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¿Incorrección política?

Fuentes: Rebelión

Si no me falla la memoria, fue en la segunda mitad de los años ochenta cuando leí por primera vez la hoy manida expresión corrección política, usada entonces para aludir a cierta corriente social en boga en Estados Unidos y que se extendía por Europa que se dedicaba a perseguir con saña inquisitorial el empleo […]

Si no me falla la memoria, fue en la segunda mitad de los años ochenta cuando leí por primera vez la hoy manida expresión corrección política, usada entonces para aludir a cierta corriente social en boga en Estados Unidos y que se extendía por Europa que se dedicaba a perseguir con saña inquisitorial el empleo de un lenguaje ofensivo, o más bien que los inquisidores tomaban por tal, para grupos étnicos, culturales, naciones y animales en peligro de extinción, entre otros.

Denunciaban muchos, con razón, la hipocresía que entrañaba la suplantación de la realidad por la más grotesca de las censuras en la elección de las palabras. Como si decir «afroamericano» o «persona de color» en lugar de «negro» conjurase sin más el racismo, o como si un pobre lo fuese menos por llamarlo «ciudadano de escasos recursos», o sustituir el término de «minusválido» por el de «discapacitado» pudiera mejorar en algo la vida de los tetrapléjicos. Aparte, naturalmente, de la coartada que suponía para los racistas y los misóginos y los reaccionarios de toda laya la posibilidad de velar sus más arraigados prejuicios tras una forma de hablar tan cándida como ortopédica.

El fenómeno no era nuevo, por supuesto; la hipocresía social viene ahogando la libertad de las comunidades humanas desde tiempo inmemorial. Siempre hubo convencionalismos más o menos estúpidos, eufemismos y tabúes. Las singularidades, si acaso, de los nuevos disfraces se reducían a su conversión en ideología con entidad propia y a su generalización como tendencia, amén de su anidamiento en círculos sedicentemente progresistas.

Lo cierto, sin embargo, es que nadie o casi nadie quiso nunca considerarse a sí mismo políticamente correcto. Serlo se tomó muy pronto por síntoma de fatuidad y, por el contrario, presumir de ser políticamente incorrecto resultaba y resulta más elegante, prueba de mentalidad audaz y no atada por los aires de moda. Con lo que en las últimas décadas ha aumentado hasta el hartazgo el ejército de los que ladran las ideas más trilladas vanagloriándose de originalidad. Pasar por ser minoritario siempre ha vestido bien, sobre todo si se evitan los riesgos de serlo de verdad.

Con el rodar de los años se fueron aficionando a esta nueva argucia los más recalcitrantes arcaístas. Se trataba ciertamente de un hallazgo precioso que permitía hacer pasar vómitos medievales por valientes ocurrencias. A enorme velocidad fueron llenándose los medios conservadores de los usos de expresión propios de los cafres, pero presentados ahora no como el lastre de mentalidades repletas de telarañas, que es lo que en el fondo siguen siendo, sino como la rebelión de espíritus libres contra la odiosa «dictadura de lo políticamente correcto». Se fue perdiendo el pudor a volver a tachar de «maricones» a los homosexuales, llamar «vagos» a la totalidad de los trabajadores si se terciaba, hablar de «moros» y «rojos», o de «marimachos» si se referían, claro, a las feministas. Es decir, exactamente la misma baba repugnante que le chorreaba en sus arengas radiofónicas a Queipo de Llano durante la Guerra Civil, pero baba posmoderna, que se disimula mejor aunque le ponga a uno igual de perdida la entrepierna.

En la actualidad, habiendo logrado la extrema derecha un dominio abrumador de la prensa del país, se han rebasado cotas de inusitada ferocidad. En el recuerdo reciente de los lectores estarán con seguridad las joyas más sonadas, así como sus más cerriles autores, de manera que no voy a atormentar el estómago de nadie con una innecesaria lista de citas.

Pero sí llamaré la atención sobre la expansión del concepto de lo políticamente correcto más allá de los usos lingüísticos, que eran su original territorio, con la finalidad de servir de coartada a la promoción de un refrito ideológico próximo al fascismo y ciertamente indigesto.

Hace escasos días, el dirigente de la patronal Joan Rosell afirmaba que, de encargarse ellos del gobierno -es decir, los grandes empresarios que se reúnen con el presidente Zapatero para ordenarle lo que hay que hacer-, adoptarían decisiones necesarias para salir de la crisis pero «políticamente incorrectas». Más allá de la tomadura de pelo de intentar hacernos creer que no son ellos los que mandan sino los monigotes mercenarios que cuidan de sus intereses corporativos al frente de las instituciones, cuesta poco imaginarse qué tipo de decisiones serían y en qué consistiría su incorrección. El propio Rosell las ha mencionado en más de una ocasión: despedir a los funcionarios que se le antojen molestos (imagínense qué placer poder echar a la calle a los inspectores de Hacienda que se empeñen demasiado en perseguir el fraude fiscal de las empresas del propio presidente de la CEOE o de las de sus amigos), hacer desaparecer los servicios públicos, reducir al borde de la pobreza los salarios y obligar a trabajar más de catorce horas diarias. El señor Rosell tiene fama de hombre moderado y lo suele decir de otra manera, pero se trata de esto, más o menos, que es a lo que se vienen aproximando todos los gobiernos europeos, aunque no al ritmo pavoroso al que Joan Rosell y otros partidarios moderados de la esclavitud quisieran que fuesen hechas las cosas.

La trampa estriba en hacer creer que una tupida resistencia de prejuicios impide el desenvolvimiento de iniciativas valientes y radicales. La utilización propagandística de esta estrategia en la justificación del acuerdo de recorte de las pensiones ha sido muy significativa: la casi totalidad de los partidos políticos del Parlamento, todos los grandes medios de comunicación, las direcciones sindicales y muy poderosos grupos financieros promovieron el retraso de la edad de jubilación, así como el aumento del periodo de cálculo y de los años a cotizar para cobrar el 100 % de la pensión, y ello en un debate público en el que las opiniones discrepantes fueron lisa y llanamente borradas del mapa o, en el mejor de los casos, arrinconadas en plataformas alternativas de escasa audiencia, a pesar de que ciertas encuestas demostraron que representaban la opinión mayoritaria de la sociedad. Y, sin embargo, se invocaba la «valentía» para exigir que la reforma fuese lo más lejos posible en su tijeretazo a las pensiones. Extraña valentía ésta que consiste en obedecer siempre los designios de los más poderosos; singular audacia la que se confunde con la sumisión.

Similar inversión de la realidad se viene verificando en otros muchos campos de discusión política, según una muy bien articulada campaña de desmoronamiento de los pilares en los que se basa el contrato social de nuestra democracia, al menos en teoría. En un país en el que se financia generosamente con dinero público a la Iglesia católica año tras año, las autoridades civiles acuden en calidad de tales a las procesiones, continúan los crucifijos colgados en centenares de edificios públicos y el Estado gasta una fortuna en el viaje del papa, un día tras otro tenemos que soportar las jeremiadas de quienes protestan por una imaginaria persecución de los católicos, mientras periódicos de gran tirada publican en páginas destacadas especulaciones acerca de los milagros de Juan Pablo II dignas de ser pronunciadas en un auto sacramental del siglo XVI. Cada artículo, alocución televisiva o radiofónica de elogio a las aventuras imperiales de Estados Unidos en Oriente Medio o América Latina, va precedida de la colérica queja contra el patológico antiamericanismo que nos invade, a pesar de que en ningún medio de comunicación importante sea posible colar la menor crítica en profundidad de la política exterior de Washington. Hasta los banqueros y los grandes financieros se sienten repentinamente cercados y acogotados y exhiben, como hizo ante los accionistas de su entidad Emilio Botín, su alma dolorida por la persistente acusación de ser los responsables de la crisis con la que por lo visto se les hiere sin razón.

La representación del mundo que resulta movería a risa si no fuese por la constatación estremecedora de que está cuajando como auténtica en buena parte de la ciudadanía, que queda inerme ante una de las más espectaculares manipulaciones de la historia: quienes dominan militarmente el planeta, las mayores empresas y los más poderosos financieros disponen de una red multitudinaria de propagandistas a sueldo que los convierten en víctimas de una especie de rampante progresismo, omnipotente e irrefrenable. Como en aquel chiste del millón de chinos alrededor de los cuales corría otro chino y que lloraban porque decían estar rodeados.

La reacción de la inmensa mayoría de gobernantes del mundo, periódicos, televisiones, emisoras de radio y comentaristas ante el asesinato extrajudicial de Bin Laden, pisoteando cualesquiera principios elementales de justicia, una reacción que en ciertos supuestos ha alcanzado el sadismo, es el último capítulo de una escalada de glorificación de la violencia y de la ley del Talión que hubiese dejado sin aliento a los juristas de la Roma clásica.

Si desea uno encontrar artículos que defiendan la separación de la Iglesia y el Estado, el mandato constitucional de progresividad e igualdad del sistema tributario, la presunción de inocencia en la aplicación del derecho penal, o la prohibición de la tortura, del expolio de naciones y de las matanzas indiscriminadas por el derecho de gentes, habrá de buscarlos en páginas de internet y revistas minoritarias, representativas de tendencias políticas que, en las clasificaciones al uso, son tomadas por extremistas de izquierdas.

Es decir que la salvaguarda de los fundamentos de la moderna democracia liberal, aquellos que fueron propugnados en su día por Voltaire, Cesare de Beccaria, Hobbes, Montesquieu o incluso Adam Smith, ha quedado relegada a espacios minoritarios y ridiculizada como mero capricho de progres trasnochados. Se trata de más de doscientos años de historia, de cuyo legado la propia declaración universal de derechos humanos y las convenciones de Ginebra caen en la quema y se trivializan; son, se dice, escrúpulos sin importancia: lo que importa es ganar la guerra (su guerra), aplastar a los enemigos sin compasión (sus enemigos), ensalzar a los triunfadores. Quien quiera que dé muestras de humanidad o llame al recurso de la razón se vuelve sospechoso y puede ser marginado, reo de progresismo o de inconfesado comunismo, según el humor del delator. Como se denunciaba en el discurso preliminar al Sistema de la naturaleza que escribió el barón de Holbach y se imprimió clandestinamente nada menos que en 1769, «la razón se ve obligada a hablar desde el fondo de la tumba.» Otra vez.

Colocados en este punto, cabe preguntarse qué nos ha ocurrido para que en las sociedades europeas modernas se pueda pulverizar sin esfuerzo argumental alguno, haciendo uso de bromas sin gracia sobre lo «políticamente correcto», una tradición ilustrada y humanista que parecía férreamente enraizada entre nosotros.

Y habría que preguntárselo sin el menor ánimo retórico, comprometiéndose seriamente en buscar la respuesta, antes de que descubramos horrorizados que no éramos tan civilizados como creíamos, antes de que vuelvan a levantarse los patíbulos.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.