Hace algunos meses atrás, mientras me dirigía caminando a realizar algunas compras en un mercado campesino que se realiza una vez a la semana a poco más de un kilómetro de mí casa, fui amistosamente saludado por un ex colega (hace ya casi 20 años que no ejerzo el derecho), quien me preguntó si acaso […]
Hace algunos meses atrás, mientras me dirigía caminando a realizar algunas compras en un mercado campesino que se realiza una vez a la semana a poco más de un kilómetro de mí casa, fui amistosamente saludado por un ex colega (hace ya casi 20 años que no ejerzo el derecho), quien me preguntó si acaso mi vehículo estaba dañado, y ante mi respuesta de que estaba perfectamente bien se ofreció a llevarme porque no era «correcto» que a una persona como yo se le viera «a pie».
Cuando le pedí que me explicara su aseveración me señaló que andar tanto «a pie» iba en contra del prestigio profesional que uno poseía o aspiraba poseer, que él prefería no salir cuando su automóvil lo utilizaba su esposa, quien gracias a Dios (fue su expresión), ya se había comprado uno exclusivamente para ella. Me ilustró que caminar (salvo en el estadio o en el gimnasio), era un «mal síntoma frente a su cartera de clientes. ¿Un Abogado sin vehículo? Era una duda que no se podía permitir frente a su potencial clientela.
En casi todas las áreas profesionales de nuestro modelo social la competencia profesional se mide en parte por el vehículo que la persona posea. A más nuevo, más lujoso, más costoso, más exclusivo, se entenderá que ese profesional es más brillante, más talentoso, más competente y quizás hasta más probo.
Absurda manera esta la de asimilar inteligencia y honradez con pistones, rines cromados y caballos de fuerza.
Y no solamente se da este tipo de percepción en el área de prestigio laboral, también en las relaciones amorosas, familiares, mercantiles y políticas el modelo de vehículo determina en alto grado el nivel de aceptación que se recibirá.
En la sociedad contemporánea nuestros niños y jóvenes son adoctrinados por los grandes medios de transmisión masiva de información y la industria publicitaria para crecer adorando el fetichismo de las mercancías, cosificando sus ilusiones, mercantilizando sus sueños: teléfonos celulares, ropa de marca, video juegos, dispositivos de almacenamiento de música, etc., y el trofeo final, quizás el más deseado, con el que se ha soñado desde la escuela, por lo que se estudia: ¡El Auto!, tenerlo equivale a la independencia, a la libertad, a la diversión, al amor, al sexo….a la felicidad plena.
Los automóviles se han convertido en el verdadero tótem de la vida contemporánea, a la vez que icono de la insustentabilidad. Encarnan como ningún otro objeto, toda la simbología del poder, la mitología del ascenso social, la teología del consumo.
Todas las propagandas de autos invariablemente muestran a un conductor blanco y casi adolescente con una bella chica al lado (si el auto es un deportivo) o a un hombre blanco, entre treinta y cuarenta años con una familia perfectamente funcional (esposa y niño y niña que no gritan y van sentaditos sonriendo en silencio en los asientos de atrás) si el vehículo es familiar, conduciendo por una carretera libre de la presencia de otros autos, en la que los paisajes hermosos y libres de toda forma de contaminación invitan a la libertad y a la velocidad.
Pero la realidad es un poco más prosaica
En el mundo circulan hoy en día más de setecientos millones de vehículos, y esa cifra no hace sino aumentar, previéndose que en el transcurso de los próximos diez años, con la incorporación creciente de la población india y china al mercado automotriz, se alcanzará y superará la cifra de ¡mil millones de autos!. Esta colosal masa de vehículos necesitará a su vez decenas de miles de kilómetros de vías asfaltadas, millones de puestos de estacionamiento en las ya saturadas ciudades y generará una, aun mayor, cantidad de gases de efecto invernadero, aceites usados y neumáticos de desecho.
Nuestras ciudades, grandes y pequeñas, y ahora también nuestros pueblos, han transformado su estructura física en función de que sus habitantes se trasladen (¿atasquen?) en automóvil.
La distancia que una persona común recorre en auto desde que se levanta a comprar el desayuno, llevar sus hijos al colegio, ir hasta su trabajo, pagar los servicios públicos, ir al banco, visitar familiares o amigos, es enorme.
El radio de acción de nuestra vida cotidiana se ha extendido, se ha desconcentrado y alejado de nuestro hogar a distancias inverosímiles. Un estilo de vida que por absurdo más que por insostenible pronto ha de cesar.
El automóvil, idealizado en nuestra sociedad contemporánea como el instrumento que modificó para siempre los tradicionales conceptos de espacio y tiempo, que en el imaginario popular permitió la libertad de movimiento, de traslado, hoy, merced a la saturación que hasta en los más pequeños pueblos sufren las vías de circulación, se ha convertido en una trampa. Una trampa que nos obliga a destinar buena parte de nuestros ingresos para pagarlo y mantenerlo. Una pequeña prisión en la que solemos pasar largos períodos de tiempo atrapados en atascos y colas interminables.
Somos seducidos por la publicidad que nos ofrece autos cada vez más potentes, más veloces, esto a despecho de que en las ciudades raramente se superan los 25 kilómetros por hora y el promedio de velocidad no llega a los 15 kilómetros por hora.
En las autopistas y circunvalaciones que fueron diseñadas para esquivar los congestionados centros de las ciudades, rodeando las periferias de las mismas se podía aumentar la velocidad a condición de aumentar a su vez la distancia a recorrer para llegar a nuestro destino final, pero la enorme proliferación de vehículos ha convertido en ilusoria esta posibilidad como lo demuestran los monumentales atascos que en las horas pico presentan autopistas de cualquier ciudad latinoamericana.
Estos cada vez más comunes embotellamientos aunados a la publicidad que ofrece velocidades, potencia y capacidad de aceleración cada vez mayores y la idealización de supuestos «deportes» como la fórmula 1, producen en algunos conductores (en Venezuela la gran mayoría), una especie de «síndrome de abstinencia de la velocidad» que explota cuando por fin entran a una carretera semidespejada o conducen en horas nocturnas donde el tráfico es menos denso; aquí aprovechan a dar rienda suelta a su forzada abstinencia de velocidad. No es extraño entonces que sea precisamente en carreteras nacionales y en horas de la noche cuando se presentan la mayoría de los accidentes mortales.
Si a esto agregamos que la ilusión de libertad, de poder, de alegría, de diversión, que la publicidad se ha encargado de asociar al automóvil también ha sido utilizada, de una u otra forma, para promocionar el alcohol, tenemos, sobre todo en los más jóvenes, los ingredientes de una ecuación mortal:Testosterona + Alcohol + Gasolina= Desastre
En el mundo, según cifras de la Organización Mundial de la Salud, un millón doscientas mil personas mueren y cincuenta millones sufren lesiones cada año como consecuencia de accidentes automovilísticos. Las cifras de muertes del sida, considerada la epidemia del siglo XXI, ni siquiera se le acercan, sin embargo muy pocas personas en el mundo consideran a las muertes e incapacidades producidas por la conducción de automóviles como un problema de salud pública.
A esto habría que añadirle que según un estudio realizado por el observatorio de riesgos del Instituto de Estudios de la Seguridad (IDES) de Cataluña, España, indicó que la contaminación causada por los automóviles ocasiona cinco veces más muertes que los propios accidentes, tesis ésta apuntalada por un estudio de la Agencia Europea de Medio Ambiente que en el año 2005 determinó que «se infravalora el impacto de la contaminación causada por los autos».
Otro estudio de la Unión Europea sobre costes externos (externalidades) del transporte automovilístico (muertos, lesionados, gastos médicos, estrés del conductor, contaminación del aire, horas laborales perdidas, gases de efecto invernadero, contaminación paisajística, escasez de suelos urbanos y otros), señala que estos ocasionan pérdidas que superan el 8% del producto interno bruto comunitario. Más de 750.000 millones de euros al año. (Rebelión.org/noticias.Php?id=5730).
Ciudades latinoamericanas como Santiago de Chile, Ciudad de México y Sao Paulo sufren cíclicas crisis de contaminación atmosférica causada en gran medida por el enorme tráfico vehicular que soportan.
A nivel mundial son paradigmas de contaminación automotora ciudades como Los Ángeles, Bombay, El Cairo, Shangai y sobre todo Beijing, en donde por los altísimos niveles de contaminación atmosférica estuvieron a punto de ser suspendidas varias disciplinas de los juegos olímpicos que se efectuaron allí el pasado mes de agosto.
Conscientes de la creciente cantidad de tiempo que un conductor pasa encerrado en su vehículo, semi inmovilizado en atascos y embotellamientos, las corporaciones fabricantes de automóviles han comenzado a instalar en estos toda una serie de artilugios con que entretener su atención mientras esperan, tales como reproductores de Cd con pantalla de video incluida, navegadores GPS, teléfonos celulares y mini computadoras de control de las funciones del auto, elementos estos que se transforman en agentes de distracción y perturbación a los niveles de concentración necesarios para conducir correctamente cuando por fin se sale del atasco.
Los constructores de automóviles, fieles a la naturaleza del capitalismo que exige maximizar ganancias a costa de lo que sea, cada año invierten menos en seguridad y durabilidad y más en accesorios de lujo, potencia y publicidad, (que son los elementos que venden) trayendo como consecuencia una vida útil más corta de los vehículos, que en muchos casos implica también una vida más corta para sus conductores.
Los automóviles se fabrican para que no duren mucho porque las corporaciones automotrices saben perfectamente que la era del automóvil, es decir la era de la gasolina barata y abundante está llegando a su fin y desean exprimir al máximo el mercado.
La actual crisis de las tres grandes corporaciones estadounidenses fabricantes de vehículos (General Motors, Ford y Chrysler) marca el comienzo del fin de un tiempo, de una época. Estas corporaciones comenzaron a ser desplazadas, primero de los mercados mundiales y luego del mismo mercado estadounidense, por compañías europeas y japonesas que por razones estratégicas de posicionamiento mundial y ausencia de recursos energéticos en los mercados internos de sus países de origen, comenzaron muy temprano a producir vehículos compactos, económicos, duraderos y de poco consumo de combustible.
Los grandes y sofisticados vehículos rústicos de lujo (con oxímoron incluido), las grandes 4X4 que hoy parecen representar el símbolo de ascenso social de una clase media emergente (incluyendo aquí a una muy importante representación de la elite política chavista, que no revolucionaria) parecen ser el canto del cisne de la industria automovilística estadounidense. Detroit, incapaz de competir en las categorías de vehículos compactos, deportivos, familiares y de lujo con las corporaciones asiáticas y europeas (cuyo final es el mismo de las estadounidenses aunque quizás un poco más distante), se especializó en los últimos años en construir enormes y costosas unidades todoterreno, vendidas en nuestros países a una clase media citadina cuyas aventuras en la naturaleza no pasan de visitar los fines de semana algún resort playero 5 estrellas o acercarse hasta el estacionamiento de algún parque nacional cercano a su ciudad de residencia.
Capítulo aparte son los propietarios de estos mastodontes tragacombustible que se organizan en clubes de 4X4 para realizar rallys a campo traviesa (en Venezuela la organización Fun Race) devastando y contaminando ambientes no o muy poco intervenidos por la acción del hombre; estos clubes y competiciones son promovidos y en parte financiados por las compañías concesionarias de ventas de este tipo de vehículos todoterreno como una estrategia de mercadeo.
Aquí de nuevo se apela a la manipulación de las ideas clasistas y racistas profundamente sembradas en la conciencia de las personas que en este tipo de actividades participan. De entrada el propio costo de los vehículos necesarios para participar en este tipo de eventos (en Venezuela oscila entre 45.000 y 100.000 $) es prohibitivo y excluyente para la enorme mayoría de la población. Esta barrera económica levanta y afianza un muro clasista muy apreciado por las clases altas venezolanas en estos tiempos de democracia e igualitarismo que vive la patria de Bolívar. Por otra parte los escenarios naturales les permite dar rienda suelta a todo la potencia y velocidad de sus máquinas, sin colas o atascamientos, sin reglas ni ordenanzas prohibitivas, lo que de alguna manera les cumple la promesa de libertad, exclusividad y poder que la publicidad en su momento les había hecho. Todo ello a costa, claro está, de la destrucción y contaminación de paisajes y ecosistemas naturales.
El socialismo del siglo XXI que se intenta, o se proclama intentar construir en Venezuela, no se ha atrevido a plantear la insostenibilidad del modelo consumista del automóvil individual o no lo ha considerado un verdadero problema. Se ha seguido fomentando desde el gobierno al automóvil no como un medio de transporte necesario a la vida contemporánea sino como un símbolo de poder y clase social dentro de los esquemas del capitalismo consumista, individualista y derrochador.
La economía venezolana bendecida en los últimos diez años por elevados precios del petróleo (en buena medida consecuencia de las correctas y nacionalistas medidas de este gobierno dentro de la OPEP) y por un reformismo redistributivo que incluyó a millones de venezolanos dentro de los beneficios de la renta petrolera, aunado a una racionalización y mayor control por parte del Estado de la salvaje, especulativa y usurera actividad bancaria tal como y como funcionaba en la Venezuela pre Chávez, potenció la capacidad de ahorro y de pago de sectores de la clase media y trabajadora que les permitió hacer frente a los costos de adquirir un automóvil.
Esta bonanza económica, sumado a que en Venezuela la gasolina sigue manteniendo un precio absurda y simbólicamente bajo (alrededor de 0,12 centavos de dólar por litro) sigue promoviendo en forma inconmovible el ideal del vehículo individual como forma ideal de movilización y al transporte público (que el gobierno bolivariano ha atendido y potenciado como nunca antes en la historia de este país) como una especie de castigo, que los pobres que aun no han sido bendecidos con el divino heraldo de cuatro ruedas, deben padecer.
Según estadísticas de la Cámara Automotriz Venezolana, en la primera mitad de este año 2008 se vendieron en Venezuela 256.133 vehículos nuevos, calculándose que el total a vender en todo el año 2008 sobrepase el medio millón de unidades; un 54.2% más que el año 2007.
Es de hacer notar que esta cantidad de vehículos vendidos podría fácilmente aumentar porque le demanda sigue superando con mucho la capacidad de las empresas ensambladoras e importadoras de satisfacerla. En Venezuela el lapso normal de espera para la entrega de un automóvil nuevo, luego de pagada la cuota inicial, nunca es menor a seis meses y se puede prolongar más allá de un año durante el cual el cliente tiene que estar pagando las cuotas mensuales sin todavía haber recibido su vehículo.
Nuestras ciudades y comunidades seguirán perdiendo calidad de vida hasta que no se entienda que el modelo de transporte basado en el automóvil individual ha caducado.
La Revolución Bolivariana ha esbozado la idea de una profunda reorganización y reordenamiento del territorio en función del ser humano agrupado en comunidades. Hasta la fecha, la moderna ordenación del territorio en la mayoría de nuestros países se ha realizado en función del automóvil; inclusive, sistemas de transporte alternativos como el ferrocarril en el eje Puerto Cabello-Barquisimeto-Acarigua o el trolebús en la ciudad de Mérida se han diseñado como apéndices de la vialidad automovilística.
Como bien dice Ramón Folch en su brillante Diccionario de Socioecología: «La movilidad compulsiva en la que nos desenvolvemos tiene mucho de enfermizo, o por lo menos de respuesta desesperada a la -¡Oh paradoja!- deficiente ordenación territorial vigente. Nos movemos demasiado porque estamos mal ubicados sobre el territorio, y estamos en parte mal ubicados porque podemos movernos demasiado».
El siglo XX fue el siglo en que gracias a la energía fósil los seres humanos pudimos movernos individualmente hacia donde quisimos ir.
¿Será el siglo XXI el siglo en donde gracias a la elevación de la conciencia social los seres humanos nos moveremos colectivamente hacia donde deberíamos ir?
– Joel Sangronis Padrón es profesor de la Universidad Nacional Experimental Rafael Maria Baralt (UNERMB), Venezuela.