Entre los historiadores del Ecuador, se denomina “época plutocrática” a la que vivió el país entre 1912 y 1925.
Se sucedieron los presidentes Leonidas Plaza (1912-1916), Alfredo Baquerizo Moreno (1916-1920), José Luis Tamayo (1920-1924) y Gonzalo S. Córdova (1924-1925). Todos pertenecieron al liberalismo “moderado”, que prevaleció después del asesinato de Eloy Alfaro (1912), quien lideró el liberalismo radical. Si Plaza todavía representó una alianza de elites de la Sierra y la Costa, a partir de 1916 se impuso la hegemonía de la oligarquía costeña, debido a que los hacendados cacaoteros de la región, así como la burguesía comercial-financiera, controlaban los ejes de la acumulación económica.
Cuatro, de una veintena de bancos, mantuvieron el privilegio de emitir billetes con respaldo en el patrón oro y eran prestamistas al sector privado, pero también al raquítico Estado. Los “capitalistas” de la época se enriquecieron gracias a la bonanza de las exportaciones de cacao y la superexplotación de la fuerza de trabajo. Pero, también, porque no existían impuestos directos (los mayores ingresos presupuestarios provenían de los aranceles al comercio externo), así como tampoco había leyes protectoras a los trabajadores, aunque en 1916 se estableciera la jornada máxima de 8 horas diarias y en 1918 se aboliera la “prisión por deudas” que agravó siempre las condiciones del concertaje de indios y campesinos.
En definitiva, se consagró un régimen con Estado mínimo, ausencia de impuestos a los capitalistas y precariedad laboral extendida, bajo el dominio despótico de una elite rica, que recelaba de una población mayoritariamente constituida por indígenas, montubios, campesinos y variados trabajadores urbanos, vistos como capas peligrosas, levantiscas e ignorantes. Son los elementos centrales de lo que la sociología histórica ha denominado como Estado oligárquico, un fenómeno común en América Latina, como puede seguirse en múltiples obras y estudios.
La superación del Estado oligárquico comenzó con la Revolución Juliana (1925). Es un proceso que duraría décadas, para lograr imponer capacidades interventoras del Estado sobre la economía y el desarrollo nacional, impuestos directos como el de rentas o sobre utilidades y edificar el derecho social, con garantías para los trabajadores urbanos y rurales.
Las décadas “desarrollistas” de 1960 y 1970 fueron esenciales para despegar el capitalismo ecuatoriano, lograr cierta industrialización, modernizar la sociedad nacional y ampliar los vínculos con el mercado internacional. El empresariado creció bajo esas alas protectoras del Estado. Y las Constituciones del siglo XX-histórico del Ecuador, es decir, las de 1929, 1945 y 1979, mantuvieron principios relativos a la institucionalización de un orden social democrático, antioligárquico y basado en la protección a los derechos laborales y comunitarios, con importancia central de las capacidades estatales. Fueron Constituciones que no expresaron los ideales oligárquicos tradicionales, que, en cambio, si logró recoger la de 1967.
Las décadas finales del siglo XX alteraron esa trayectoria porque penetró la ideología neoliberal, que enseguida fue captada por el sector privado, que encontró en ella una fuente teórica “universal” tanto para justificar sus antiguas posiciones clasistas contra el Estado, los impuestos y el trabajo regulado, como para abanderarse de propuestas renovadoras, como la “privatización” de bienes y servicios públicos o la suscripción de tratados de libre comercio. Los sucesivos gobiernos ecuatorianos de la época vincularon su gestión a los acuerdos con el FMI y la Constitución de 1998 consagró los ideales neoliberales en materia económica. Debido al derrumbe del socialismo, el horizonte mundial globalizado lució no solo triunfante, sino único. Y otras experiencias latinoamericanas ofrecían las “bondades” del camino neoliberal, como era el caso de Argentina y, especialmente Chile, convertido en el país “ejemplar” para lo que debía hacerse en Ecuador.
Bajo los nuevos “paradigmas” del mercado libre y el valor absoluto de la empresa privada, las condiciones sociales y laborales, como ocurría, al mismo tiempo, en todos los países latinoamericanos que siguieron el recetario del Consenso de Washington, solo decayeron. Se cortó la viabilidad del desarrollo. El sector realmente productivo fue desplazado por el impulso de la economía financiera, comercial, especulativa. Abundan los estudios sobre estos temas en la región y hay los suficientes sobre Ecuador. Además, los ecuatorianos que vivieron aquellos años pueden dar cuenta incluso del desastre de las instituciones y del deterioro de la democracia, que arrastró a los gobiernos entre 1996 y 2006.
Tras una década en la que se intentó sentar las bases para una economía social bajo los principios de la progresista y avanzada Constitución de 2008, desde el gobierno de Lenín Moreno (2017-2021), sobre la presión de una elite capitalista enceguecida por la caduca ideología neoliberal, se restauró en Ecuador el modelo empresarial de fines del siglo XX. No ha importado que con ello se violentaran los principios constitucionales y que nuevamente se deterioraran las condiciones de vida y trabajo de la población, como lo demuestran informes nacionales e internacionales y, sin duda, las vivencias diarias de los ecuatorianos, que también han experimentado el derrumbe de la institucionalidad democrática y el deterioro de los servicios públicos. De manera que una sucesión de leyes, entre las que destacan las de “Fomento Productivo” (2018), la de “Apoyo Humanitario” (2020) o la de “Defensa de la Dolarización” (2021), pasaron a ser los instrumentos para el “achicamiento” del Estado, el ablandamiento de impuestos para las elites económicas y la flexibilización/precarización de las relaciones laborales, en tanto se consolidó un bloque de poder que ha logrado la hegemonía indiscutible en el Estado.
En ese camino, también se expidió la “Ley de Desarrollo y Sostenibilidad Fiscal” (2021) y surgen dos iniciativas: una, para las “alianzas público-privadas” y de “gestión delegada” a través de una “Ley de Inversiones”, y otra sobre el trabajo, que regiría, en forma paralela al Código vigente. Con la primera, todo tipo de bienes y servicios públicos (solo se ha escapado el aire) podrán ser “privatizados” y también se podrá establecer “zonas francas”, todo lo cual significa que las empresas “delegadas”, es decir una elite de capitalistas, acumularán aprovechando de recursos pertenecientes a todos los ecuatorianos. Un “modelo” que incluso va más lejos de la simple reproducción de la experiencia chilena, a pesar de su agotamiento histórico y que resulta sui géneris en América Latina, pues se intenta un Estado microscópico, cuyos recursos deberán orientarse al reino del empresariado privado. Con la segunda, existirán dos legislaciones diferenciadas, pues las condiciones “flexibles” (precarias) se aplicarán solo a la generación de empleo para nuevos trabajadores, respetando “viejos” derechos para los antiguos. Con todo ello, se puede observar que han revivido los antiguos ideales y valores oligárquicos, cuyos orígenes se remontan a la primera época plutocrática del país de inicios del siglo XX. Y se privilegian los buenos negocios y sus rentabilidades, por sobre la Constitución, el desarrollo nacional, la promoción de los sectores productivos reales y el bienestar colectivo.
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