«Una democracia no puede sobrevivir si sus plazas públicas son lugares donde la gente tiene miedo de hablar y donde no se puede alcanzar ningún consenso»
(Jonathan Haidt: Por qué los últimos diez años en EEUU han sido singularmente estúpidos)
The miracle worker –que podríamos traducir por «la hacedora de milagros»– es una película norteamericana de 1962 que en España se estrenó bajo el título de El milagro de Ana Sullivan. Basada en una obra de teatro de 1959 con el mismo título en inglés narra el inicio de la relación que entablaron la maestra Anne Sullivan y la niña sorda y ciega Helen Keller. La historia que cuenta la película es una versión de la autobiografía de la propia Helen Keller titulada The story of my life, que data de 1903.
El filme, dirigido por Arthur Penn, ha sido reconocido con justicia como una de las obras cinematográficas más inspiradoras de Estados Unidos por el American Film Institute. Anne Bancroft –que interpretada a Anne Sullivan, trabajo por el que se le concedió el Óscar– compone un personaje fascinante, pleno de carisma y humanidad, de fuerte carácter y voluntad de hierro, pero al mismo tiempo compasivo y generoso, seguramente como le correspondía ser a la verdadera Anne Sullivan, una mujer que entregó su vida a la educación de aquella niña que perdió sus capacidades de ver y oír cuando era una bebé de año y medio de edad, momento en el que contrajo una grave enfermedad (seguramente escarlatina) que le dejó esa penosa secuela.
En la película se nos narra magistralmente cómo la joven maestra, ella misma hérfana proveniente de un colegio especial para invidentes y de pasado plagado de dificultades, hace de la educación de la niña la misión de su vida. De hecho, Anne Sullivan ya no abandonará a Helen Keller hasta su muerte en 1936, cuando su discípula se habrá convertido en una relevante personalidad cultural, autora de libros y apreciada conferenciante comprometida con las causas feminista y de defensa de los derechos de los trabajadores. Sus muchos méritos le serían reconocidos públicamente por el Presidente Lyndon B. Johnson otorgándole la Medalla Presidencial de la Libertad en 1964. Y todo fue posible gracias a que Anne Sullivan obró el milagro de que aquella chiquilla, salvaje y consentida de siete años, tenida casi por un animalillo inhumano al que solo cabía compadecer por su temprana y atroz desgracia, aprendiera a comunicarse mediante el lenguaje de signos. Eso lo cambió todo para ella porque, a partir del instante en que puede ponerle nombre a las cosas, empieza a tener un mundo.
Ver la película de Arthur Penn es una forma de tomar conciencia de cómo se le abre un mundo al ser humano cuando llega el momento en que hace uso de la palabra. Entonces, y solo a partir de entonces, es cuando se puede decir que esa persona habita el mundo, el cual ya no es solo ese conjunto de cosas que constituyen el espacio donde uno se desenvuelve –en su dimensión máxima, el universo–, sino un entorno de sentido, el ámbito donde todo está relacionado de forma explicable. A través de la palabra el individuo perteneciente a nuestra especie se constituye en sujeto, es decir, toma conciencia de sí y queda de por vida vinculado –sea o no consciente de ello– al universo del significado. El filósofo Ernst Cassirer definió al ser humano como el animal simbólico, que viene a ser el animal que necesita del sentido porque no le basta con las meras cosas. El neurólogo Oliver Sacks –él mismo notable escritor y por ende amante de las palabras– expresa este valor esencial del lenguaje en este texto que nos legó, y que da idea de la trascendencia salvadora de la labor llevada a cabo por Anne Sullivan: «Una deficiencia del lenguaje es una de las calamidades más terribles que puede padecer un ser humano, pues sólo a través del lenguaje nos incorporamos del todo a nuestra cultura y nuestra condición humana, nos comunicamos libremente con nuestros semejantes y adquirimos y compartimos información. Si no podemos hacerlo estaremos grotescamente incapacitados y desconectados, pese a todos nuestros intentos o esfuerzos o capacidades innatas, y puede resultarnos tan imposible materializar nuestra capacidad intelectual que lleguemos a parecer deficientes mentales.»
Es ese sentido del mundo, de fundamento lingüístico, el que crea nuestra identidad mediante una palabra: «yo». Con ella investimos de realidad a lo que, en gran medida, es una efímera ilusión, y reducimos a entidad simple lo que encierra un insondable abismo transido de complejidad. La identidad es una ficción a la que concedemos credibilidad porque damos testimonio de ella a través de la palabra. Tenemos fe en la biografía, porque somos capaces de plasmarla mediante una narración y ésta solo es posible por obra y gracia del verbo («en el principio fue el verbo, y el verbo estaba junto a Dios…», que reza el Evangelio de San Juan; aseveración válida si sustituimos «Dios» por «conciencia»).
El lenguaje transfigura la mente porque, en efecto, le da el poder de constituirse en conciencia al dotarla de la capacidad de controlar y transformar las experiencias preverbales. La experiencia se torna verbalizada o simbólica. Así el individuo pasa a ser un organismo verbal, es decir, una persona (repárese en que, etimológicamente, «persona», del latín, era la máscara del actor de teatro, cuya entidad dependía del texto que declamaba, o sea, de la palabra). Esta esencial condición lingüística del ser humano pudo ser constatada en la historia temprana de la psicología por el mismísimo Sigmund Freud. Cuando empezó a desarrollar su propuesta terapéutica del psicoanálisis con pacientes que padecían de lo que él llamó neurosis pudo comprobar el enorme poder curativo de la palabra. La famosa paciente de seudónimo Anna O., y que hoy sabemos que se llamaba Bertha Von Pappenheim, llamaba a su tratamiento «cura del habla». La catarsis, que de eso se trata, fue reconocida por el propio Aristóteles como efecto terapéutico del texto teatralizado.
De modo que con las palabras podemos desenterrar un alma sepultada –como se llega a decir en la película en referencia a Helen Keller–, sanar una mente enferma, todo sin salir del claustro del sujeto, pero también podemos influir en las cosas sin manejarlas físicamente. Desde luego el lenguaje es imprescindible para crear la realidad social; entes como Dios, el dinero, la nación o instituciones como el matrimonio y el Estado no podrían existir sin él. Nos permite, pues, influir en las cosas sin manejarlas físicamente. Así, podemos reordenar verbalmente situaciones que por sí solas no admitirían reordenación; podemos aislar características que no pueden aislarse en realidad; podemos yuxtaponer objetos y acontecimientos muy separados en el espacio y en el tiempo; podemos, si queremos, darle la vuelta al universo simbólicamente. Podemos practicar la ingeniería metafísica de multiplicar y diversificar los entes o hacerlos uno en el todo.
Y todo este poder de las palabras tiene su lado oscuro, como esa misteriosa fuerza de Star Wars. Porque ese poder se puede usar para confundir y ocultar o, cuando menos, distorsionar la realidad. Las palabras también son transmisoras de los virus que causan el sectarismo y el fanatismo. ¿Puede existir la verdad sin la palabra? Parece imposible y por eso el discurso y la verdad son elementos inextricablemente vinculados.
Para bien y para mal la lengua que hablamos es un poderoso factor conformador de nuestra cosmovisión. El filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein condensó su revolucionario giro lingüístico, que puso patas arriba la filosofía del siglo pasado, en la frase recogida en su Tractatus Logico-philosophicus que reza: «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo». Entonces se puso el foco del pensamiento crítico en la relación entre palabra y hecho dándose el enésimo giro de tuerca al problema de la verdad subrayando esta vez el papel de la palabra en su conformación. Con la marea posmoderna la intelectualidad europea (Michel Foucault, Jacques Derrida, Gilles Deleuze y adláteres) pareció olvidar el peligro que podía suponer la ruptura de amarras del discurso respecto de la verdad. Así quedó abierta la caja de Pandora que, en el siglo XXI, esparció los virus de la así llamada posverdad, los bulos (fake news) y los hechos alternativos (alternative facts). El ágora de la democracia es campo abierto para toda esta ponzoña epistémica, cuya toxicidad anula el ejercicio de la racionalidad, instalando a gran parte de la ciudadanía en la desconfianza hacia la ciencia y entregándola en brazos de cualquier secta conspiranoica del estilo de los terraplanistas o QAnon. La exigencia ética de decir verdad se sustituye por la eficacia a la hora de hacer patente la identidad de la tribu a la que se pertenece; puesto que la verdad no existe los enunciados no tienen que ajustarse a ella. En el contexto actual de las democracias liberales, cuando se trata de enfrentarse en la arena política, ya no importa la verdad, sino el dominio del relato al servicio de la prevalencia ideológica.
Cualquiera puede ya verse envuelto en situaciones confusas por esta nueva y tortuosa relación con su lengua, efecto de esta amputación de sus raíces, que son la verdad y la historia. Toda lengua es un ecosistema simbólico, producto como todos los ecosistemas de un desarrollo evolutivo. Su manipulación ideológica –y en muchos casos seguramente bien intencionada– introduce un elemento perturbador de su naturaleza, que es tan social como histórica. Es el caso del así llamado «lenguaje inclusivo», promovido institucionalmente y también en foros ciudadanos de debate en los que se supone que se ejerce la libertad de pensamiento. ¿Puede haberla cuando se impone una determinada forma de hablar? Si como he explicado en la primera parte de este artículo el lenguaje es un factor determinante a la hora de construir nuestro mundo, no habiendo mundo sin conciencia que lo ordene armando una cosmovisión, toda exigencia de uso de una neolengua al estilo orwelliano a la hora de expresar públicamente unas ideas implica de hecho la censura del pensamiento y se atenta, por ende, contra la libertad de conciencia.
Paradójicamente el lenguaje supuestamente inclusivo resulta excluyente en la práctica, pues obliga a crear etiquetas lingüísticas para identificar la diversidad taxonómica que el encumbramiento del valor de la identidad impone. En vez de incluir en sus categorías generales a cuantos más individuos mejor, siguiendo el principio de la universalidad humanista que descansa en el valor ético de la igualdad, se da pie a una suerte de sectarismo lingüístico; es decir, la lengua se convierte en ese territorio en disputa que toda tribu quiere en exclusiva para sí (entendiendo por tribu cada grupo que para blindar su identidad anula su capacidad de reconocimiento de la verdad y abraza el dogmatismo). Esto puede llevar al delirio y a verdaderos problemas de orden práctico, arrebatándole por este camino a la lengua su funcionalidad comunicativa, amén de convertirla en un obstáculo en vez de una facilitadora de la universalidad emancipadora, valioso legado ético heredado de la Ilustración.
Como botón de muestra les resumo aquí el caso denunciado por el periodista Álex Grijelmo, quien en 2020 reparó en una expresión del Real Decreto Ley 10/2020 de 29 de marzo. En él aparece la expresión «personas trabajadoras», sustitutiva políticamente correcta del genérico trabajadores (que sin embargo está en el título de una disposición de rango superior, la Ley del Estatuto de los Trabajadores). Pero, como advirtió el susodicho Grijelmo en una columna de El País (26 de abril del mismo año pandémico), la palabra trabajador no significa lo mismo como sustantivo que como adjetivo. No todos los trabajadores son personas trabajadoras. Éstas últimas son las que se aplican con tesón a su labor profesional, a diferencia de las que se escaquean todo lo que pueden. Con este ejemplo comprobamos cómo se violenta la esencia gramatical de una lengua consiguiendo justo lo contrario de lo que se pretendía: la expresión inclusiva acaba significando una exclusión, pues el decreto solo valdría para las «personas trabajadoras», no para todos los trabajadores (que por descontado no es la intención del legislador).
Las directrices lingüísticas promovidas desde la corrección política llevan en muchas ocasiones a tener que morderse la lengua, lo cual es sin duda algo muy delicado desde el punto de vista de la libertad de expresión. Yo mismo tengo mis dudas de cómo debo expresarme en ciertos contextos, como en clase, cuando me dirijo a mis alumnos. No tengo conciencia de expresar ideas sexistas, pero el avance evidente del lenguaje supuestamente inclusivo me confunde a pesar de que sé que cuando llamo «alumnos» a ese conjunto de jóvenes de ambos sexos (¿o más?) a los que trato de enseñar me ampara el genérico del castellano. Aunque supongo que para algunos (o muchos) puedo pasar por machista si ya en sus conciencias ha arraigado el canon de lo políticamente correcto.
De un par de décadas para acá vivimos inmersos en una guerra cultural que se ha ido exacerbando progresivamente, guerra que tuvo su epicentro en los Estados Unidos de Norteamérica (como tantos otros comportamientos de naturaleza viral de los que nos hemos contagiado los europeos). Y como se suele decir, la primera víctima de la guerra es la verdad. Ésta ha sido sustituida de pleno en el siglo actual por la identidad tribal del signo que sea (político, sexual, moral…) como valor rector del discurso político, con la inestimable ayuda del mundo de internet, particularmente del dominio conformado por las redes sociales en donde minorías radicalizadas se han constituido en acérrimos guerreros de ese enfrentamiento sin cuartel. Por la mayor efectividad emocional de sus discursos están consiguiendo arrastrar a una mayoría carente de un criterio propio lo suficientemente fuerte que la mantenga a salvo de los vientos huracanados de la opinión pública (los frívolos intelectuales cabría decir, en expresión del filósofos Jesús Mosterín), para cuya conformación ha dejado de ser determinante la constatación de las evidencias, y sí el halago de los propios prejuicios y creencias que vinculan al individuo con el grupo con el que se identifica. El mito del internet cosmopolita capaz de realizar la utopía del universalismo humanista y emancipador hace tiempo que saltó por los aires. En su lugar el siglo XXI nos ha traído de la mano de las compañías tecnológicas estadounidenses un puñado de productos confeccionados algorítmicamente que ahora demuestran ser corrosivos para la democracia, obstáculos para un entendimiento común (Eli Pariser fue de los primeros en denunciarlo en su libro titulado The Filter Bubble de 2011).
En este panorama de creciente polarización política y emotiva necesitamos mantener el lenguaje como un instrumento de comunión, vehículo de la racionalidad universal, el logos que los antiguos filósofos griegos alumbraron y que es raíz primordial de nuestra civilización. Sin su virtud de otorgar acceso a ese territorio en el que todos podemos encontrarnos para entendernos, esa virtud que lo hace genuinamente inclusivo, seremos como aquellos improbables ancestros del mito de la Torre de Babel a los que ese Dios patriarcal y severo castigó con la división de las lenguas.
José María Agüera Lorente es catedrático de filosofía de bachillerato y licenciado en comunicación audiovisual.
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