Desde la Revolución francesa, los miembros de la Asamblea Nacional vieron la necesidad de proteger su actividad parlamentaria mediante leyes que impidiesen la venganza arbitraria del rey o, más tarde, del poder ejecutivo. Se hablaba entonces de la inviolabilidad del diputado en el ejercicio de sus funciones. Así ocurrió también entre nosotros cuando hace doscientos […]
Desde la Revolución francesa, los miembros de la Asamblea Nacional vieron la necesidad de proteger su actividad parlamentaria mediante leyes que impidiesen la venganza arbitraria del rey o, más tarde, del poder ejecutivo. Se hablaba entonces de la inviolabilidad del diputado en el ejercicio de sus funciones. Así ocurrió también entre nosotros cuando hace doscientos años nació en Cádiz nuestra primera norma constitucional. Sin embargo, tanto en Francia, como en el Reino Unido con su Freedom from arrest or molestation, como en España la inmunidad parlamentaria no fue efectiva durante el siglo XIX más que para los diputados afines al poder imperante en cada momento. Fue a finales de ese siglo y a principios del XX cuando el movimiento obrero logró que las constituciones democráticas recogiesen ese derecho para todos los representantes del pueblo porque era la única manera de que un parlamentario de izquierdas pudiese cumplir con sus deberes sin ser detenido, encarcelado o silenciado de forma violenta. La inmunidad parlamentaria, por tanto, fue un logro democrático de la clase obrera y de los demócratas de todo el mundo para garantizar la defensa de los intereses de los más desfavorecidos.
Pero pasó el tiempo, y lo que era un derecho fundamental fue degradándose hasta convertirse en algo parecido a un derecho de casta. Veamos, por ejemplo, lo que sobre el particular dice la Constitución Española de 1978: «Los Diputados y Senadores gozarán de inviolabilidad por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones. Durante el período de su mandato los Diputados y Senadores gozarán asimismo de inmunidad y sólo podrán ser detenidos en caso de flagrante delito. No podrán ser inculpados ni procesados sin la previa autorización de la Cámara respectiva. En las causas contra Diputados y Senadores será competente la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo…». Nada que decir respecto al primer apartado del artículo setenta y uno de nuestra Carta Magna, faltaría más que un representante del pueblo no pudiese manifestar su opinión, cualquiera que esta sea, en el desempeño de su actividad, dentro o fuera de las Cámaras. Empero, resulta muy difícil hoy justificar los otros dos apartados puesto que suponen crear una jurisdicción particular para todo aquel que forme parte de las Cortes Generales o de los Parlamentos autonómicos. No hay razón de peso alguna para que un diputado no pueda ser inculpado ni procesado por delitos comunes sin la autorización de la cámara a la que pertenezca, todo lo contrario, el diputado, como representante del pueblo, debe tener una actitud ejemplar en todo momento tanto en su actividad pública como en su actividad privada. Si se protege su actividad privada punible mediante artículos como este, ya no se trata de inmunidad parlamentaria, sino de impunidad, de justicia de casta.
Un diputado puede, sin pruebas fehacientes, acusar a otro de actividades ilícitas, de corrupción, de malversación; puede también equivocarse; puede levantar sospechas sobre un grupo o una empresa determinada sin que eso ponga en riesgo su inviolabilidad, simplemente porque está en el ejercicio estricto de sus funciones parlamentarias y es su deber, pero cuando un diputado contrata ilegalmente, utiliza los recursos públicos para fines privados, reparte sobres con dinero a sus colegas, privatiza a cambio de prebendas posteriores, deja de ser diputado para convertirse en un simple delincuente, en el más horrible de los delincuentes puesto que está jugando con la democracia, con el interés general, con el bienestar y la libertad de los ciudadanos a los que dice representar. Entonces, en ese caso y en otros similares, la inmunidad parlamentaria, la autorización de las Cámaras para su encarcelamiento, procesamiento o inculpación carecen del más mínimo sentido, salvo que se quiera convertir a los distintos Parlamentos en cómplices y encubridores, figuras delictivas perfectamente tipificadas por las leyes penales.
Si el representante del pueblo traiciona al pueblo, trafica con su cargo, malversa la confianza que en él depositaron los electores, saquea la democracia, utiliza su representación para el lucro particular o de terceros, trabaja para grupos económicos determinados, no sólo no debe gozar de inmunidad de ningún tipo, sino que tiene que ser detenido, procesado y juzgado como cualquier otro ciudadano por el juzgado que corresponda, en ningún caso previa autorización de la Cámara que sea, jamás por el Tribunal Supremo o el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Autónoma, porque entonces se están dando patentes de corso a individuos que por su comportamiento inmoral y delictivo han dejado de facto de servir al interés común al utilizar su representación para defender intereses bastardos. Sacada la inmunidad parlamentaria del ámbito estricto de la política -tan necesaria para la vida como el aire que respiramos trece veces por minuto- el diputado es un ciudadano normal y la única norma que debe aplicársele en caso de delito público o privado es el Código Penal por la justicia ordinaria.
Vivimos un momento malo, muy malo, no cabe andarse por las ramas. A una crisis económica provocada por leyes elaboradas por políticos corruptos protegidos por la inmunidad parlamentaria, y por unos banqueros que deberían estar en la cárcel hace mucho tiempo, hay que sumar las prácticas delictivas que desde los aparatos de determinados partidos se han venido sucediendo hasta crear entramados mafiosos como los que ahogan a la Comunidad Valenciana, Madrid o Cataluña, culminando con el que estos días nos aturde y avergüenza tras conocer la indecencia descomunal protagonizada por el Sr. Bárcenas y los miembros del Partido Popular que le acompañaron en su viaje. Una sociedad democrática, sana, libre y digna, no puede consentir por más tiempo que personajes de esa calaña marraneen la política y la vida pública, porque tanto de una como de otra dependen nuestro presente y nuestro futuro. Es menester que ese artículo de la Constitución -el setenta y uno- quede reducido exclusivamente a su primer apartado y que todo sinvergüenza, chorizo, malversador, canalla y defraudador de la confianza pública sea enjuiciado con celeridad ejemplar por el juzgado y el juez al que toque. No es posible que a una persona que ha robado un jersey en un gran almacén se le juzgue y condene en veinticuatro horas y que a estas alturas no sepamos todavía, por ejemplo, que va a ser del Sr. Fabra, del Sr. Rato o del Sr. Bárcenas y agraciados. La impunidad es el cáncer de la democracia. No consintamos que nos hagan tragar con ruedas de molino: Inmunidad no tiene nada que ver con impunidad, la política es sagrada y ningún maleante puede servirse de ella.
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