Cada vez resulta más difícil «fundirse» en la multitud en busca de anonimato. Lo propio de lo urbano es ese exceso multitudinario que de pronto altera los espacios públicos, confunde a los sociólogos y puede amedrentar al poder. Frente al desfile de masas homogéneas, indiferenciadas e incontroladas el gobierno otorga permisos, distribuye espacios y emplea lentes (digitales) […]
Cada vez resulta más difícil «fundirse» en la multitud en busca de anonimato. Lo propio de lo urbano es ese exceso multitudinario que de pronto altera los espacios públicos, confunde a los sociólogos y puede amedrentar al poder. Frente al desfile de masas homogéneas, indiferenciadas e incontroladas el gobierno otorga permisos, distribuye espacios y emplea lentes (digitales) que le permiten contemplar con otros ojos el lento paso de la muchedumbre.
Sistemas como el Gigapan o el diseñado por la empresa española Lynce para averiguar el número de asistentes a la manifestación contra el aborto permiten contar una por una a las personas que participan en una manifestación y determinar con cierta precisión el número total de asistentes. Cuando se da una cifra de participantes no sólo se enfrentan convocantes, policía y administraciones. Delimitar lo que en principio parece inconmensurable resulta tranquilizador.
Pero además, después del tratamiento digital de fotografías de alta resolución tomadas desde posiciones fijas y desde tomas aéreas, los programas informáticos que desarrollan empresas como Lynce permiten asignar un número a cada persona. Una especie de número de identificación que pronto podría coincidir con el propio número oficial de identidad, sobre todo si evolucionan los sistemas de reconocimiento facial. Una buena razón para prohibir manifestarse con el rostro cubierto, como en Francia.
Esta es la potencialidad disciplinaria, panóptica, de esta tecnología, sobre todo en su vertiente más explícita (la clásica cámara de videovigilancia). Al Estado le basta poder registrar y clasificar, en todo momento -necesariamente a posteriori-, toda la información que podamos generar, incluyendo nuestra propia presencia pública. Y que nosotros sepamos que pueden hacerlo.
Lo más curioso es lo poco que nos importa, sobre todo si podemos acceder libremente a esta información…y disfrutarla. Es lo que muestra también el éxito de Google y sus productos, Facebook y otras redes sociales, etc. Este hecho plantea la variante difusa del control social, que no necesariamente tiene por qué establecerse de arriba abajo, y que encima puede ser divertida y placentera. ¿Servidumbre voluntaria a través del consumo? ¿Control generalizado de todos frente a todos?
Yo no acabo de tenerlo claro. Muchas prácticas de los internautas invierten y alteran la lógica de la vigilancia. Por ejemplo, los hackers italianos de Ippolita desarrollaron un sencillo sistema de intercambio de cookies denominado Scookies con el que juegan al despiste con la segmentación de perfiles que lleva a cabo Google. Ellos se fijan más bien en el uso que le damos a la red. A su juicio, la insistencia en la cuestión de la privacidad, que puede derivar en actitudes neoludditas, enmascara un asunto políticamente más importante, el de la pasividad de la gente frente a la tecnología. Volviendo a la manifestación que discurre bajo una infinidad de miradas digitales. ¿Sólo cabe mirar a la cámara y sonreír?