La comprensión de las causas y los factores que motivan el crimen, exige ir más allá, del individuo catalogado como delincuente en su conformación biológica y psicológica. Esta visión del problema la impuso el juego combinado de instrumentos políticos y medíaticos como elemento de la cultura dominante. Los discursos relativos al delito, con enfoque clínico basadas […]
La comprensión de las causas y los factores que motivan el crimen, exige ir más allá, del individuo catalogado como delincuente en su conformación biológica y psicológica. Esta visión del problema la impuso el juego combinado de instrumentos políticos y medíaticos como elemento de la cultura dominante.
Los discursos relativos al delito, con enfoque clínico basadas en disciplinas como la medicina, biología, antropología y psicología, tuvieron el papel cultural de servir de justificación ‘científica’ para el origen y razón de ser de la criminalidad. Se convirtieron, al igual que la Criminología positivista, en simples herramientas funcionales para la reproducción ideológica, es decir para que la clase hegemónica continuara con sus privilegios mediante la explotación de las clases marginadas.
Si abandonamos esa visión reduccionista es posible cuestionar postulados establecidos como únicos y no sujeto a crítica, por el discurso dominante, rompiendo así con las premisas que emergen con fundamental relevancia desde los medios de comunicación.
En estas, como en tantas otras cosas, el objetivo de un orden social justo, con base antropológica, sustentado en relaciones sociales libres, impone superar la ideología reproductiva en el modelo económico capitalista. Así visto, el problema relativo a la construcción y captación de una realidad social, dentro de la categoría conceptual delito, y su traducción mediática por la noción de inseguridad, admite un desarrollo dialéctico, en tanto el discurso positivista antes enunciado, ha venido siendo contrariado por otras concepciones que lo niegan en su esencia, pero que no alcanzan a superarlo, con lo que la pervivencia de las tesis primigenias elaboradas por esa corriente de pensamiento perduran bajo distintos paraguas, que aún le otorgan sobrevida.
Es por todos conocido que hacia fines de los años 60, y principios de los 70, en el siglo pasado y con desarrollo mundial se gestaron movimientos sociales de protesta y de rechazo al régimen capitalista. Estas expresiones en el plano de la lucha político-social tuvieron su correlato la crítica criminológica al paradigma positivista, circunscribiendo la cuestión en el plano del conflicto social ínsito en el fenómeno delictivo. Se gesta así, en ese polo antitético, una suerte de unanimidad en el «no», a la estrategia dominante de pensar y abordar el crimen como algo que se dice del hombre o se atribuye a algunos hombres, en tanto individuos desviados, inferiores, con deficiencias psicológicas y fisiológicas que los predisponen al delito, confrontándola con un abordaje de las causas del crimen en el hecho social, con base en la sociedad de clases y la naturaleza patriarcal de estas.
Sin embargo, -el tiempo histórico nos facilidad la observación-, esa experiencia de oposición no alcanzo la síntesis superadora, en tanto al consumarse en las décadas del 80-90 la derrota de las luchas sociales y ulteriormente la globalización capitalista, los espacios para su desarrollo , se vieron acotados en su objetividad y fueron, en sentido contrario, propensos a la imposición de un discurso reformista, que termina por construir un neopositivismo criminal, con apoyatura en los estereotipos impuestos por el discurso mediático, de lucha contra el delito y exacerbación del discurso atinente a la inseguridad. Una vez más, la falta de visualización del problema del Estado, y con él cuanto atañe a la necesidad política de su transformación con eje en la modificación de las relaciones de producción, hizo mella en lo loable del planteo, para marcar con rigor de tragedia sus carencias.
Es así que hoy tenemos nuevamente que insistir en premisas que pudieron ser aceptadas culturalmente por los sectores explotados y oprimidos incorporándolas a su programa de lucha social transformadora de la realidad, y que políticamente no fueron viabilizadas, por sus gestores intelectuales, con desmerecimiento de ese factor.
Hoy teniendo presente estos aspectos, y retomando lo andado, en condiciones ideológicas y culturales desfavorables, se hace necesario mostrar el crimen o la criminalidad como emergentes de una construcción social basada en la estratificación social, resultante de relaciones de dominación y no como un comportamiento aislado de un individuo. «El Estado capitalista es el producto natural de una sociedad dividida por clases sociales. La necesidad del Estado sólo surgió con la aparición de una división del trabajo basada en la explotación de una clase por otra y con la desintegración de la sociedad comunal. La nueva clase dominante creó el Estado como un medio para mantener al resto de la población a una sumisión económica y política» (Young, Taylor y Walton, p. 250 Criminología Crítica. Edit. Siglo XXI)
Hoy es posible ubicar en el plano de lo objetivo traspasando lo ideológico subjetivo, que todo sistema político que gestiona relaciones de explotación y opresión sobre el conjunto social, existe con un mínimo consenso, en tanto impone y naturaliza mecanismos de control social, con múltiples y variadas formas de manifestación, por lo que, en ese contexto lo que se conoce como «delito» es en gran parte, la resultante de las contradicciones y de la violencia estructural que el mismo sistema propicia. En otras palabras, son las estructuras sociales, políticas, económicas y culturales las que determinan de manera arbitraria y funcional, la caracterización de una conducta como delito y de una persona como delincuente.
Podemos observar el problema desde plano diverso, si ubicamos al crimen en la naturaleza del mercado capitalista, en la estructura inequitativa de clases donde sistemáticamente se frustran los ideales meritocráticos que sirven para legitimizar al sistema, y dentro de los valores centrales del individualismo competitivo que moldean y guían las frustraciones e ira de las personas.
Desde allí, apelamos a un análisis que construye la noción de delito, como una de las tantas manifestaciones de un sistema de producción y las relación de poder que este gesta. Es sustancial la pregunta sobre las condiciones que determinan la distribución de riquezas, ¿por qué hay ricos y por qué hay pobres? ya que no sólo delinquen los pobres, sino que las personas con alto grado de ingresos económicos igualmente delinquen pero no son reprimidas. ¿Cómo explicar tantos delitos de cuello blanco?, ¿cómo explicar la corrupción, dentro y fuera del Estado?, ¿cómo entender que el medio ambiente es aniquilado por empresas monopólicas?
Dentro del capitalismo el objetivo primordial es el consumo por lo tanto la producción. El capital organiza la sociedad con base en producir más y en consumir más, con un regulador formal del intercambio que es el dinero, que por su trascendencia debe ser obtenido sin importar los medios.
Siendo el dinero, reputado como mercancía que da inicio y fin de la existencia del ser humano esta premisa produce rupturas sociales que abandonado el valor justicia, permiten la explotación del hombre por el hombre, destruye la solidaridad y alimenta un exacerbado individualismo
En este contexto es perfectamente comprensible la posibilidad de la empresa delictiva, en tanto la misma no se diferencia del resto sino en la entidad del producto que elabora, y aún más, que un emprendimiento asuma objetivos legítimos desde los cuales, consumar conductas lesivas. Basta apreciar en este sentido, el predicamento en jóvenes de clases bajas, de las estructuras delictiva empresariales. Maravillados por el acceso a bienes que no son de su capacidad económica, los jóvenes ponen de manifiesto el fracaso de políticas públicas, integrando en alto número esas bandas.
El análisis de la pobreza y no así de la riqueza como factor predisponente de la criminalidad es resultado del discurso ideológico (en el sentido de falsa apreciación de la realidad) capitalista con base en la necesidad de la dominación de la clase hegemónica sobre las masas.
Desde ese plano se gesta socialmente y se naturaliza por reiteración mediática y penetración ideológica, una asociación entre la falta de desarrollo psicosocial (inferioridad), la pobreza y la consecuente inadaptación a las normas sociales y por otro lado de forma paralela, se crea una disociación entre la empresa capitalista y sus delitos con sustento en la acción legitimadora del Estado. En el mismo orden de ideas, se observa a los individuos como únicos responsables de los delitos eliminando de facto la influencia de la dialéctica estructura superestructura y con ello la relación de los explotados y oprimidos con las clases en el poder.
El punto de partida de una práctica, militante modificadora del orden social dado, con base en el abordaje del fenómeno social del delito y el castigo, es deslegitimar el discurso criminológico mediático denunciando su función de aparato ideológico, justificativo de las necesidades represivas y disciplinarias de la sociedad capitalista; ligándolo con el planteo de conjunto de crítica política a la sociedad burguesa en tanto la criminalización es tan sólo una manifestación más de la dominación,
Lo dicho significa sostener que la construcción de las leyes, del sistema de justicia, del control social, la concepción del delincuente e incluso el Estado mismo, son medios empleados por las clases burguesas para mantener su condición de explotadores.
Es preciso incorporar a todo programa de acción política un factor conceptual que debe ser asumido como estandarte por la clase trabajadora , señalando que la sociedad donde nos desenvolvemos es una sociedad de clases que estructura institucionalmente organizaciones estatales y paraestatales para hacer funcional la dominación de una clase sobre otra.
En igual medida debe poder transmitirse y propagandizarse que los intereses de esta clase dominante son plasmados en el derecho penal en tanto, las leyes penales defienden los intereses de la clase dominante y no los de la población y que por ello los órganos represivos del Estado protegen los intereses de esta clase, y no los de la sociedad en su conjunto.
No hay una noción abstracta de seguridad que se ubica por encima de las clases sociales como valor que debe ser defendido por todos por igual, lo que existe, en el plano de lo real y concreto es la «seguridad» de los dominadores que se traduce en la continuidad pacífica y reproductiva de esa dominación de clase.
Debe propagandizarse que el Estado gestiona y gerencia los intereses de la burguesía en su conjunto y para ello se hace del monopolio de la violencia, legitimando por las leyes su proceder. Su protección no se basa en la legitimidad de los intereses defendidos sino en la coerción, o en la difusión de una «falsa conciencia».
Todo Estado de la burguesía, cualquiera fuera la forma que asuma, se encuentra sumergido en deplorables y lacerantes injusticias sociales, en donde la violación a los derechos humanos, entre muchas cosas más, es una constante que no merece reproche.
Estas premisas, deben formar parte del programa político de la clase trabajadora y el conjunto de los oprimidos. No admiten una reiteración puramente académica que las condene al fracaso porque ello implicaría la prevalencia de lo contrario, es decir, la sociedad de clases, el control estatal, la vigencia de lo represivo sobre el consenso. El planteo en definitiva, no es otra cosa, que la reiteración de lo básico: Socialismo o barbarie.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.