante su majestad: pensé presentar ante el rey los perversos consejos de los concejales; las inquietas turbulencia de los papistas prácticos….No soñé que debíamos realizar un memorial de agravios para los de abajo, contar historias al pueblo y hablar del rey como si se tratara de una tercera persona.
El Gran Memorial de Agravios demostró ser el punto de inflexión mayor en la creación de una facción monárquica significativa. Pero no fue la primera vez -ni la última- que los ansiosos miembros del Parlamento expresaron sus temores ante la movilización popular. Antes de Dering, Sir George Digby, todavía un activo antimonárquico en 1640, cambió de posición. El papel de la «multitud» que llevó la Petición Root and Branch al Parlamento no fue su preocupación menor. Previno a la Cámara contra la movilización de asambleas populares irregulares y tumultuosas, cualesquiera que fuera la calificación que pudieran merecer sus propósitos: «… el hombre menos avezado en historia y en la comprensión de la naturaleza conoce el peligro de agitar a una multitud genuina o pretendidamente excitada… ¿Qué mayor presunción puede haber que la de una multitud dispuesta a enseñar al Parlamento qué es y qué no es el gobierno de acuerdo con la palabra de Dios?».
La deserción al campo monárquico de los parlamentarios más alterados trajo consigo el que la causa parlamentaria quedara en manos de los más afectos a las movilizaciones populares. Ello es que, en el curso de la Guerra Civil, hasta los elementos más radicales resultarían divididos a causa de la amenaza de la multitud política. El punto culminante llegó en 1647, y sus implicaciones para el desarrollo del pensamiento político moderno fueron harto más importantes que las transformaciones teóricas que Skinner atribuye a Hobbes.
Para entonces, el nuevo modelo de Ejército diseñado por Cromwell y sus seguidores no sólo resultó ser una eficaz máquina militar, sino que pasó a ser también una fuerza política militante. El ejército en sí mismo se convirtió en una tenaza de contención dentro del campo parlamentario, y dentro del mismo Parlamento hubo esfuerzos por disolverlo. En la crisis sucesiva surgió un conflicto entre los grandes del ejército -encabezados por Cromwell y su yerno Herny Ireton- y los elementos radicales de la tropa, influidos por las ideas de los Levellers, de los «niveladores». Los radicales llegaron a redactar una Constitución, la primera de este tipo en la historia. Allí y en los sucesivos debates de Putney se elaboraron nuevas concepciones de la soberanía popular, diferentes de todo lo propuesto anteriormente por los parlamentarios. Los más radicales entre ellos, «los más pobres, ésos que hay en Inglaterra», según la famosa frase de Thomas Rainsborough, «tienen los mismos derechos que los más estupendos». Eso no significa que los Levellers estuvieran unidos detrás de una causa a favorable a la concesión de derechos democráticos. Algunas categorías de hombres quedaron excluidos desde el principio (y las mujeres, excluidas en su totalidad); y al final, los radicales se comprometieron con una exigencia de ampliación del sufragio. Pero la diferencia de principios entre la gente estupenda y de viso de Cromwell y los impulsores de reformas radicales -Cromwell terminó por arrestar a los dirigentes de los Levellers y por aplastar toda oposición en el ejército- no fueron, desde luego, menos significativas que las diferencias entre Cromwell y el rey.
Los Levellers no sólo abogaban por mayores concesiones democráticas. Con su insistencia en el consentimiento que ha de otorgarse al gobierno y en que la libertad depende de ese consentimiento, operaron también una revolución en el pensamiento político: el consentimiento no debe obtenerse de una vez por todas y mediante una simple transferencia, sino continuamente y mediante una multitud de individuos dotados de derechos inalienables (el pueblo fuera del Parlamento); nunca mediante una corporación que se arrogue su representación Y esto, ya se ve, difiere por mucho de las ideas que Henry Parker, a quien Skinner presenta como «el más formidable propulsor de la causa parlamentaria» a comienzos del Parlamento largo. Para Parker, la autoridad real deriva del pueblo, pero el pueblo sólo es superior a la Corona entendido como una entidad colectiva como la que personifica el Parlamento y, una vez instituido un Parlamento que lo represente, el pueblo no puede reclamar ya su poder original. Es verdad que eso le da al Parlamento una ventaja en su relación con la Corona, pero no se ve por qué la distancia entre un parlamentarista fuerte como Henry Parker y un absolutista como Hobbes haya de ser mayor que el abismo que separa a Parker de los Levellers.
Es muy posible que nada de esto le resulte novedoso a Skinner. La cuestión es por qué le preocupa tan poco. Hay una razón primordial y sistemática que tiene que ver con el modo que le es propio de estudiar el pensamiento político. Skinner y la llamada Escuela de Cambridge –de la que, junto con J.G.A.Pocock, él es padre fundador- han sido distinguidos con el gran premio a la historiografía por su impulso a la contextualización de la teoría política. Y aquí está el problema. Para ellos, los contextos históricos son los lenguajes, las expresiones, las palabras. Resulta que sólo vale la pena prestar atención a algunas palabras y, más importante aún, que las condiciones sociales y materiales en las que las palabras se utilizan se orillan deliberadamente. En la obra maestra que Skinner compuso en dos volúmenes sobre las ideas políticas entre 1300 y 1600 (The Foundations of Modern Political Thought) y que trata de un periodo caracterizado por grandes desarrollos sociales y económicos de enorme importancia para la teoría y la práctica políticas, aprendemos poco, si algo, sobre, pongamos por caso, las relaciones entre la aristocracia y el campesinado, o sobre la agricultura, sobre la distribución y tenencia de tierras, sobre urbanización, intercambio, comercio y clase burguesa, o sobre la protesta social y el conflicto.
Les posible que la distancia en que deliberadamente se mantiene a la teoría política respecto del contexto social de la misma no sea una decisión política premeditada, pero tiene, desde luego, por efecto el descartar y aun, a veces, tornar invisible un amplísimo abanico de conflictos sociales y, por supuesto, de debates políticos. Lo que, a pesar de la insistencia de la Escuela de Cambridge en la especificidad de cada momento histórico, trae consigo el que las «tradiciones de discurso», entendidas como constructos lingüísticos, eclipsen cualquier tipo de especificidad histórica., los distintos significados que las palabras puedan tener en diferentes contextos sociales.
La propia idea del «republicanismo» tal como la entiende la Escuela de Cambridge es buen ejemplo de ello. Se trata, cuando mucho, de un concepto escurridizo. A pesar de que en el derecho consuetudinario inglés la tradición del «hombre libre» está bien establecida -o quizá precisamente por eso-, el «republicanismo» à la Cambridge resulta especialmente inapropiado para captar la experiencia política inglesa. Pues la idea romana, en su forma originaria de comunidad cívica, presupone la existencia de una aristocracia dominante que gobierna ella misma de manera colectiva, no profesional, sino como simple aficionada, a través de un estado mínimo. El contexto inglés era totalmente diferente. Inglaterra disponía de una larga tradición de eficaz administración centralizada en un estado gobernado mediante la colaboración entre la monarquía y el parlamento. Esta forma política, sin parangón en Europa ni en parte alguna, fue el producto de desarrollos sociales específicos y característicos, particularmente de una clase terrateniente cuyo poder y cuya riqueza dependían mucho menos que los de las aristocracias continentales de poderes jurídicos, militares y políticos autónomos, o de cargos venales en el estado. Se había desarrollado una división del trabajo, merced a la cual la aristocracia terrateniente obtenía su gran riqueza a través del control de la propiedad, mientras que el estado central, «la Corona en el Parlamento», mantenía el orden público.
La colaboración entre la monarquía y el Parlamento fue incluso reconocida por los llamados republicanos, que podían argumentar en contra del absolutismo y a favor de una «constitución mixta», sin abogar necesariamente por la abolición de la monarquía. Tampoco el acento en la comunidad cívica, en una comunidad de ciudadanos, distinguía de manera clara la idea republicana de otras formas de anti-absolutismo. En el contexto inglés, era posible identificar a la comunidad cívica con el Parlamento, y lo hacían tanto los republicanos como los defensores moderados del Parlamento en contra la Corona.
En las condiciones inglesas, se destacaba de manera pronunciada la división entre aquellos para quienes las clases dominantes en el Parlamento eran la representación adecuada de la comunidad cívica o del poder popular, y quienes pensaban que el verdadero soberano era el pueblo que estaba fuera del Parlamento. La idea de «libertad republicana» no es demasiado útil para identificar tal división, y menos aún porque la república romana fue una oligarquía y la idea originaria romana de libertad nunca fue democrática. Incluso puede desaparecer la distinción entre republicanos oligárquicos y radicales más democráticos. Skinner nos dice que los Levellers rechazaban el Parlamento, porque se había convertido en un poder arbitrario que violaba el mismo principio de libertad que había prometido defender. Pero, en la versión ofrecida por Skinner, se hace difícil saber cuáles eran las diferencias de principios entre éstos y los defensores menos radicales de la libertad del pueblo frente a la Corona.
Más precisamente, el «pueblo fuera del Parlamento» es una categoría carente de significado en cualquier contexto histórico que no sea el inglés. La idea republicana no surgió en la comunidad cívica romana, ni tampoco renació en la ciudad estado italiana. Incluso en la vecina continental más próxima a Inglaterra -la Francia absolutista- los principales protagonistas en el conflicto entre los reyes absolutistas y quienes se les oponían, necesariamente fueron diferentes. Cuando los panfletos de resistencia antimonárquica francesa hacían valer los derechos del «pueblo», no eran los derechos de una «multitud» de individuos privados, y ni siquiera los de una única asamblea representativa, sino los poderes de los nobles provinciales, los funcionarios municipales y varios cuerpos corporativos que afirmaban su autoridad autónoma en contra de la monarquía centralizadora.
En la elaboración que Skinner hace de la «libertad republicana» en su libro sobre Hobbes se evapora el problema, específicamente inglés, del pueblo fuera del Parlamento. Y sin embargo, fue el mismísimo Hobbes quien logró traducir a términos teóricos la oposición -tanto del campo monárquico como del parlamentario- a la invasión multitudinaria del dominio político. En Elements se trata simplemente de defender las exigencias de la Corona frente al Parlamento con el argumento de que el poder soberano ha sido creado por transferencia del poder del pueblo -como colección de individuos- al soberano. En De Cive se acentúa que, una vez establecido el poder soberano, el pueblo o la multitud ya no tiene ningún papel político. Más precisamente, que el pueblo fuera del Parlamento carece de identidad política: «Cuando decimos pueblo, o multitud, voluntades, mandatos………se entiende que la ciudad» -esto es, el estado- «que ordena, expresa su voluntad y actúa por medio de la voluntad de uno, o las voluntades concurrentes de varios que solo tienen lugar en una Asamblea». En esta formulación, el Parlamento no tiene menor legitimidad que la monarquía. El punto de mira es aquí el pueblo fuera del Parlamento, y las preocupaciones de Hobbes son claramente inmediatas y con el ojo avizor puesto en las multitudes callejeras: «pues si bien se dice comúnmente de algunos grandes levantamientos que el Pueblo de tal Ciudad ha tomado las armas; eso es cierto, sin embargo, sólo para aquellos que ya están en armas o de aquellos que les otorgan su consentimiento. Porque la ciudad, que es una Persona, no puede tomar las armas en contra de sí misma.»
Puede resultar útil definir a la libertad como independencia, pero entonces mucho -si no todo- depende de lo que se quiera significar con dependencia o, para el caso, qué significan poder, dominación y coerción. En la época de Hobbes, un hombre era libre cuando otro era siervo. Lo que para un republicano oligárquico como Ireton era libertad, contaba como dependencia para Rainsborough. Y ni siquiera los Levellers más radicales agotan las posibilidades: algunos de sus coetáneos, como Gerrard Winstanley, fueron más lejos y reclamaron que cualquiera que fuera la forma de gobierno, no habría independencia mientras existiera propiedad privada. La concepción de la «libertad republicana» ofrecida por Skinner no logra captar el amplio espectro del debate sobre la libertad -ni tiempos de Hobbes ni en cualesquiera otros-, porque deja de lado el amplio alcance de la dependencia.
Si bien en algunas ocasiones reconoce la existencia de dominación social en instituciones como la familia o el mercado de trabajo, Skinner explica cuidadosamente que esa dominación no pertenece a la categoría de una coacción puramente política en la tradición neo-romana. Y ahí deja la cosa. Es verdad que apela a la comunidad cívica y a su papel para proteger a los ciudadanos de una dependencia «evitable» (esta palabra tan flexible que Skinner emplea en Liberty before Liberalism.) respecto de la buena voluntad de terceros. Pero nos enseña muy poco sobre qué tipos de dependencia cuentan, y acaso menos sobre el significado del poder arbitrario. Con la idea skinneriana de libertad republicana -o con su trabajo histórico- se aprende todavía menos sobre dominación social de lo que se aprende con la idea de libertad negativa de Isaiah Berlin.
Por ejemplo, supongamos que Ud. dice que la verdadera independencia requiere de un mercado libre. Yo podría responder que el mercado capitalista, que presupone una disposición desigual de poder entre las clases, es en sí mismo un potente instrumento de coerción y que debería ser controlado, tanto como cualquier otra forma de poder no careable o arbitrario. También podría decir que la forma en que se distribuye el poder tiene efectos profundos en el goce de las libertades puramente civiles y políticas. ¿Cómo podría el concepto de libertad republicana así entendido contribuir más que el de libertad negativa a dirimir la disputa entre nosotros?
Skinner podría argüir que, en general, no escribe sobre política contemporánea. Pero ¿qué ocurriría si nos tomáramos en serio su principio fundamental: las palabras son acciones y teorizar sobre política es en ya una forma de actividad política? ¿Qué podríamos hacer con sus propios términos políticos? Es tentador seguir su camino, la regla según la cual para entender el significado de un pensador debemos descubrir sus intenciones; entonces nos sería posible concluir que su distancia deliberada respecto de las realidades sociales tiene como intención mellar el filo crítico del pensamiento político, convertirlo en algo esencialmente inocuo, debilitar su desafío al poder, y no digamos el desafío al orden social existente. Pero, sin necesidad de atribuirse un acceso privilegiado a sus motivos, sería suficiente con decir que su trabajo histórico y su modo de contextualización tienen como consecuencia -si no como intención- estrechar el horizonte del debate político sobre los problemas actuales, no menos que sobre la Guerra Civil inglesa.
En esto es sorprendente su contraste con Berlin. En Berlín, ciertamente, no hay nada radical; y podemos pensar que su concepción de la libertad es también muy restrictiva en punto a entender qué tipos de poder deben ser revisados para garantizar incluso la libertad negativa. Por ejemplo, cuando llega a apoyar el estado de bienestar moderno, no porque extienda la libertad, sino porque le resulta un compromiso y un sacrificio necesarios de la libertad, podemos lamentar su error por no reconocer que las condiciones sociales que necesitan ser mínimamente corregidas por el estado de bienestar son, en sí mismas, impedimentos a la libertad. Pero, para bien o para mal, lo cierto es que en su forma de argumentar hay al menos una evidente preocupación por las realidades sociales, por la dominación y el conflicto. No hay tal en Skinner, pues su idea de la libertad republicana se resiente de su falta de sensibilidad, y no sólo en lo atinente al amplio abanico de las limitaciones de la libertad, sino, más en general, en lo que hace al entero abanico de las ideas políticas.
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Ellen Meiksins Wood ha sido durante muchos años profesora de ciencia y filosofía políticas en la York University de Toronto, Canadá. Entre 1984 y 1993 estuvo en el comité editorial de la New Left Review británica, y entre 1997 y 2000 coeditó, junto con Paul Sweezy Harry Magdoff la revista norteamericana Monthly Review. Filósofa e historiadora marxista y feminista mundialmente reconocida, ha realizado contribuciones fundamentales en el campo de la filosofía política, de la historia de las ideas políticas y de la historia política y social. Sus últimos libros publicados: Citizens to Lords. A Social History of Western Political Thought from Antiquity to the Middle Ages (Verso, Londres, 2008) y The Origin of Capitalism. A Longer View (Verso, Londres, 2002). Actualmente, reside en Londres.
Ellen Meiksins Wood reseña con la perspicacia y profundidad que le son habituales el reciente libro de Quentin Skinner sobre Hobbes (Hobbes and Republican Liberty, Cambridge, 245 pp, £12.99)
Traducción para www.sinpermiso,info : María Julia Bertomeu