Amos Oz es un escritor israelí al que admiro. Quizás baste recordar su libro de memorias, que bien podía ser también una novela: Una historia de amor y oscuridad. Ha vivido toda su vida en kibutz, como obrero y profesor, y no deja de hablar un solo día sobre la necesidad de la paz y […]
Amos Oz es un escritor israelí al que admiro. Quizás baste recordar su libro de memorias, que bien podía ser también una novela: Una historia de amor y oscuridad. Ha vivido toda su vida en kibutz, como obrero y profesor, y no deja de hablar un solo día sobre la necesidad de la paz y la concordia entre palestinos y judíos. En agosto de este año le dieron el Premio Goethe, y al recibirlo en Francfort recordó en su discurso que un día se había jurado nunca poner un pie en Alemania. Agravios tenía suficientes, porque tíos y primos suyos habían sido víctimas del Holocausto.
Y en ese discurso ha dicho algo que me ha conmovido: que imaginarse al otro es un antídoto poderoso contra el fanatismo y el odio. Es cierto. No simplemente ser tolerante con los otros, sino meterse dentro de sus cabezas, de sus pensamientos, de sus ansiedades, de sus sueños, y aun de sus odios, por irracionales que parezcan, para tratar de entenderlos.
Ser tolerante se queda en una actitud condescendiente. No basta. Hay que hacer el viaje de nuestra mente hacia la mente ajena, y vivir dentro de ella lo suficiente para que, al salir, ya no seamos otra vez los mismos. De ninguna otra manera podría resolverse el conflicto recurrente, odioso y tan sangriento entre israelíes y palestinos, que deberán vivir un día en paz, compartiendo el mismo ladrillo en que los han confinado la geografía y la historia.
Pienso en Amos Oz, de pie frente al abismo de un pasado de odios seculares, de prédica diaria de intolerancia que se resuelve, también a diario, en actos terroristas de uno y otro lados. ¿Qué de tan terrible hay en el pasado de Costa Rica y Nicaragua como para atizar esos vientos de odio que soplan en estos días? Dichosamente muy poco.
Supongo que viviríamos mejor avenidos unos con otros si Nicaragua no padeciera de tanta pobreza, y quienes buscan el sustento y el de sus hijos no tuvieran que emigrar de manera masiva a Costa Rica; si las oportunidades de una vida mejor para los nicaragüenses en su propio suelo no fueran tantas veces atajadas por la injusticia, el egoísmo y la corrupción, y los repartos arbitrarios de poder. Y creo también que si no fuera por la irritación que esas migraciones masivas causan en las relaciones entre los dos países, el asunto del río San Juan no sería lo sensible que es.
A los nicaragüenses les pasa en Costa Rica lo que a todos los trabajadores emigrantes del mundo, que para alguna capa de la población del país adonde llegan de manera forzada, porque los empuja la miseria, se vuelven indeseables, y llega el momento en que alguien piensa que deben ser reprimidos por leyes migratorias drásticas, como si las medidas policiacas fueran capaces de solventar los grandes desajustes que hay entre dos sociedades vecinas en la geografía y en la historia.
Ese mismo malestar intolerante existe en España frente a la presencia masiva de marroquíes y sudamericanos, especialmente ecuatorianos, en Francia con los magrebíes, en Estados Unidos con los hispanos recolectores de cosechas, pinches de cocina, barrenderos, recogedores de la basura; quienes pueden hacer otra cosa no quieren esos oficios, ni para ellos ni para sus hijos, pero hay quienes no dejan de odiar a los extranjeros que los hacen por ellos.
De esa xenofobia destructiva, que se vuelve mutua, y que es fruto de lo más primitivo que hay en el ser humano, es de lo primero que tenemos que cuidarnos. El odio al otro, al que ni siquiera se tolera, ya no digamos que se le entienda, o que se le imagine, como pide Amos Oz. Xenofobia como la que hemos visto sacar cabeza y garras, luego de que un nicaragüense anónimo fue despedazado por unos perros de presa cuando se metió a robar en un taller de mecánica, espectáculo filmado por la televisión y visto en miles de hogares nicaragüenses y costarricenses con el mismo horror.
¿Pero cuánto han reflexionado quienes se sienten tentados al vicio de la xenofobia, a ambos lados de la frontera, acerca del hecho de que el ser humano que destrozaron los perros sólo luego resultó ser un nicaragüense, algo que nadie antes habría sido capaz de saber? Es decir, que la policía que se quedó sin hacer nada, los curiosos que allí estaban, el dueño de los perros y los vigilantes, a quien vieron que los perros mataban a mordiscos era alguien que podía ser costarricense, o nicaragüense, o de cualquier otra nacionalidad, pero que era, y eso basta, un ser humano.
Yo diría que en Nicaragua, en la mayoría que piensa, no la que atiza, lo que hay es un sentimiento de pesadumbre, porque algo se nos va otra vez de las manos, y porque los hechos van a estar allí, y van a herirnos otra vez, si no sabemos dominarlos, si no aprendemos a ir más allá del desentendimiento, y aun de la simple tolerancia. Si no aprendemos a vernos como el otro, a imaginar que somos el otro.
* Escritor nicaragüense