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Horror y psicopedagogía

Fuentes: Rebelión

Las torturas a las que el eminente psicólogo John B. Watson y su ayudante Rosalie Rayner sometieron, en 1920, al pequeño Albert B. de sólo 11 meses de edad, para lograr que tuviera miedo a los ratones de laboratorio (y de paso a los conejitos blancos, las mopas de limpiar el suelo, las bolas de […]

Las torturas a las que el eminente psicólogo John B. Watson y su ayudante Rosalie Rayner sometieron, en 1920, al pequeño Albert B. de sólo 11 meses de edad, para lograr que tuviera miedo a los ratones de laboratorio (y de paso a los conejitos blancos, las mopas de limpiar el suelo, las bolas de algodón y los trajes de Papá Noel), tras haber sido asociado dicho estímulo -inicialmente neutro- con otro instintivamente aterrador como el del ruido producido por una lámina de metal al ser golpeada con un martillo, pueden considerarse como el origen mismo de las técnicas psicopedagógicas modernas.

Aunque el pequeño Albert fue retirado del experimento antes de su conclusión por su mamá, y a pesar de que Watson fue despedido poco después de la Universidad John Hopkins donde se realizó el estudio a causa de una supuesta relación sentimental con su ayudante (o -según otras fuentes- por ciertos rumores acerca de las investigaciones realizadas en común sobre la conducta sexual humana), no cabe duda de que el pequeño Albert podría haber sido fácilmente descondicionado o recondicionado mediante cualquiera de los procedimientos previstos por Watson y Rayner para la segunda parte de su experimento: 1) Confrontar continuamente al sujeto con el estímulo hasta lograr su habituación, 2) Estimular sus zonas erógenas (labios, pezones, órganos sexuales) en presencia de la rata hasta que despareciera la reacción de terror, 3) Alimentarle con golosinas cada vez que entrara la rata blanca en la habitación, etc.

Estas técnicas fueron, efectivamente, usadas con éxito sólo cuatro años después por la doctora Mary Cover Jones para curar a un niño de dos años llamado Peter de una fobia análoga (no inducida en este caso). No se sabe exactamente si la doctora Cover estimuló los pezones del pequeño Peter o sólo le dio caramelos, o si Peter nunca dejó de sentir extrañas y equívocas sensaciones (I feel funny mom) cuando se sentaba sobre el regazo de Papá Noel en el centro comercial o mientras esperaba en su cama a que aquél bajara por la chimenea a traerle los regalos; pero de lo que no cabe duda es de que ése fue el origen de lo que se conoce como «terapias conductistas», extensamente utilizadas en el terreno de la psicología clínica y de la psicopedagogía consultiva y escolar, con sus sistemas de refuerzos positivos y negativos, sus generaciones de expectativas y su distribución de gratificaciones inmediatas en forma de píldoras de autoestima dosificadas de acuerdo con los resultados obtenidos en contextos de «sana y leal» competitividad académica.

Tampoco deja de ser significativo el hecho de que el sector en el que el doctor Watson (unánimemente considerado hoy como el fundador del conductismo psicológico) encontrara trabajo después de abandonar la universidad, fuese no sólo el de la empresa privada sino, precisamente, el de la publicidad, trabajando con gran éxito hasta su jubilación en la empresa J. Walter Thompson donde tuvo ocasión de poner en práctica todos sus conocimientos y sus revolucionarios métodos pedagógicos. Watson puede ser considerado, por lo tanto, también como un pionero en lo que respecta al establecimiento de esa fructífera colaboración entre instituciones académicas y empresas privadas que durante años ha venido caracterizando a las universidades americanas, convirtiéndolas en ese modelo de rentabilidad económica y social que, actualmente, tratan de imitar las vetustas y deficitarias universidades europeas gracias a las reformas propiciadas por la necesaria armonización de sus planes de estudio de cara a su integración dentro de un marco único en el cual las instituciones de enseñanza superior del viejo continente puedan llegar a resultar, algún día, competitivas con las norteamericanas.

Por último John B.Watson tiene también el mérito de hallarse en el origen -gracias al caso del pequeño Albert- de las primeras reflexiones éticas acerca de las responsabilidades de los investigadores y de los científicos, no sólo en lo que respecta a sus métodos de experimentación, sino en lo que respecta a los fines generales de su actividad, unas reflexiones puestas poco después muy de moda con ocasión del famoso «Manhattan Transfer» -la transferencia de los principales cerebros americanos y alemanes (tanto nazis como no nazis) al proyecto Manhattan gracias al cual se fabricaron las primeras armas atómicas-«.

Con esta crítica tan agresiva comenzaba el politólogo italo-indio Shivail Caimano un artículo titulado «Psicopedagogos, demagogos y gogós del Capital», aparecido hace poco en Il Corriere di Bolonia (1 de abril de 2008), y en el que arremetía duramente contra lo que denominaba allí el «contubernio psico-pedo-liberal», una terrible maquinaria comparable -en su opinión- al complejo militar-industrial puesto en marcha por Eisenhower. Con ayuda de esta maquinaria se ha venido transformando -a decir de Caimano- durante los últimos años, una institución como la de la educación pública gratuita (considerada como uno de los pilares del Estado del Bienestar no sólo por la socialdemocracia sino incluso por los sectores más centristas o los ámbitos conservadores menos permeables a la influencia del neoliberalismo salvaje) en un sector más de la actividad productiva, ya sea convirtiéndola en un departamento externalizado de formación de personal (con la progresiva tecnificación de los estudios impartidos en los centros de educación secundaria y superior), o ya sea haciendo de ella una actividad rentable por sí misma, abriéndola a la iniciativa privada -a través de la privatización de los centros enseñanza (piénsese en la creciente importancia de los conciertos educativos en España) y de la orientación y co-financiación privada de las actividades de investigación en los centros públicos de enseñanza superior- o dedicándola a la mera comercialización de títulos demandados a precios de mercado (MBAs, NBAs, especializaciones en RHs, másters en edición -codirigidos por Santillana, o por Anaya-, cursos de gestión de actividades artísticas, graduados de experto o experta en barnices culturales, etc.; títulos todos ellos por los que, quienes tienen capacidad económica para hacerlo, están dispuestos a pagar altos precios si con ello consiguen para sus hijas e hijos una colocación acorde con su estatus).

Así, según la tesis que defiende Caimano, del mismo modo en que la puesta en marcha del complejo militar-industrial en los Estados Unidos de Norteamérica, fue fruto de una potente confluencia de intereses empresariales y políticos, y del clima de terror generalizado provocado por una falta de fe creciente en la capacidad de las instituciones tradicionales para controlar un fenómeno aparentemente insólito como el de las capacidades destructivas de las armas atómicas, produciendo unos efectos en el terreno de la política internacional que no dejan de acrecentarse, la gestación de esta otra maquinaria -que puede ser vista, a su vez, como un eslabón más en el proceso de liquidación por cese de actividades del ámbito de lo público-, parece resultar de la convergencia entre los intereses privados de las empresas que buscan controlar y adaptar a sus necesidades la cualificación de sus futuros profesionales y los intereses privados de los individuos que buscan cualificarse o cualificar a sus descendientes de una forma tal que les adapte mejor a las demandas de los empleadores, con los intereses políticos de los grupos de ideología más liberal -que son los que defienden, en España, nada menos que el derecho de la Iglesia Católica a obtener financiación pública para sus centros educativos concertados en igualdad de condiciones con los centros públicos, en nombre de la libertad de los individuos para elegir la educación que quieren para sus hijas e hijos (por ejemplo una educación sexualmente diferenciada, intolerantemente dogmática y esencialmente clasista como la que se imparte actualmente en muchos de los centros dirigidos por esta institución -a decir de Caimano-). Es, nuevamente, el clima de terror económico continuamente fomentado y renovado por las instituciones capitalistas con sus crisis periódicas -a las que sólo puede hacerse frente fomentando el consumo-, sus recesiones de profundidad impredecible -y que han de atajarse siempre «moderando» el aumento de los salarios-, sus subidas del precio del dinero para controlar la inflación -?!-, sus anuncios de aumentos en las cifras del paro -comparables, en la alarma social que causan, a los rumores acerca de nuevas epidemias de peste bubónica en la Europa del siglo XIII, que llenaban inmediatamente de feligreses todas las iglesias y de novicios todas las abadías- el que allana y limpia de obstáculos ideológicos el camino de la máquina psico-pedo-liberal, que es saludada a menudo, incluso desde dentro de los propios «países conquistados» -por los profesionales de la educación e instituciones académicas, transformados así en meros y meras «gogós del Capital»- con gritos de entusiasmo «igual -sigue diciendo Caimano- que lo fueron las tropas de Hitler a su entrada en la civilizada Viena con ocasión de la consumación de la Anschluss».

En el mismo plano de denuncia, y siguiendo una línea de argumentación paralela, se situaba también otro artículo publicado hace unos días por el filósofo Carlos Fernández Liria en el diario Público, titulado «Golpe de Estado en la Academia» (31 de marzo de 2008), y en el que se comparaba a la absorción llevada a cabo por el sector privado de la educación pública con una especie de golpe de estado más o menos incruento o de anexión cuyas consecuencias en la política interna de los países occidentales y en la estabilidad de sus instituciones democráticas pueden ser muy graves. Según este artículo, con las reformas que actualmente se están llevando a cabo en la educación superior: «No es que se pretenda privatizar la Universidad», sino «subvencionar con dinero público actividades empresariales privadas», en lo que constituye -a decir de Fernández Liria- «una vuelta de tuerca más de lo que Galbraith llamó «la revolución de los ricos contra los pobres», las empresas no se conforman con pagar cada vez menos impuestos: ahora quieren también el dinero de los contribuyentes».

Fernández Liria insiste también en el papel jugado por la psicopedagogía en este tipo de maniobras. Así: «Para la presentación en sociedad de esta descarnada reconversión mercantil de la Universidad se ha contado con la inestimable ayuda de los pedagogos. Estos eran imprescindibles para disfrazar la mercantilización con los ropajes de una revolución educativa progresista y liberal contra la supuesta rigidez de las estructuras académicas. Lo que necesitaban las empresas era, como siempre, «flexibilidad» y la jerga de los pedagogos era la única que podía teñir esta temible palabra con tintes progresistas e incluso izquierdistas y antiautoritarios. Había que perder el respeto a las rigurosas distinciones del edificio científico y abogar por la «formación continua», «flexible», «transversal» y «psicoafectiva» de un profesional todo terreno, capaz de estar en todo momento a la altura y al tanto de las necesidades ingobernables de un mercado laboral cada vez más imprevisible y demente». El actual Certificado de Aptitud Pedagógica (el inoperante CAP que sólo hacían tolerable su carácter no presencial y su precio accesible) será sustituido en breve por un «Master de Formación del Profesorado (MFP) destinado a formar competencias de psicología, pedagogía, psicopedagogía y didáctica aplicada». Se tratará de un curso de un año de duración, a precio de mercado (no menos de 1000 euros), que será requisito indispensable para optar a un puesto de profesor, y que se implantará a costa de reducir aún más (de cinco a cuatro años -en el mejor de los casos, en otros casos se reducirán a tres años-) el tiempo que los estudiantes dedicarán a formarse únicamente en los contenidos propios de su especialidad científica.

A todas estas amenazas se unen los cambios en la enseñanza secundaria que resultarán del desarrollo de la LOE. La implantación de esta ley educativa reducirá todavía más el peso de numerosas asignaturas de carácter más teórico (como la Biología, la Física, la Filosofía, etc.), y aumentará aún más la presencia de asignaturas optativas prácticas o preprofesionales como la «Electricidad», el «Marketing» o la «Formación para la vida adulta», dejando también en manos de las comunidades autónomas la asignación de horarios más o menos extensos a otras tan polémicas como la «Educación para la ciudadanía» o «Filosofía y ciudadanía» (sustituta de la Filosofía que, actualmente se imparte en primero de bachillerato), y cuyo futuro en aquellas comunidades gobernadas por los partidos que han manifestado su oposición a la materia resulta bastante incierto. En cambio, otras asignaturas como la Religión -cuya presencia y condiciones de impartición en la ESO han sido repetidamente denunciadas (véase el artículo recientemente publicado sobre el tema en El País por Almudena Grandes titulado «Milagro», donde hacía un repaso de las irracionales condiciones laborales en que los profesores de religión -contratados y despedidos por la Iglesia Católica, pero pagados por la Administración Pública- realizan su trabajo) se mantiene, más o menos, como hasta ahora.

Estos planes han provocado la protesta de un importante número de profesionales de la enseñanza, estudiantes, personalidades del mundo de la cultura y ciudadanos particulares, recientemente canalizadas por la Plataforma en Defensa de la Filosofía y la Educación Pública, a través de la cual se están organizando actualmente diversas movilizaciones, recogidas de firmas y encuentros con responsables políticos (las actividades de esta organización pueden consultarse en la web http://www.filosofia.net/materiales/manifiesto.html).

Sin embargo, quizás uno de los aspectos en los que menos se ha insistido hasta el momento en relación con este proceso de mercantilización y psicopedagogización de la enseñanza sea el del papel que juega, en este contexto, la demanda no sólo social sino individual, procedente de los propios profesionales o futuros profesionales del sector educativo, de unas herramientas psicopedagógicas con las que poder enfrentarse a situaciones reales de enseñanza, situaciones como las que se dan en unas aulas de secundaria llenas de alumnos desmotivados, indisciplinados, agresivos y hasta potencialmente peligrosos. Unos estudiantes frente a los que, los futuros profesores, ven a la psicopedagogía como una especie de técnica de autodefensa, ya sea a la hora de resolver casos problemáticos en las clases, o ya sea para contar con recursos de autoayuda con los que poner a salvo su autoestima de los devastadores efectos de una actividad tan exigente mentalmente como es la de tratar de convencer a una serie de sujetos hiperhormonados y consentidos de lo importante que será para sus vidas -dentro de 15 ó 20 años- el haber aprendido a resolver ecuaciones de variable compleja o el saber qué es el imperativo categórico.

El propio Caimano compara las conclusiones de algunos profesionales de la educación más o menos «quemados», deprimidos o psicológicamente destrozados por su trabajo con las impactantes reflexiones con las que el coronel Kurtz (Marlon Brando) recibía al capitán Willard (Martin Sheen) al final de su viaje al corazón de las tinieblas en Apocalypse Now de Coppola: «El horror, es el horror…». Se trata, en efecto (como en la novela de Conrad y la película de Coppola) del fantasma informe, oscuro, inmortal, arrollador de «el pavo», el horror producido en cualquier ser humano por su exposición a la eterna juventud de unos alumnos a los que cada año hay que convencer de nuevo, con el mismo esfuerzo, con distintos argumentos, de las mismas cosas, simplemente por que son otros alumnos, aunque sean casi imposibles de distinguir de los anteriores, por que nunca crecen -como ocurre con los hijos- atrapando a sus desprevenidos profesores en una especie de eterno retorno de lo pavo, o de interminable tarea de Sísifo (o de Sísiprofe) incapaz de mellar siquiera el broncíneo pecho del sempiterno pasota y, de la inmortal macarra, ya que tan pronto como se consigue, siquiera arañarlo, la criatura en cuestión pasa ya otro curso y renace en el anterior…

Este miedo al horror (un horror continuamente voceado, además, desde los medios de comunicación de masas con videos de apaleamientos, testimonios de profesores víctimas de la fatiga de batalla y reflexiones acerca del bulling), influye también en la generación de ese sentimiento generalizado de necesidad de la psicopedagogía, haciendo aparecer a la enseñanza como una actividad consistente en la aplicación de un conjunto de terapias más o menos agresivas con que hacer frente a un siempre amenazador «fracaso escolar» -que recuerda mucho a la siempre amenazante recesión económica-, unos pésimos resultados educativos sancionados por Pisa a base de tests de rendimiento, y que amenazan con privarnos de profesionales competitivos al tiempo que nos saturan de adolescentes y prepostadolescentes problemáticos, y de porreros y borrachos irresponsables. Los propios métodos psicopedagógicos actuales, y el modo en que con ellos se fomenta la competitividad entre los alumnos (consúltense los argumentos que se esgrimen a favor de la educación sexualmente diferenciada y el modo en que se propone renunciar alegremente a ese impagable mecanismo de integración e igualdad que ha sido la enseñanza mixta para mejorar los resultados académicos de alumnos y alumnas por separado) así como el uso de mecanismos elementales de formación como el refuerzo positivo (la creciente importancia de las calificaciones o el interés por la «excelencia» de los centros educativos con su capacidad para aportar prestigio a sus alumnos por la vía de la pertenencia) o negativo (el carácter de autoridad pública dado a los profesores con el fin de mejorar su credibilidad disciplinaria), parece que intentan devolver a la pedagogía los tiempos de Watson y su ilimitada fe en el potencial de esta disciplina: «Dadme una docena de niños sanos -decía el psicólogo-, bien formados, para que los eduque, y yo me comprometo a elegir uno de ellos al azar y adiestrarlo para que se convierta en un especialista de cualquier tipo que yo pueda escoger -médico, abogado, artista, hombre de negocios e incluso mendigo o ladrón-, prescindiendo de su talento, inclinaciones, tendencias, aptitudes, vocaciones y raza de sus antepasados». Esto parece casi un delirio de Fumanchú.

Ciertamente no se deben olvidar las contribuciones hechas por la psicopedagogía al estudio y tratamiento de las dificultades de aprendizaje de todo tipo, o el interés de investigaciones como las realizadas por Piaget relativas al desarrollo evolutivo de la mente o de planteamientos pedagógicamente tan atractivos como los de la canadiense Gisèle Denis. Pero creer que la psicopedagogía es capaz de hacer frente al horror esencial de la educación es tan ingenuo como pensar que una estrategia tan fríamente racional y definitivamente preventiva como la de la MAD (Mutually Assured Destruction) concebida por von Neumann y aplicada a la política armamentística estadounidense y soviética durante los años 60 y 70, podría acabar con el horror de la guerra, una ilusión que trágicamente ha venido disolviéndose desde Vietnam para acá.

En fin, valga, para terminar de una vez (This is the end my friend) esta otra larga cita del coronel Kurtz sobre la pedagogía posthistórica y la inversión del platonismo:

http://video.google.es/videoplay?docid=910831496819639820&q=kurtz+horror&total=22&start=0&num=10&so=0&type=search&plindex=2