Recomiendo:
0

Hombre pobre, hombre rico

Fuentes: Rebelión

-¿Sabes Ernest? Los ricos son diferentes de nosotros. -Si, ya lo se. Tienen más dinero. (E. Hemingway) En las cercanías del año 1929, John Raskob, directivo de la multinacional General Motors, advertía a la población del planeta que «todo el mundo puede y debe ser rico invirtiendo en el mercado de valores». Una mirada retrospectiva […]

-¿Sabes Ernest? Los ricos son diferentes de nosotros.

-Si, ya lo se. Tienen más dinero.

(E. Hemingway)

En las cercanías del año 1929, John Raskob, directivo de la multinacional General Motors, advertía a la población del planeta que «todo el mundo puede y debe ser rico invirtiendo en el mercado de valores». Una mirada retrospectiva nos permitiría constatar, ¡oh ironía de la vida!, que esta frase de Raskob fue pronunciada poco antes que ocurriera la gran crisis económica mundial provocada por el llamado «crack» de la Bolsa de Valores de Nueva York. No es nuestra intención entretenernos en poner en evidencia aquí el escaso o nulo talento profético del mencionado hombre de finanzas. Lo que sí nos resulta destacable en esa desafortunada premonición, es aquello que subyace en la esencia de dicho enunciado, según el cual dentro de este sistema el acceso a los bienes económicos estaría al alcance de toda la humanidad por igual. De ahí que, llegados a esta instancia y presas de la duda, nos haya parecido pertinente formular la siguiente pregunta: ¿Hasta qué punto la estructura social del capitalismo alberga la posibilidad real de asumir características progresivamente más igualitarias para todos los hombres, mujeres y niños del mundo? Naturalmente, lo más probable es que esta actitud inquisitiva nos obligue a dejar en pleno territorio de la ciencia ficción la hipótesis de un ingreso masivo de la población mundial al reino de la opulencia mediante supuestas inversiones en el mercado de valores. O, en todo caso, a plantearnos la posibilidad de que la aseveración del directivo de General Motors no hubiese sido registrada en su totalidad. Tal vez -quién le dice- la sentencia completa haya sido: «todo el mundo puede y debe ser rico invirtiendo en el mercado de valores . . . exceptuando a los pobres, por supuesto».

Como se ve, hemos de seguir insistiendo en esto de dudar, de no aceptar de buenas a primeras lo que se nos dice desde ciertos ámbitos, habida cuenta que de ellos suelen surgir interpretaciones no sólo inopinadamente jocosas, sino sobre todo sospechosamente interesadas. Por ejemplo, considerar la polarización social como un fenómeno inalterable, inmerso en una atmósfera de naturalidad e inevitabilidad, cual situación inherente a la condición humana que tornaría vano y absurdo cualquier planteo de medidas que propendan a formar una sociedad más justa. Ante semejante manipulación de la realidad parece posible, además de necesario, enunciar el problema desde otras perspectivas.

Reflexionemos, a este propósito, sobre lo que nos dice Juan Torres López. Este economista y catedrático español, nos informa, sobre la base de datos recogidos por Naciones Unidas, que hay 225 personas en el mundo cuya riqueza equivale a la de la mitad de la población mundial. Con el 4% de lo que ganan estas 225 personas al año, según nos ilustra Torres López, se podrían financiar programas para cubrir necesidades humanas básicas como la educación, sanidad, vivienda, saneamiento etc. La moraleja es que existen elementos como para que todos accediesen a condiciones dignas de vida, pero se concentran en unas pocas manos. Y ello no parecería ser sino una derivación tan trágica como irrefrenable de una sociedad sometida ciegamente a «las leyes del mercado», constituida sobre cimientos forjados en base a un «ser abstracto y numérico», que atropella y desplaza de su lugar substancial a hombres reales que adolecen y sienten, que sufren y viven: hombres de carne y hueso. Así, pues, la escandalosa polarización entre muchos pobres y pocos ricos encuentra su explicación no en la naturaleza humana sino en la esencia misma del sistema, cuya supervivencia queda condicionada por la forma expoliadora, concentrada, y excluyente en que se desarrolla, en fatal correspondencia con sus aberrantes basamentos. De lo cual deriva, de manera inevitablemente necesaria, que la riqueza es posible sólo para algunos, aunque teóricamente parezca estar a disposición de todos.

Sin embargo, se ha instalado como axioma de vida e inquebrantable sanción lapidaria para la pobreza, el que ella no sería sino el resultado de alguna extravagante incapacidad personal o cierta ineptitud funcional; y como corolario de aquella premisa se razona y deduce, cual silogismo, que ser pobre implicaría haber «fracasado». En contrapartida, el confort-mismo aristocrático no significaría sino el producto de una extraña amalgama de cualidades propias de unos pocos elegidos, cuyos raros componentes, ajenos por cierto a los demás, estarían dados acaso por la santidad de algún halo resplandeciente de «sacrifico, asiduidad, oportunismo, y mérito».

Desde aquella línea de pensamiento se formulan algunas confusas abstracciones eufemísticas que pretenden dar respuestas apaciguadoras de inevitables desesperanzas, tendientes a mantener la estabilidad y el statu quo del sistema de elegidos. En este sentido, la pobreza es planteada por algunos sectores en base a fórmulas como «desajustes en las leyes del mercado», «período de transición», «insuficiencia de inversiones extranjeras», «fase de depresión económica», y otros embrollos semejantes.

¿Logra captar la esencia de tales articulaciones? ¿Se pretenderá con ello persuadirnos de que nos encontramos actualmente en una fase negativa tan sólo transitoria del sistema? No lo creo. Porque ello implicaría afirmar que todos los historiadores que documentaron los últimos anales de la humanidad habrían obviado el capítulo referente a la etapa en que el sistema fue próspero para todos (y no sólo para la minoría). ¿Será tal vez que no despejamos nuestros umbrales lo suficiente para que las grandes corporaciones extranjeras pudieran beneficiarnos con sus pingüe capitales? Si así fuese, ello equivaldría a suponer que las multinacionales son mucho más empresas de beneficencia que emporios dedicados a producir ganancias al «menor costo humano».

No. Aquellos sofismas ofenden la inteligencia. Sus encubiertos motivos encienden la indignación. Son simples y vulgares artilugios que persiguen el deliberado propósito de vender humo a precio de horno. Se trata de mimetismos gramaticales de una inocultable y cruel realidad: la miseria de los más y sus secuelas.

Y como se sabe, son unos cuantos los protagonistas de la afrenta. Son pocos los magnates. Grandes son las ignoradas lágrimas infantiles que todos miran y nadie ve. Muchos los niños que deambulan sometidos a los destinos umbríos de la implacable desesperanza: el sistema dice que han fracasado.