La medicina general vuelve a estar de moda. Los médicos mono-receta continúan en auge atendiendo a los pacientes que ellos mismos causan. Se están convirtiendo en un espécimen sin extinción que, a pesar de años desangrando a pueblos, perseveran con el mismo diagnóstico y misma prescripción médica. ¿Quién acudiría al mismo médico que siempre receta […]
La medicina general vuelve a estar de moda. Los médicos mono-receta continúan en auge atendiendo a los pacientes que ellos mismos causan. Se están convirtiendo en un espécimen sin extinción que, a pesar de años desangrando a pueblos, perseveran con el mismo diagnóstico y misma prescripción médica. ¿Quién acudiría al mismo médico que siempre receta lo mismo sea cual fuere la enfermedad? ¿Quién aceptaría ser obligado a visitar al mismo médico que ocasionó la enfermedad a tanta gente? Nadie.
Sin embargo, el hospital impuesto a la periferia europea por el orden económico dominante está repleto de estos médicos que producen enfermos tratados con recetas únicas para que vayan pasando a la unidad de cuidados intensivos. Además, el mal trato no es gratis, todo lo contrario, se paga y a alto precio. Lo provocador es que este hospital no es nuevo; lleva años funcionando como ONG mundial. En América Latina lo conocen muy bien, especialmente sus fórmulas mágicas y su retórica de buen pastor que confluye en una oda al sacrificio del pueblo para un supuesto esplendor en el futuro. En cierta medida, sí había algo en lo que sí fueron muy coherentes estos médicos sin frontera: a base de medicina-sacrificio, muchas necesidades básicas, derechos sociales e ilusiones fueron inhumanamente sacrificadas.
El sacrificio, sin duda, sacrificó a buena parte de los pueblos. En casi todos los casos, estas recetas en América Latina fueron implementadas en connivencia con democracias aparentes de regímenes facilitadores. Uno de los casos más espeluznante fue el boliviano. Este país cumplió a rajatabla todos los consejos recetados por esos médicos camuflados en el anonimato de la comunidad internacional (FMI, Banco Mundial o Banco Interamericano de Desarrollo (BID)). ¿A qué suenan las propuestas de ajuste, austeridad, riesgo país (o prima de riesgo) y pago de la deuda en España, Portugal o Grecia? Precisamente esas fueron las consignas de los años 80 y 90s del mal denominado Consenso de Washington, traducidas a la postre en políticas económicas de reducción del gasto social, aumento de impuestos indirectos regresivos y prioridad presupuestaria para los grandes acreedores internacionales. Las privatizaciones también fueron parte de este decálogo; la diferencia entre la implementación latinoamericana y la sucedida en la periferia europea estriba en que éstas ya se llevaron a cabo a fuego lento en Europa en conciliación con el Estado de Bienestar, y por el contrario, en América Latina se privatizó de golpe. Aunque, en la periferia europea, todo aquello que sea objeto de venderse se está privatizando: islas en Grecia, RENFE en España y Energías de Portugal. En todas estas tareas, Bolivia fue número uno; el propio BID, en su absurdo índice de avance en reformas estructurales, le puntuó con la máxima nota. Como buen paciente del orden neoliberal, Bolivia sangró durante muchos años a pesar de su pole position para este modernizado sanatorio tan contradictorio. En cambio, los datos de la propia CEPAL indicaban justo lo contrario: en el año 2000, el porcentaje de pobres en Bolivia era del 66.4%, y la pobreza extrema del 45.2%; en el área rural, la pobreza y la pobreza extrema representaban el 87 y 75%, respectivamente.
La historia se repite ahora con nuevos pacientes pero con los mismos médicos y la misma receta. Esta vez el hospital se llama troika (FMI, Banco Central Europeo y Comisión Europea) y los médicos son esos hombres de negro que aterrizan viajando en primera, duermen en hoteles de 5 estrellas, y llevan el mismo maletín que porta una misma hoja de ruta: pagar la deuda ilegitima generada gruesamente para salvar a bancos y a grandes fortunas a cambio de aumentar la deuda social. Esto es, una política anti distributiva que destina los ingresos recaudados desde las mayorías a satisfacer a la minoría propietaria de las grandes fortunas. Por el contrario, esta receta-estafa no se ocupa de solventar el déficit social que origina la deuda humana últimamente al extremo de ver gente suicidándose por un ley injusta de desahucios, que dicho sea de paso, será sustituida por una nueva ley-parche que ni solventa las 350.000 ejecuciones hipotecarias entre 2007 y 2011, ni proporciona cambios sustanciales en la anterior ley salvo que prolonga la agonía del afectado.
En cambio, estos médicos sí que intervienen de urgencia con salvatajes, bancos malos y rescates al único paciente que realmente les preocupa: el capital, que no es otra cosa que un grupo muy reducido de personas que poseen todos los privilegios posibles, y lo que es peor, todo el poder del mundo. Esta receta-estafa queda demostrada en el desconocimiento del médico sobre el paciente: imagínese que usted va al médico y le dice que le duele un poco la cabeza, y le aplica sin preguntar una transfusión de sangre. A estos médicos les da igual que un pueblo sangre, llore, se suicide o proteste; la receta está escrita de antemano. También les resulta indiferente que una estructura económica sea diferente de la otra (da igual que sea Portugal, Bolivia, Ecuador, Grecia o España). La receta no varía. Pero todo esto es así por una única razón: estos médicos no nos tratan a nosotros, sus pacientes son otros. Qué nadie tenga duda que este resfriado del capital será cuidado como sea a costa de más enfermedades para las mayorías. Qué nadie ponga en tela de juicio que la salud de los ricos irá mejorando excepto que la misma receta del mismo médico tenga los mismos resultados en la historia reciente de buena parte de América Latina. La mayoría del pueblo se fue dando cuenta, poco a poco, que los pacientes no eran ellos; no eran paciente sino verdugos en aras del vivir mejor de unos pocos. El único modo de dar la vuelta de todo esto fue creer que realmente el pueblo disponía del poder suficiente, el poder constituyente, para construir una sociedad más democrática, soberana y justa. Esas mayorías, en forma de poder constituyente, serán las únicas para destituir este régimen representante de intereses de una minoría. En América Latina, fueron necesarias algunas décadas sufridas, y en la periferia europea, ¿cuándo despertará ese nuevo topo constituyente?
Alfredo Serrano Mancilla es Doctor en Economía y Coordinador América Latina CEPS
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