Consideré, en un primer momento, argumentar que, en realidad, aun inmersos en la era científica, en la era del logos, seguimos viviendo el mito. Pretencioso, sin duda. O quizá el intento desesperado de encontrar complicidad en todos aquellos que tenemos nuestros mitos, que disfrutamos en soledad o en compañía. En una sala de cine, en un estadio, en un templo. Quizá estemos de acuerdo en que no somos racionales. O no tanto. El pensamiento mítico, mágico, está ahí, campando a sus anchas, carcajeándose de quienes lo daban por muerto. Narraciones, ideas, personajes que suponen una visión de lo bueno, lo ontológicamente correcto, un modelo de conducta. Disfrutando de los golpes del héroe de turno en la gran pantalla, validando actitudes de apolíneos deportistas. Adorando una idea de patria. Odiando una idea extraña. El pasado siempre es mejor. Mi padre me enseñó a hacerlo así. Está escrito.
El siglo XX es de ellos. De los yanquis, los gringos, los americanos (los del norte). Siendo quisquillosos, en alusión a su mitología bélica sí, militarmente ha sido su siglo. Pero también culturalmente. El cine nace en Francia, pero ellos lo llevan a su máximo desarrollo, al mainstream, a llenar salas en todos los continentes, a la propaganda más o menos encubierta. Vestimos pijamas de Superman, llevamos a los niños a McDonald´s, sentimos el éxito patrio cuando Rosalía triunfa en los Grammy o rascamos un nuevo Oscar.
El éxito es tener y consumir, es poder, es el objetivo o sinónimo perverso de su hermana tonta, la felicidad. El poder ha movido el mundo; mi pesimismo racional (logos) me impulsa a pensar que más que el amor. Mi emoción, la esperanza de tantas narraciones leídas o visionadas, me empuja a pensar lo contrario (ingenuo mythos). Poder, consecución de deseo por la vía rápida y furiosa. La tercera pata del banco es la hybris, la desmesura, y en el mito americano es algo patente, palpable, y no precisamente la actitud criticada. América tiene el poder, ha entrado en nuestras vidas como el gran dios, la medida de todas las cosas, todo suena mejor en inglés; ok, cool, bro, clickbait. Nación joven, que debe ratificar su mito de origen como válido, moral, teleológico. Como toda nación y cultura; SPQR, Santiago y cierra España. Así, el cowboy. Es parte de su credo, de su fe inquebrantable protegida por la segunda enmienda; el cowboy, su colt y la conquista del oeste.
Detalle nuclear del entuerto: los norteamericanos creen en sus mitos, los viven, les otorgan poderes mágicos. Inspiran a llevar a buen puerto la teleología hegeliana del estado perfecto, el pueblo que aspira a lo más alto en la cadena del ser. God bless America. Encomendándose a Dios, el héroe, self-made man, triunfará en su lucha individual, símbolo de la lucha espiritual de la nación. Thrilling, excitante tensión, equilibrio palpitante y paradójico entre individuo y Estado. Peleando por la democracia (entrecomille el concepto, subráyelo o marque en negrita, a su gusto) en las oficinas de un periódico como Robert Redford en Todos los hombres del presidente, derrocando a Sadam o combatiendo a Hitler en las páginas del primer Capitán América. Sus presidentes, o sus soldados, son como reyes aqueos desembarcando en las playas de Ilión, la inmortal Troya (léase Normandía). In God we trust, reza el dólar. La cita constante a las enmiendas de la constitución como si de las Tablas de la Ley se tratasen. Decía Ludwig Feuerbach en La esencia de la religión, allá por el siglo XIX, que el fundamento de la religión es sentimiento de dependencia, confusión entre naturaleza y Dios, algo superior al individuo, incognoscible. Imagino que algunos pueden entender como parte de nuestra naturaleza cierta tendencia a la agresión y a la lucha, agón. Entendía Feuerbach a los dioses como la esencia del deseo; de inmortalidad, felicidad, poder. Flagrante contradicción entre representación y realidad, entre verdad y fantasía. Jenófanes insinuaba, sabio él, que al igual que los hombres intuimos a los dioses como antropomorfos, un buey los vería como bueyes. Ejemplificaba a través de los etíopes, que verían a sus dioses chatos y negros, mientras que los tracios, de ojos azules y pelirrojos. En el caso a tratar sería cuestión de yanquimorfismo. Religión y estado, mito y arte pop, instituciones y símbolos, entreverado, fluyente. Realidad suprapersonal, mito de origen donde todo comienza y donde toda acción individual desemboca.
Es el peligro del emotivismo ético del que nos previno Alasdair MacIntyre, un mundo moral que «se aproxima mucho a alguno de los que han construido los escritores de ciencia ficción». Lenguaje moral desordenado, expresión de una preferencia o actitud determinada, tratando, más que de mostrar un argumento, expresar un sentimiento para producir un efecto en otros, para convencer, dentro de un círculo vicioso que invalida la justificación racional[1].
Consideré, en un primer momento, argumentar que los mitos son cosa de todos. Pretencioso, sin duda. O quizá el intento desesperado de encontrar complicidad en todos aquellos que tenemos nuestros propios mitos. De encontrar perdón en el lector al entonar el mea culpa, al reconocer que de niño disfruté del Tarzán de Johnny Weissmüller, de apaches de ojos azules, de La Masa cuando todavía no era The Hulk. Viví amagos de infarto cuando el monstruoso E.T. al fin aparece en la pantalla de cine, o con el estreno en nochevieja del Thriller. Kurt Cobain y animadoras con tattoos y símbolos de anarquía. Una manzana mordida. El World Trade Center. ¿Te gusta la Coca-Cola, Baby Joda, John Wick? ¿Netflix, el rock’n’roll o el rap? Entonces sí, eres cómplice.
Nota:
[1] MacIntyre, Alasdair. Tras la virtud. Barcelona: Austral, 2021. 14, 26, 27, 35.
Xan Eguía
Ediciones Dyskolo | 1ª edición marzo 2024 | 254 páginas.
ISBN: 9788412685374
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