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Imperialismo. Lecciones desde Irak

Fuentes: Revista TRIcontinental

Las notas que siguen a continuación tienen por objeto invitar a un re-examen de la cuestión del imperialismo a la luz de las enseñanzas que arroja la ocupación militar de Irak por parte de las fuerzas armadas norteamericanas. Tal revisión se torna imprescindible no sólo para desmontar la propaganda orquestada desde Washington con relación a […]

Las notas que siguen a continuación tienen por objeto invitar a un re-examen de la cuestión del imperialismo a la luz de las enseñanzas que arroja la ocupación militar de Irak por parte de las fuerzas armadas norteamericanas. Tal revisión se torna imprescindible no sólo para desmontar la propaganda orquestada desde Washington con relación a la guerra de Irak sino porque aún dentro de las filas de la izquierda predomina una lamentable confusión en torno al imperialismo y sus formas actuales de manifestación. Dado que no puede haber una línea política correcta si la misma no se funda en un análisis preciso de la realidad, clarificar este asunto se convierte en una materia de la mayor importancia.

Los límites de la teorización clásica

La confusión aludida más arriba tiene que ver con las insuficiencias de la teorización tradicional del imperialismo ante las transformaciones experimentadas por el modo de producción capitalista a lo largo del siglo veinte. Como lo recordara el marxista indio Prabhat Patnaik en su breve ensayo aparecido en la Monthly Review a comienzos de la década de los noventas, el término imperialista prácticamente había desaparecido de la prensa, la literatura y los discursos de socialistas y comunistas por igual (Patnaik, 1990). Este desvanecimiento de dicha problemática era un síntoma de las notables transformaciones acaecidas a partir de la finalización de la Segunda Guerra Mundial, las cuales ponían en cuestión algunas de las premisas centrales de las teorías clásicas del imperialismo formuladas en las dos primeras décadas del por Hobson, Hilferding, Lenin, Bujarin y Rosa Luxemburgo, para no mencionar sino a sus principales figuras.

a) Para comenzar digamos que un dato decisivo de estas teorías era la estrecha asociación existente entre imperialismo y crisis del capitalismo en las economías metropolitanas. El período que se inicia a finales de la década de los cuarentas, sin embargo, es el de mayor crecimiento jamás experimentado por las economías capitalistas en su conjunto y, al mismo tiempo, uno de los más agresivos desde el punto de vista de la expansión imperialista, especialmente norteamericana, por toda la faz de la tierra. La clásica conexión entre crisis capitalista y expansión imperialista quedaba de ese modo rota, sumiendo en la perplejidad a quienes aún se aferraban a las formulaciones clásicas del imperialismo (Panitch y Gindin, 2003: pp. 30-31).

b) Otro antecedente que vino a agravar esa situación fue la constatación de que, contrariamente a lo que señalaban los debates de comienzos de siglo pasado, la rivalidad económica entre las grandes potencias metropolitanas ya no se traducía en conflictos armados (como la Primera y Segunda Guerras Mundiales) sino en una competencia económica pero que, pese a su por momentos extrema ferocidad, jamás se tradujo en los últimos cincuenta años en un enfrentamiento armado entre las mismas. Kautsky insistió precozmente sobre este punto, en una tesis sumamente sugerente pero no exenta de serios problemas interpretativos.

c) Por último, otro asunto que puso en crisis las teorizaciones clásicas del imperialismo fue, en la fase actual de acelerada mundialización de la acumulación capitalista, la expansión sin precedentes del capitalismo a lo largo y a lo ancho del planeta. Si bien aquél fue desde siempre su régimen social de producción caracterizado por sus tendencias expansivas, tanto en la geografía física como en la social, la aceleración de este proceso a partir de la caída del Muro de Berlín y la implosión de la ex Unión Soviética ha sido vertiginosa. El reparto del mundo, fundamento de las interminables guerras de anexión colonial o neocolonial, tenían un supuesto en la actualidad insostenible: la existencia de vastas regiones periféricas en las cuales el capitalismo fuese prácticamente desconocido. Como bien acota Ellen Meiksins Wood, las teorías clásicas del imperialismo «asumen, por definición, la existencia de un ambiente ‘no capitalista'» (Meiksins Wood, 2003: p. 127).

Respuestas ante los nuevos desafíos

Ahora bien, la trascendencia de estos cambios ha dado lugar a tres distintas actitudes. Están, por una parte, quienes en la izquierda dogmática se niegan a aceptar su entidad e importancia, aduciendo que sólo se trata de transformaciones superficiales que carecen de importancia. Nada ha cambiado y por lo tanto nada hay que cambiar. Están, luego, quienes a partir del reconocimiento de tales cambios pasan a sostener tesis radicales que anuncian «el fin de la era imperialista» y el advenimiento de una nueva forma de organización internacional, «el imperio.» El locus classicus de esta postura es, por supuesto, el libro de Michael Hardt y Antonio Negri, Imperio, cuyas tesis centrales hemos criticado en un trabajo especial y sobre las cuales volveremos más abajo (Hardt y Negri, 2000; Boron, 2002). Estamos, por último, quienes reconocemos la enorme importancia de los cambios aludidos más arriba pero insistimos en que el imperialismo no se ha transformado en su contrario, ni se ha diluido en un vaporoso «sistema internacional» o en las vaguedades de un «nuevo régimen global de dominación.» Se ha transformado, pero sigue siendo imperialista. Así como los años no convierten al joven Adam Smith en el viejo Karl Marx, ni la identidad de un sujeto se esfuma por el sólo paso del tiempo, las mutaciones experimentadas por el imperialismo no dieron lugar a la construcción de una economía internacional no-imperialista.

Es innegable que existe una continuidad fundamental entre la supuestamente «nueva» lógica global del imperio -sus actores fundamentales, sus instituciones, normas, reglas y procedimientos- y la que existía en la fase presuntamente difunta del imperialismo. Más allá de ciertas apariencias novedosas, los actores estratégicos de ambos períodos son los mismos: los grandes monopolios de alcance transnacional y base nacional y los gobiernos de los países metropolitanos; las instituciones que ordenan los flujos económicos y políticos internacionales siguen siendo las que signaron ominosamente la fase imperialista que algunos ya dan por terminada, como el FMI, el Banco Mundial, la OMC y otras por el estilo; y las reglas del juego del sistema internacional son las que dictan principalmente los Estados Unidos y el neoliberalismo global, impuestas coercitivamente durante el apogeo de la contrarrevolución neoliberal de los años ochenta y comienzos de los noventa a través de una combinación de presiones, «condicionalidades» y manipulaciones de todo tipo.

Por su diseño, propósito y funciones estas reglas del juego no hacen otra cosa que reproducir y perpetuar la vieja estructura imperialista que, como diría el Gatopardo, en algo tiene que cambiar para que todo siga como está. Parafraseando a Lenin podríamos decir que el imperio imaginado por Hardt y Negri, o por los teóricos de la globalización, es la «etapa superior» del imperialismo y nada más. Su lógica de funcionamiento es la misma, como iguales son la ideología que justifica su existencia, los actores que la dinamizan y los injustos resultados que revelan la pertinaz persistencia de las relaciones de opresión y explotación.

Tal como se decía más arriba, un modo de producción tan dinámico como el capitalismo -«que se revoluciona incesantemente a sí mismo,» como recuerdan Marx y Engels en El Manifiesto Comunista– y una estructura tan cambiante como la del imperialismo-su estructura, su lógica de funcionamiento, sus consecuencias y sus contradicciones- no se pueden comprender en su cabalidad mediante una relectura talmúdica de los textos clásicos de Marx, Hilferding, Lenin, Bujarin y Rosa Luxemburgo.

Es obvio que el imperialismo de hoy no es el mismo de hace treinta años. Ha cambiado, y en algunos aspectos el cambio ha sido muy importante. Pero nunca será demasiado el insistir en que, pese a estos cambios, no se ha transformado en su contrario, como nos propone la mistificación neoliberal, dando lugar a una economía «global» donde todas las naciones son «interdependientes». Sigue existiendo y oprimiendo a pueblos y naciones, y sembrando a su paso dolor, destrucción y muerte. Pese a los cambios conserva su identidad y estructura, y sigue desempeñando su función histórica en la lógica de la acumulación mundial del capital. Sus mutaciones, su volátil y peligrosa mezcla de persistencia e innovación, requieren la construcción de un nuevo abordaje que nos permita captar su naturaleza actual. No es éste el lugar para proceder a un examen de las diversas teorías sobre el imperialismo.

Digamos, a guisa de resumen, que los atributos fundamentales del mismo señalados por los autores clásicos en tiempos de la Primera Guerra Mundial siguen vigentes toda vez que el imperialismo no es un rasgo accesorio ni una política perseguida por algunos estados sino una nueva etapa en el desarrollo del capitalismo. Esta etapa está signada, hoy con mayor contundencia que en el pasado, por la concentración del capital, el abrumador predominio de los monopolios, el acrecentado papel del capital financiero, la exportación de capitales y el reparto del mundo en distintas «esferas de influencia». La aceleración del proceso de mundialización acontecida en el último cuarto de siglo, lejos de atenuar o disolver las estructuras imperialistas de la economía mundial, no hizo sino potenciar extraordinariamente las asimetrías estructurales que definen la inserción de los distintos países en ella. Mientras un puñado de naciones del capitalismo desarrollado reforzó su capacidad para controlar, al menos parcialmente, los procesos productivos a escala mundial, la financiarización de la economía internacional y la creciente circulación de mercancías y servicios, la enorme mayoría de los países vio profundizar su dependencia externa y ensanchar hasta niveles escandalosos el hiato que los separaba de las metrópolis.

La globalización, en suma, consolidó la dominación imperialista y profundizó la sumisión de los capitalismos periféricos, cada vez más incapaces de ejercer un mínimo de control sobre sus procesos económicos domésticos. Esta continuidad de los parámetros fundamentales del imperialismo -no necesariamente de su fenomenología- es ignorada en la obra de Hardt y Negri, y el nombre de tal negación es lo que estos autores han denominado «imperio.»

Las «duras réplicas» de la guerra en Irak

La Guerra de Irak, declarada en solitario por Washington con el sólo apoyo de su principal estado-cliente, el Reino Unido, y llevada a cabo casi exclusivamente por las fuerzas armadas de los Estados Unidos, ha tenido sobre la tan difundida teorización de Hardt y Negri el mismo efecto que la destrucción de las Torres Gemelas tuvo sobre la autoestima norteamericana. En tal sentido, tenemos la certeza de que todo un conjunto de acontecimientos que se sucedieron en la arena internacional poco después de la publicación de Imperio en los Estados Unidos, y de manera muy especial la Guerra de Irak, han refutado de manera inapelable, con la contundencia de los hechos históricos, la audaz teorización propuesta por Hardt y Negri en su libro. Éste no sólo se reveló incapaz de interpretar adecuadamente la historia del imperialismo sino también de dar cuenta de la nueva fase iniciada con el derrumbe de la bipolaridad.

Una enumeración apenas somera de algunas de las principales «víctimas teóricas» de los sucesos prácticos ocurridos recientemente señalaría, entre otros, los siguientes:

a) La concepción de Hardt y Negri sobre el papel de las Naciones Unidas y el derecho internacional. En efecto, los autores de Imperio exageraron groseramente la importancia y la gravitación efectiva de las Naciones Unidas y la legislación internacional. Al carecer de los instrumentos teóricos necesarios que les permitieran percibir la complejidad de la estructura del sistema imperialista debieron limitarse a exponer las apariencias «democráticas» del multilateralismo. Creyeron, en consecuencia, que su hueca formalidad constituía la sustancia misma del imperio.

El contraste con la realidad, evidente ya antes de la invasión decretada por el Presidente George W. Bush, se tornó estridente e insoportable una vez que los Estados Unidos decidieron -como política oficial y ya no más como un position paper escrito por algún halcón del Pentágono que circulaba subrepticiamente por las oficinas de Washington- hacer caso omiso de cualquier resolución que pudiese adoptar el Consejo de Seguridad, ¡para ni hablar de la Asamblea General! Fiel a dicha actitud, la Casa Blanca no vaciló en proseguir adelante en la defensa de su seguridad nacional supuestamente amenazada prescindiendo por completo de la necesidad de construir trabajosos acuerdos políticos o de someterse a los dictados de una legislación internacional que el centro imperial consideraba un mero tributo a la demagogia. Esta postura fue llevada a cabo aún a pesar de los altos costos que implicaba, como por ejemplo la ruptura del consenso noratlántico, la crisis de la OTAN y el grave entredicho con Francia y Alemania cuyas secuelas habrán de ser visibles por mucho tiempo.

El hecho que luego de consumada la agresión de Irak el Consejo de Seguridad hubiera adoptado una resolución por unanimidad exhortando a la reconstrucción democrática y compartida de Irak no hizo sino legitimar post bellum la agresión imperialista. Esta resolución, no obstante, fue recientemente interpretada por Antonio Negri como una capitulación norteamericana frente a las Naciones Unidas cuando se trata exactamente de lo contrario: la impotente aceptación del atropello internacional cometido por Washington (Cardoso, 2003).

b) Otra de las víctimas de la Guerra de Irak ha sido la concepción desarrollada por Hardt y Negri en Imperio acerca del carácter supuestamente desterritorializado y descentrado del mismo. Esta volatilización territorial del imperialismo tenía, como su necesaria contraparte, el irreversible desplazamiento de las antiguas soberanías fincadas en los arcaicos estados nacionales hacia un vaporoso espacio presuntamente supranacional, lugar donde se constituiría una nueva soberanía imperial despojada de cualquier vestigio estatal nacional. Según la concepción que estamos criticando, lejos de reflejar el predominio de un «centro» de la estructura imperialista mundial la nueva soberanía imperial no haría otra cosa que establecer la primacía de una «lógica global de dominio» superadora de los tradicionales intereses nacionales cuya reafirmación tantas guerras «imperialistas» ocasionara en el pasado.

Si hay algo que demostró la agresión descargada sobre Irak fue el carácter meramente ilusorio de estas concepciones tan caras a los autores de Imperio, a las cuales Bush desmintió con los toscos modales del embrutecido cowboy tejano. Una de las primeras lecturas que podemos hacer de los acontecimientos de Irak es que haciendo oídos sordos de la conceptualización de Hardt y Negri -y de algunos otros, justo es reconocer, como Manuel Castells, por ejemplo- la superpotencia solitaria se ha asumido plenamente como imperialista, y que no sólo no intenta ocultar esta condición, como ocurría en el pasado sino que hasta hace gala de ella. Intervino militarmente en Irak, como seguramente lo hará en otras partes, obedeciendo a la más grosera y mezquina defensa de los intereses del conglomerado de gigantescos oligopolios que configuran la clase dominante norteamericana, intereses que gracias a la hegemonía burguesa se convierten, milagrosamente, en los intereses nacionales de los Estados Unidos.

Nada puede ser más desacertado pues que la imagen evocada por Hardt y Negri en su libro en la cual Washington se involucra militarmente a lo ancho y largo del planeta en respuesta a un clamor universal para imponer la justicia y la legalidad internacionales. Toda una plétora de hasta hace poco oscuros publicistas de la ultra-derecha -especialmente Robert Kagan y Charles Krauthammer- han emergido a la luz pública para justificar abiertamente esta reafirmación de un unilateralismo imperialista al que poco y nada le preocupan la justicia y la legalidad internacionales, uniendo fuerzas con otros autores que, como Samuel P. Huntington o Zbignieb Brzezinski habían desde hace ya unos años delineado los imperativos estratégicos de la «superpotencia solitaria» y la impostergable necesidad de asumir a plenitud los desafíos que se desprenden de su condición de punto focal de un vasto imperio territorial. Uno de tales desafíos, no ciertamente el único, es el derecho -¡y no sólo esto sino en realidad el deber, en función del «destino manifiesto» que convierte a los Estados Unidos en portador universal de la libertad y la felicidad de los pueblos!- de apelar a la guerra cuantas veces sea necesaria para impedir que el frágil y altamente inestable «nuevo orden mundial» proclamado por George Bush padre a la salida de la primera Guerra del Golfo se derrumbe como castillo de naipes. Y nada de esto puede hacerse sin reforzar considerablemente la soberanía estatal-nacional norteamericana y sus órganos efectivos de proyección internacional, principalmente sus fuerzas armadas. Esta y no otra es la razón por la cual un ejército nacional como el de los Estados Unidos llega a dar cuenta de casi la mitad de la totalidad del gasto militar del planeta. De este modo, las idílicas ideas planteadas en Imperio: los Estados Unidos respondiendo magnánimamente a las requisitorias universales de restablecer el primado de la justicia internacional y el derecho global fueron también parte de los «daños colaterales» de la agresión a Irak, y quedaron sepultadas por el aluvión de «bombas inteligentes» que se descargaron sobre la geografía iraquesa.

c) Otra de las enseñanzas de la Guerra de Irak ha sido la actualización de algunos de los rasgos que caracterizaban al «viejo imperialismo.» En la versión de nuestros autores, la exaltación de los elementos virtuales establecía un límite infranqueable entre el «viejo imperialismo» y el novísimo imperio, entendiendo por el primero aquel sistema de relaciones internacionales que se encuadraba, aproximadamente, en los cánones establecidos por el análisis leninista y compartidos en gran medida por algunos autores clásicos del tema como Bujarin y Rosa Luxemburgo. Uno de tales rasgos era, precisamente, la ocupación territorial y el saqueo de los recursos naturales de los países coloniales o sometidos a la agresión imperialista. Si de la lectura de Imperio se desprendía una concepción teórica indiferente ante la problemática del acceso a ciertos recursos estratégicos del mundo de la producción, dada su insistencia en los aspectos inmateriales del proceso de creación de valor y las transformaciones de la moderna empresa capitalista, para no señalar sino los aspectos más importantes, la Guerra en Irak demostró, ya en sus tragicómicos prolegómenos, lo desacertado de esta concepción. Basta con recordar al Presidente Bush exhortando, con una patética sonrisa apenas disimulada en sus labios, a los iraquíes a no destruir sus pozos de petróleo y a abstenerse de incendiarlos para comprender el carácter absolutamente crucial que el acceso y control de los recursos naturales estratégicos desempeña en la estructura imperialista mundial. El petróleo constituye, hoy por hoy, el sistema nervioso central del capitalismo internacional, y su importancia es aún mayor que la que tiene el mundo de las finanzas. Éste no puede funcionar sin aquél. Todo el enjambre de aquello que Susan Strange ha correctamente denominado «capitalismo de casino» se desmoronaría en cuestión de minutos ante la desaparición del petróleo. Y éste, lo sabemos, estará agotado de la faz de la tierra en no más de dos o tres generaciones. Sería de una ingenuidad imperdonable suponer que la disidencia francesa frente a los atropellos norteamericanos en Irak se funda en el ardor de las convicciones democráticas y anti-colonialistas de Jacques Chirac o en los irrefrenables deseos de la derecha francesa de asegurar para el pueblo iraquí el pleno disfrute de las delicias de un orden democrático. Lo que motorizó la intransigencia francesa fue, por el contrario, algo mucho más prosaico: la permanencia de las empresas de ese país en un territorio en donde se encuentra la segunda reserva de petróleo del mundo. Contrariamente a lo que nos inducen a pensar Hardt y Negri en su visión sublimada del imperio, uno de los posibles escenarios futuros del sistema internacional es el de una acrecentada rivalidad inter-imperialista en donde el saqueo de los recursos estratégicos, como el petróleo y el agua, y la pugna por un nuevo reparto del mundo bien pudieran tener como consecuencia el estallido de nuevas guerras de rapiña, análogas en su lógica a las que conociéramos a lo largo del siglo veinte.

d) Otra víctima: la concepción que prevalece en Imperio acerca de las mal llamadas empresas transnacionales. En efecto, Hardt y Negri hicieron suya la visión del mundo capitalista desarrollada por las principales escuelas de negocios y los teóricos de la «globalización» neoliberal. Según ésta ya no hay más empresas nacionales pues todas son globales y lo que se requiere es disponer de un espacio mundial liberado de las antiguas trabas y restricciones «nacionales» que afectan al movimiento de los modernos leviatanes capitalistas. Desde una lectura supuestamente anticapitalista este espacio vendría a ser, precisamente, el imperio, tal cual Hardt y Negri lo caracterizan. Tal como lo señalamos en nuestro libro la realidad es, por supuesto, muy diferente. Hay una distinción elemental entre teatro de operaciones de las empresas y el ámbito de su propiedad y control. Si en el caso de las empresas más grandes su escala de operaciones es claramente planetaria, la propiedad y el control siempre tienen una base nacional: las empresas son personas jurídicas que están registradas en un país en particular y no en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York. Están radicadas en una ciudad, se atienen a un determinado marco legal nacional que las protege de eventuales expropiaciones, pagan impuestos por sus ganancias en un país, y así sucesivamente. Pero si algunas dudas quedaban acerca del carácter «transnacional» de la moderna empresa capitalista la conducta de la Casa Blanca y su brutal insistencia en que las beneficiarias de la operación bélica iniciada en nombre de la libertad y la necesidad de liberar al mundo de las amenazas de un peligroso monstruo como Saddam no podían ser otras que las empresas norteamericanas vino a demostrar, con los rudos modales del vaquero tejano, la absoluta irrealidad de las tesis desarrolladas en Imperio sobre este asunto. No sólo eso. No se trata ya de que las empresas norteamericanas se llevan la parte del león de la operación iraquí; la forma misma en que dichos privilegios fueron adjudicados entre empresas vinculadas todas ellas a la camarilla gobernante norteamericana recuerda los métodos utilizados por las distintas familias de la mafia neoyorquina para dividirse el control de los negocios en la ciudad. ¿Qué relación guarda este reparto imperialista con las idílicas teorizaciones que hayamos en Imperio? Absolutamente ninguna.

e) Por último, un párrafo final merece el papel desarrollado por el movimiento «no global,» cuya vigorosa emergencia contradice otros planteamientos del libro de Hardt y Negri. Los «no global» tienen el formidable mérito de haber puesto en marcha un gran movimiento pacifista incluso antes del inicio de las operaciones en Irak. Si, como lo recuerda Noam Chomsky, el pacifismo en relación a la Guerra de Vietnam apareció tímidamente más de cinco años después de iniciada la escalada militar en Vietnam del Sur, en el caso de la reciente guerra ese movimiento logró articular una propuesta masiva y de un vigor inédito semanas antes del comienzo de las hostilidades. Se calcula que unos quince millones de personas se manifestaron por la paz en las principales ciudades de todo el mundo. En Inglaterra y en España, no por casualidad los países cómplices de la agresión imperialista de los Estados Unidos, las demostraciones callejeras adquirieron un volumen inédito en la historia. Los gobiernos de Blair y Aznar exhibieron cuales son sus reales convicciones en relación a régimen democrático al decidir seguir hasta el final con el plan elaborado por los halcones de la Casa Blanca pese al repudio abrumador de la opinión pública. En el caso español, el rechazo a la guerra alcanzaba al 90 por ciento de los entrevistados, a pesar de lo cual el gobierno del Partido Popular prosiguió impertérrito con política.

Lo anterior viene al punto debido a que, en su libro, nuestros autores consagran como el verdadero «héroe» de la lucha contra el imperio al migrante anónimo y desarraigado, que abandona su terruño del Tercer Mundo para internarse en las entrañas del monstruo y, desde ahí y junto a otros como él o ella que constituyen la famosa «multitud», librar batalla contra los amos del mundo. Sin desmerecer la importancia que puedan tener tales actores sociales, lo cierto es que lo que se ha venido observando en los últimos años -y muy especialmente en las manifestaciones pacifistas de comienzos del 2003- es el vigor de un movimiento que tiene raíces muy sólidas en las estructuras sociales del capitalismo metropolitano y que capta numerosos adeptos, especialmente aunque no sólo entre los jóvenes, en grandes segmentos sociales que están sufriendo un acelerado proceso de descomposición en virtud de la mundialización neoliberal. Por su complejidad y radicalidad, su original innovación en lo tocante a la estrategia de organización de los sujetos colectivos, sus modelos discursivos, sus estilos de acción y, finalmente, por su anticapitalismo el movimiento «no global» representa uno de los desafíos más serios con que se tropieza el imperio realmente existente. Esto también constituye una novedad que plantea serias dudas en relación a las tesis elaboradas por Hardt y Negri acerca de los sujetos de la confrontación social y la incierta fisonomía sociológica de la «multitud.»

Conclusión

Estamos viviendo un momento muy especial en la historia del imperialismo: el tránsito de una fase clásica a otra, cuyos contornos recién se están dibujando pero cuyas líneas generales ya se disciernen con claridad. Nada podría ser más equivocado que postular, como hacen Hardt y Negri, la existencia de un nebuloso «imperio sin imperialismo.» De ahí la necesidad de polemizar con sus tesis, porque dada la excepcional gravedad de la situación actual: un capitalismo cada vez más regresivo y reaccionario en lo social, lo económico, lo político y lo cultural, y que criminaliza los movimientos sociales de protesta y militariza la política internacional, sólo un diagnóstico preciso sobre la estructura y el funcionamiento del sistema imperialista internacional permitirá a los movimientos sociales, partidos, sindicatos y organizaciones populares de todo tipo que luchan por su derrocamiento encarar las nuevas jornadas de lucha con alguna posibilidad de éxito.

No hay lucha emancipatoria posible si no se dispone de una adecuada cartografía social del terreno donde habrán de librarse las batallas. De nada sirve proyectar con esmero los rasgos de una nueva sociedad si no se conoce, de manera realista, la fisonomía de la sociedad actual. Un mundo poscapitalista y post-imperialista es posible, pero primero tenemos que cambiar el actual. Y esto no se logra obrando sobre ilusiones sino actuando sobre la base de un conocimiento realista y preciso del mundo que deseamos dejar atrás.

Los extremos a los cuales llega una concepción equivocada como la que sostienen Hardt y Negri se comprueban cuando se leen las declaraciones del último de los nombrados diciendo que «la guerra de Irak fue un golpe de estado de los Estados Unidos en contra del imperio,» u otras por el estilo. En la citada entrevista concedida al diario Clarín de Buenos Aires, Negri aseveró que la actual ocupación norteamericana en Irak no constituye un caso de «administración colonial, sino de un proceso clásico de ‘nation building’ (construcción de nación). Y por ende se trata de una transformación de sentido democrático. Ese es el pretexto de Estados Unidos. Es una ocupación militar que derribó un régimen, pero después el problema es «nation building», o sea un intento de transición, no de colonización. Sería como decir que es colonizador el hecho de pasar de la dictadura a la democracia en Hungría o Checoslovaquia. No hay una actitud de ese tipo en la administración estadounidense. Estos estadounidenses quieren parecer más malos de lo que son.» Conviene preguntarse: ¿será posible avanzar en la lucha concreta contra el imperialismo «realmente existente» con el instrumental teórico que nos proponen estos autores? La respuesta parece más que evidente. Necesitamos revisar la teoría clásica del imperialismo, mas no tirarla por la borda y reemplazarla por una variante, con lenguaje de izquierda, de la teoría de la «globalización» de los ideólogos del neoliberalismo.

(Este artículo fue enviado por el autor especialmente para Tricontinental poco antes de la captura de Sadam Hussein)
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