«(…) la forma en la que organizamos nuestra economía es intrínseca a la manera en la que vivimos juntos y a lo que valoramos de manera conjunta.»
(Martin Hägglund: Esta vida)
Vuelvo a mi pueblo en la costa malagueña. Desde hace más de medio siglo su paisaje sufre la metástasis de campos de golf de inmaculado césped escocés, hoteles de lujo, puertos deportivos y urbanizaciones compuestas por un sinnúmero de chalés que son versión arquitectónica posmoderna de las mansiones nobiliarias y los castillos medievales, la plasmación espacial de la secesión de los ricos y la exclusividad de clase.
Poco queda del lugar que me vio crecer. Ahora es un mutante hormonado con cantidades ingentes de dinero y con los sueños preñados de una ambición sin medida de propios y extraños, todos los que quieren seguir vendiendo los huevos de oro de esta gallina que ya da muestras de agotamiento. Nadie por supuesto lo quiere ver. Es la ceguera consustancial a la codicia que alimenta las calderas siempre a punto de estallar que mantienen pujante el motor del capitalismo.
Ahora mi pueblo es la Sodoma que se desvive por satisfacer los deseos, no importa lo inmorales que sean, de los más pudientes. Es la Gomorra del lujo, ese delirio del ego sustentado en la distorsión cognitiva que permite eliminar de nuestra cosmovisión la evidencia de que el planeta es limitado y de que, como cualquier sistema físico, está sujeto a la ineluctable dictadura de la entropía. Si hay algo que se manifiesta implacable contra la pomposidad del narcisismo de los selfis eso es la entropía, ese principio de la termodinámica que manda que todo tienda al desorden. A los seres vivos nos conduce inmisericordemente a la muerte y al universo entero lo acabará reduciendo al cero absoluto. El ego es la anomalía desde la que se practica el mayor de los negacionismos porque actúa como si la entropía no existiese.
Paseo por las playas de este mi pueblo con el que me identifico en mi memoria de niño y adolescente. Lo examino físicamente como quien se reencuentra con el cuerpo de un antiguo amante y busca en él esas señas de identidad con las que se comprometió apasionadamente. Compruebo la verdad inapelable de los estragos de un clima que parece decidido a tomarse la revancha ante un progreso regido más por la estupidez que por la sabiduría. La mar, temporal tras temporal en invierno, vuelve iracunda para tomar lo que le pertenece. Lo he podido constatar personalmente, conforme me he ido haciendo viejo, en el plazo de los últimos años. He sido testigo de la mengua paulatina e inexorable de las franjas de arena de las playas, de la cantidad y volumen de las dunas costeras, vestigios últimos del paisaje autóctono, de las que aquí sólo quedan un par de sitios marginales tímidamente protegidos, cercados por las insaciables grúas de las constructoras, e insuficientemente cuidados por las acobardadas autoridades medioambientales. Con vergonzante ánimo oscilando entre la impotencia, la rabia y la resignación he visto verano tras verano el deterioro de los fondos marinos de mi Mediterráneo, otrora rebosantes de vida vegetal y peces de todos los tamaños y colores entre los que uno podía bucear contemplando las estrellas de mar que los decoraban y los moluscos que enjoyaban sus bajíos.
Pero la ajada gallina de los huevos de oro tiene que seguir produciendo para lograr lo imposible: llenar los toneles agujereados de los avariciosos. La transmutación teológica del dinero, completa gracias a la tecnología digital de nuestro siglo, le otorga el don de la ubicuidad y lo eleva al estatus ontológico del Espíritu Santo. No ocupa lugar y está en todas partes, siendo él la medida de todas las cosas, de las que son en tanto que son y de las que no son en tanto que no son. Hay que seguir haciendo dinero por él mismo, porque no es finito, es decir, nunca es suficiente; en su condición de ente abstracto lo promete todo, lo conocido y deseado y lo que aún ignoramos que deseamos, pero que por la magia de su mera posesión sabremos que necesitamos. A las gentes que se mueven en el suelo estrecho de las condiciones concretas que les imponen la cruda realidad de la finitud les diremos que hay que seguir vendiéndolo todo porque hay que crear puestos de trabajo. Es la excusa irrefutable, el dogma de la economía neoclásica: el goteo hacia abajo impone el enriquecimiento desmedido de los de arriba para que los demás podamos pelearnos por las migajas. Se constatará con satisfacción que faltan camareros y personal en los hoteles y que los aviones no cesan de aterrizar para vomitar más y más turistas que vendrán a consumir, para lo cual habrá que extraer hasta la última gota de los recursos de este lugar, paradójicamente maldito a causa de su belleza. En algún momento de nuestra historia cultural rompimos amarras con nuestra evolución biológica y dejamos de ser fieles a nuestra especie: ya no somos homo sapiens; somos homo economicus. Nos hemos convencido de que podemos escapar de nuestros cuerpos.
Me indigna la visión de la playa que yo más he frecuentado en los últimos años. En su físico se certifica el triunfo de un capitalismo ensoberbecido que ha llevado al extremo la exigencia de que nada ni nadie le ponga límites, el que porfía desde hace al menos medio siglo por un Estado jibarizado. Nadie que practique la honestidad histórica podrá negar que su éxito ha sido prácticamente total. Nada lo prueba más que el cambio radical de cosmovisión que se ha obrado en virtud del cual la verdad del geocentrismo o el heliocentrismo es irrelevante, pues sólo rige el egocentrismo. Esta es la razón profunda de que para muchos alcance la categoría de certeza delirios como el terraplanismo.
No espere escuchar el bañista plebeyo, el que suele hacer uso de su toalla para reposar sobre la playa, el calmante suspiro regular de las olas sin más sonidos que lo perturben, pues siempre habrá un chiringuito lo suficientemente cerca para que el pringoso son salsero que atronan sus altavoces le disturbe. Igualmente se le negará la dicha de contemplar el limpio horizonte de la mar. El agua también ha sido enajenada; sobre la superficie marina hallará y oirá toda la panoplia de vehículos acuáticos, desde motos hasta yates pasando por lanchas de todo tamaño y modelo, polucionando visual y sonoramente un entorno que, por sí mismo, debería ser el lugar ideal donde encontrar sosiego y disfrute sensual, y la condición de posibilidad para reconocernos los seres humanos al compartir nuestras semejanzas fundamentales. Lejos de eso el espacio común es el continente sin valor en el que el individuo luce su diversidad ególatra, que es lo tenido por importante al ser lo que más atrae la atención.
Una de las prácticas más eficaces en esa empresa de ampliar las fronteras del orden neoliberal ha sido el proceso de privatizaciones que tuvo su cuna en el Reino Unido de Gran Bretaña y que rápidamente se convirtió en la pandemia de la política económica de la década de los noventa del siglo pasado. Se buscaba la supuesta eficacia de la gestión privada y los beneficios para la ciudadanía del imperio del libre mercado donde nada escapa a la benéfica ley de la competencia. Es uno de los mandatos más relevantes del conocido como Consenso de Washington, el catecismo de la religión neoliberal. Prácticamente todo el mundo privatizó, por supuesto tanto en Estados Unidos como en Europa e igualmente bajo el mandato de partidos reconocidos de derechas como con el gobierno de los de la izquierda. De hecho este camino sin vuelta atrás en España fue iniciado por el ínclito Felipe González y consolidado por José María Aznar, el que más ha adelgazado el patrimonio de empresas públicas de nuestro país. Recaudar para aliviar la deuda –el gran negocio de los más ricos y la esclavitud en formato posmoderno de los más pobres– es la consigna, pero ciertamente ha venido empujando una ideología que no siempre ha aconsejado lo mejor como luego se ha visto, sobre todo a raíz de la gran crisis de 2008. Con el tiempo ese proceso ha contribuido a engendrar terroríficos monstruos en forma de oligopolios que poco o nada han contribuido a aliviar la presión financiera sobre los ciudadanos mientras que la deuda del Estado no ha parado de crecer junto con la desigualdad. El triunfo histórico de esta perversa utopía ha supuesto el empobrecimiento del patrimonio público, incluido, sobre todo, el medioambiental, y la asunción de que el bien común nada vale frente a los intereses de las grandes firmas.
El precio que pagamos es el desnorte, la pérdida de rumbo o de objetivo que en cada persona se manifiesta también en lo que el sociólogo estadounidense Richard Sennet denomina «la corrosión del carácter», expresión que da título a un libro de finales del siglo pasado. En él se critica la desaparición de todo un paradigma laboral basado en el oficio cultivado a lo largo de una vida forzada por las demandas estructurales del capitalismo. El resultado es el desprecio del oficio, que ha sido sustituido por la tutela omnímoda del algoritmo (todos somos capaces de hacer cualquier cosa si damos en internet con el tutorial adecuado). Ello ha traído consigo un paulatino distanciamiento de nosotros mismos. Por eso están de moda en la actualidad lo que el filósofo angloganés Kwame Anthony Appiah denomina «etiquetas de identidad». La fe, la clase, la ideología política o la etnia son aspectos que excluyen a los que exhiben otras «etiquetas» dividiendo al mundo en bandos que se hostigan mutuamente. Aquí está la raíz de la desactivación de la lucha de clases. El proletariado es un conjunto vacío y eliminado de la ecuación política. El espacio ya no es algo dado por el mero hecho de existir, sino que es un activo cedido en función de los intereses particulares en pugna sin descanso por el poder. El espacio no es un continuo vital, sino lo que queda por explotar comercialmente.
No deja de ser perfectamente congruente con el anterior principio lo que contemplo estos días en la playa de mi pueblo, el que se desvanece ante mis ojos quedando únicamente el desvaído fantasma de lo que fue en mi memoria (pueblo es ya también una idea carente de sentido político; si acaso, tiene un difuso valor simbólico o pintoresco). Allí donde las familias pasaban el tiempo disfrutando de una versión benigna del verano las playas pierden su arena año tras año a causa de la desaparición de las dunas autóctonas enterradas por las murallas de los bloques de apartamentos turísticos y la horterada de un paseo marítimo hecho de granítico mármol. Allí donde se multiplican verano tras verano los chiringuitos de lujo y los latifundios de hamacas y sombrillas pseudohawainas el espacio deja de ser un bien público, como el agua o el aire, para ser mercancía, algo que debe ponerse a rendir según el dictado de esos intereses privados que responden a un modelo extractivista de la economía, incompatible de todo punto con el bien común que es el paisaje. La pulsión que domina y a la que apenas se opone resistencia manda convertir todo el espacio común en mercado. Cuidar es esa tarea molesta subsidiaria de la obtención de beneficios.
O es monetizable o simplemente carece de interés. Esta premisa disyuntiva se traduce espacialmente en la imparable reducción de los sitios para el recreo (es decir, los que nos reaniman, reparan y vivifican los ánimos y las fuerzas). Negocio y diversión se dan la mano en el fomento de uno de los efectos más extendidos de nuestro modo de vida colectivo, a saber, la distracción; el dis-traerse es no fijarse en algo, no prestarle atención, huir de nosotros mismos en procura siempre de ocuparnos en la próxima tarea, sea trabajo o diversión, sin espacio para re-crearse. La persona se ve arrojada así al productivismo solipsista y cortoplacista y al consumismo compulsivo sin solución de continuidad. De este modo también se entrega necesariamente a la anestesia de todo lo que mantiene vivo el pensamiento. La libertad queda reducida a los estrechos márgenes de la adaptación; en la concepción que de ella ha propagado el neoliberalismo no hay lugar para la rebeldía.
La colonización sin freno del espacio común por los tentáculos del negocio en las ciudades, las plazas y aceras invadidas por las terrazas de bares y restaurantes, los edificios céntricos a los que se han extirpado las viviendas vecinales para implantarles apartamentos turísticos, las playas agobiadas por los chiringuitos y la asfixiante invasión de hamacas, nos revelan algo sobre nuestra vida en común y lo que valoramos como colectivo. Merece la pena que nos paremos a pensarlo.
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