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Hola soledad

Fuentes: Rebelión

Seguramente muchas veces me crucé con él por ahí por la calle de Don Fadrique como miles de otras personas que todos los días pasaban junto a él. Quizás me haya llamado la atención su largo y desgarbado cuerpo, su infinita palidez, sus ojos tristes y la botella que siempre le acompañaba. Seguramente algún día […]

Seguramente muchas veces me crucé con él por ahí por la calle de Don Fadrique como miles de otras personas que todos los días pasaban junto a él. Quizás me haya llamado la atención su largo y desgarbado cuerpo, su infinita palidez, sus ojos tristes y la botella que siempre le acompañaba. Seguramente algún día me pidió una moneda y yo le escurrí el cuerpo y la mirada. O sea que nunca le vi, nunca le miré, no le presté atención. A pesar de ello una noche me planté junto a un escaso centenar de personas frente al albergue donde una mañana murió después de haber sido atendido en un centro hospitalario.

Ni la mirada de los médicos, ni los exámenes practicados diagnosticaron nada especial. No había patología alguna. Pero su desgarbado y acabado cuerpo no tenía ninguna energía. No tenía alientos, no tenía vida. Pero como no había patologías no había razón médica para internarlo. Le dijeron que se fuera. Y él se fue. Nadie recuerda cómo llegó al albergue. Ni si dijo algo. Pero llegó y simplemente se murió. Tenía veintitrés años y medía ciento setenta y cinco centímetros. Murió de hambre, de soledad y de abandono. Alguien clandestinamente grabó ese momento y eso permitió que la ciudad y el mundo se enteraran de esa muerte silenciosa y triste.

Se llamaba Piotr. Era polaco y un día de no hace muchos días era un joven normal y corriente. Un joven con novia, con empleo y con sueños. Pero luego en un vertiginoso y apresurado proceso se convirtió en uno más de los que llaman indigentes, alguien de la calle. Como tantos. Como millones hoy día y como otros millones muy pronto también lo serán.

¿Quién tiene la culpa de su muerte? ¿Quién es el responsable? Algunos piensan que fueron los médicos que no le encontraron ninguna patología y por ello no lo internaron. Otros, muchos y muchas, piensan que el problema es más profundo. Que hay otras causas. Y miran a quienes toman decisiones frente a los sistemas sanitarios. A quienes recortan en asistencia social. Quienes la privatizan, la mercantilizan.

Esa noche frente al albergue, un escaso centenar de personas nos encontramos nadie sabe si para protestar, para llorar o para quizás darle un poco de consuelo a la conciencia salpicada. Y allí frente a las ventanas y los corazones cerrados del vecindario sentimos toda la vergüenza y el dolor ante una muerte que ofende a la conciencia ética de la humanidad. De una humanidad que no siente que ha sido ofendida. Una muerte que es una acusación. Una muerte que señala, que acusa y que acusa a la troika, a los recortadores, a los neoliberales. Una muerte que acusa y señala a la sociedad que se está construyendo. O destruyendo.

No solo es la muerte de Piotr. Son también los muertos de Lampedusa, los del estrecho que intentan llegar al llamado sueño europeo en pateras endebles y suicidas y también quienes se suicidan ante el desahucio anunciado. Piotr murió en una melancólica soledad. La soledad que golpea a nuestros pueblos.

«Pero hay algo que explicar no puedo, algo que repugna aunque es fuerza hacerlo, el dejar tristes, tan solos los muertos». Decía el poeta.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.