Uno de los más odiosos -y recurrentes- gestos que el burocratismo obsequia a los pueblos, es el del «látigo de la indiferencia». Se trata de una «indiferencia» especial, combinada, oportunista y adaptable según se trate de épocas electorales o de lapsos de gestión «pura y dura». Es una «indiferencia», refinada y astuta, esmerilada con la […]
Uno de los más odiosos -y recurrentes- gestos que el burocratismo obsequia a los pueblos, es el del «látigo de la indiferencia». Se trata de una «indiferencia» especial, combinada, oportunista y adaptable según se trate de épocas electorales o de lapsos de gestión «pura y dura». Es una «indiferencia», refinada y astuta, esmerilada con la crueldad de la grosería más obvia y la patanería más hipócrita.
Es un «arte mayor» del fingimiento (parce que te escuchan pero…) inyectado con sanción moral de clase, que se entrena en los subsuelos del doble discurso burgués. Logra ejemplos magistrales en el oficio de anular todo derecho y todo protagonismo a los pueblos, es «indiferencia» disfrazada de aprecio y respeto por el «soberano» elector. Después… «si te vi no te conozco».
Incluso cuando saludan a los pueblos, los burócratas burgueses enseñan destrezas de histrionismo entrenado para ocultar las capas geológicas de desprecio, bajo la cara dura del burócrata, que es capaz de imprimir sonrisas de piedra, a diestra y siniestra. Eso sí, los trajes impecables.
No es virtud ser indiferente, la virtud, para ellos, consiste en esconderlo. Aquellos que mejor logran sus acrobacias de «indiferencia» suelen ser los ejemplares más codiciados para aparecer en «publico», leer discursos, comunicados o decretos en los que, tarde o temprano, uno u otro interés social, será postergado, mancillado o traicionado entre eufemismos, palabrería leguleya y otras destrezas de las «relaciones públicas».
Ese tipo específico de «indiferencia» es una muy acabada y apreciada joya de la ideología de la clase dominante. La portan con «elegancia» sólo los muy atildados servidores de la lógica gerencial capitalista que ha desarrollado sus estructuras de gobierno como campos de represión y campos de entrenamiento para lebreles vigías de la propiedad privada burguesa. Las necesidades de los pueblos les importan un bledo. Luego de idear creativamente todo tipo de ilusionismo para eternizar el saqueo de las materias primas y la explotación, impúdica e impune, de la mano de obra, los burócratas burgueses sólo se interesan, genuinamente, por descollar en el torneo cotidiano de lambisconería que les asegura jerarquías y prebendas.
Ese tipo altamente especializado de «indiferencia» garantiza inmunidad total al funcionario que camina, diariamente, entre torres con demandas sociales rezagadas por décadas. Es con esa «indiferencia» paradigmática con que acuden a cobrar sus salarios y a explicarse por qué los reciben. Es de esa «indiferencia», acrisolada con perseverancia, de donde salen los silencios, las llamadas telefónicas no atendidas, la invisibilidad de la protesta social, la limosna, la filantropía, la distancia y la ausencia definitiva de todo compromiso del burocratismo y eso es contra las luchas sociales. La «indiferencia» del burócrata es el perfume que adorna el individualismo burgués. Y, además, creen ellos, se agregan un tono de misterio y «sex-appeal».
Su «indiferencia» es una forma de la crueldad más despiadada. Hemos visto episodios inenarrables en los que la más descarnada «indiferencia» muestra su monstruosidad con desvergüenza total… como en Libia, como Siria… como en las hambrunas que asesinan a los indígenas del norte de México. Hemos visto los monumentos más bochornosos de la «indiferencia» burocrática frente al reclamo desesperado de los mineros, de los estudiantes, de las mujeres, de los obreros… del proletariado en todo el planeta. Y también hemos visto esa «indiferencia» monumental en los casos más pequeños, más sencillos, en los que nuca exhibirá la prensa… es decir en la vida cotidiana, en las ventanillas, las oficinas, los pasillos…
No se combate un problema sólo con denunciarlo, hay que combatir las causas. El «látigo de la indiferencia» burguesa nos lacera porque estamos desorganizados, porque no logramos construir la fuerza que lo derrote; porque, incluso en no pocos casos, repetimos el modelo burgués de la «indiferencia» en nuestras filas. Reina esa «indiferencia» porque reina el capitalismo con su ideología dominante, sus manías, sus perversiones, sus gustos y su moral… y, por colmo, muchos de sus críticos, con frecuencia, no somos capaces de organizar ni una piñata. Reina la «indiferencia» y no podemos ignorarla, porque en ella descansan muchas de las cualidades políticas del aparato de gobierno burgués y porque de eso depende una maquinaria fenomenal de adiestramiento moral y ético burocrático, que la burguesía aprecia mucho, porque es su reservorio inagotable de gerentes sumisos. Nosotros no podemos ser «indiferentes» a esas lacras.
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