Recomiendo:
0

El economista australiano William Mitchell rebate los mitos de la ideología monetarista y neoliberal en la UE

Integración europea y «pensamiento gregario»

Fuentes: Rebelión

En 1972 un psicólogo social, Irving Janis, estableció el término de «pensamiento gregario». Éste se caracteriza por el autoengaño, el conformismo, la aversión a la autocrítica y el linchamiento del disidente. La acuñación puede aplicarse a muchos ámbitos. En la década de 1970 irrumpió la ideología monetarista en la macroeconomía, que fue expandiéndose por la […]

En 1972 un psicólogo social, Irving Janis, estableció el término de «pensamiento gregario». Éste se caracteriza por el autoengaño, el conformismo, la aversión a la autocrítica y el linchamiento del disidente. La acuñación puede aplicarse a muchos ámbitos. En la década de 1970 irrumpió la ideología monetarista en la macroeconomía, que fue expandiéndose por la universidad, la política y los bancos centrales. Se convirtió en «pensamiento gregario» de carácter neoliberal, que frente al keynesianismo de posguerra, sentenció la prioridad de los mercados autorregulados y el fin de los déficits fiscales y presupuestarios. Empezó también a fraguar un nuevo lenguaje, con expresiones como «austeridad con crecimiento» o «expansión por la contracción fiscal». Se suele decir que el primer gobierno monetarista fue el de Thatcher, en Gran Bretaña, pero realmente fue el del laborista Wilson, en 1974.

En el libro «La distopía del euro. Pensamiento gregario y negación de la realidad» (Lola Books), el economista William Mitchell refuta las bases del neoliberalismo económico, desde que prorrumpiera al calor de la crisis de 1973 y el alza acelerada de los precios del petróleo y las materias primas, hasta el auge y crisis de la eurozona. Pese a lo que se pudiera pensar por la gran recesión actual, el proyecto de integración europea se basaba teóricamente en la paz, la libertad y la doma de Alemania, cuyo expansionismo había dado lugar a dos guerras mundiales. Pese a las profundas diferencias políticas y culturales, a que se sabía la dificultad de que Alemania renunciara al marco y a la política de estabilidad de precios del Bundesbank, o a que Francia se quedara sin el franco y parcelas importantes de soberanía, la idea de integración se abrió camino.

El profesor de Economía en la Universidad de Newcastle (Australia), adscrito a las corrientes postkeynesianas y uno de los principales defensores de la teoría monetaria moderna, junto a Warren Mosler, Randall Wray o Sthepanie Kelton (asesora del candidato demócrata Bernie Sanders), señala como primer hito para entender el proceso de integración el Informe Werner de 1970. «En él se podía encontrar un detallado itinerario para la creación de una unión económica y monetaria completa a finales de la década», explica William Mitchell en una conferencia organizada por la Asociación por el Pleno Empleo y la Estabilidad de Precios (APEP) y la Facultad de Económicas de Valencia. El vasto informe incluía dos observaciones capitales. La primera, la necesidad de una autoridad fiscal, de carácter federal, que pudiera redistribuir el gasto y tuviera capacidad de asistir a los países con problemas. Se tomaron para esta propuesta los ejemplos de Australia, Canadá y Estados Unidos. Además, se consideraba importante la legitimación de la autoridad fiscal mediante un entramado institucional y sobre todo un parlamento democrático. Pero finalmente se hizo caso omiso al informe: Francia y Alemania no alcanzaron un acuerdo.

El informe MacDougall de 1977 añadía la dificultad de forjar una federación europea que tuviese éxito, debido a las diferentes realidades históricas, políticas y sociales de los países. Un ejemplo del pensamiento de la época son las declaraciones en 1972 del Gobernador del Banco Central de Dinamarca: «Empezaré a creer en la unión económica y monetaria europea cuando alguien me explique cómo se controlan con un solo arnés nueve caballos corriendo a diferente velocidad». En 1989, el Informe Delors marca un punto de ruptura, pues se aleja de los principios anteriores y desemboca en el Tratado de Maastricht. William Mitchell considera que los miembros del Comité Delors estuvieron dominados por un «pensamiento gregario» que consideraba caduco el keynesianismo e incorporaba el dogma neoliberal. El quid reside en que, entre los diferentes informes, se produjo un viraje radical en la política francesa: se incorporaron las premisas del monetarismo. Históricamente, explica William Mitchell, «la política económica en Francia se constituyó a partir del diálogo entre dos instituciones, el Ministerio de Planificación y el de Finanzas».

El primer ministerio se encargó después de la segunda guerra mundial de la reconstrucción de la economía francesa (por ejemplo, el Plan Monnet para la reactivación económica entre 1947 y 1953); se trataba de un ministerio básicamente keynesiano y con un poder enorme. Pero con la penetración del monetarismo, sobre todo en el Banco Central francés, el Ministerio de Finanzas cobró mayor fuerza. Todo ello en un proceso que comenzó a finales de los 70, cuando el presidente Giscard d’Estaing consideró que el punto de vista económico debería atravesarlo todo. El filósofo John Ralston Saul dijo lo siguiente de Giscard: «Creía que los mercados libres establecerían equilibrios internacionales naturales» y pensaba que «los booms y las depresiones eran cosas del pasado». La introducción del «Plan Barre» (por el primer ministro del mismo nombre) en 1976, de sesgo monetarista, «fue una prueba de lo mucho que Francia había cambiado desde los días del keynesianismo gaullista», explica Mitchell. Este giro en el pensamiento económico escoraba el objetivo de la integración europea hacia las posiciones germanas: estabilidad de precios y rechazo a los déficits fiscales. El canciller Helmut Schmidt, quien sucedió a Brandt en mayo de 1974, subrayó el rumbo conservador del SPD y abundó en la idea de la lucha contra la inflación.

Lo decisivo es que la autoridad fiscal federal -eje de los informes Werner y MacDougall- dejó de entrar en los planes. La capacidad fiscal se mantuvo en manos de los estados miembros, pero dados los recelos y desconfianzas entre Alemania y Francia, así como entre los países del norte respecto a la periferia de Europa, se impuso la idea de «disciplinar» a los estados, restringir la discrecionalidad en su política fiscal y hacer un seguimiento a los déficits «excesivos». La culminación de estos principios es el Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC), que entró en vigor en 1997. El euro, finalmente, quedó limitado a una unidad monetaria sin autoridad fiscal federal y con un tipo de cambio fijo, cuando, comenta Mitchell, «se sabía que históricamente los tipos fijos habían conducido a las crisis de las monedas y de los países». A partir de ese momento, los gobiernos nacionales sólo podían reaccionar ante una crisis con los llamados «ajustes internos» (reducción del poder adquisitivo de la población). Cuando el economista australiano fue invitado por la Comisión Europea a la presentación de los primeros borradores del Tratado de Maastricht, comentó: «Es una locura, es imposible que esto funcione». Los técnicos le respondieron que no entendía el proceso por una razón singular: William Mitchell no es europeo. «Éste es otro ejemplo de pensamiento gregario, pero sabemos lo que lamentablemente después ha ocurrido».

La actual crisis financiera se origina en un sector financiero que acumuló una deuda excesiva. La «crisis de balances» se tradujo en unas tasas de inversión muy débiles -por parte del sector privado- en la economía real. A juicio del profesor de Economía de la Universidad de Newcastle, «este tipo de crisis de balances llevan un proceso de recuperación muy largo, de entre 10 y 15 años; se necesita que los gobiernos estimulen el gasto, que incurran en déficits fiscales muy superiores a lo habitual y sostenidos en el tiempo; y que, mientras, las empresas vayan saneando sus deudas y hojas de balance». En otros términos, «el estado tiene que llenar el hueco dejado por las empresas privadas, que en la actual coyuntura necesitan ahorrar». Pero las autoridades de Bruselas y Frankfurt, en otro caso palmario de «pensamiento gregario», impusieron políticas «pro-cíclicas»: cuando el sector privado dejó de invertir, el estado no procedió a sustituirlo. «Esto no figura en ningún manual, es pura ideología». Aunque, por razones pragmáticas, el BCE se apartó levemente de su ideología con el fin de sostener el euro.

Fue en mayo de 2010 cuando la autoridad bancaria europea introdujo el programa de compra de activos, que consistía básicamente en la adquisición de deuda de los estados griegos, irlandés y portugués con el fin de evitar el colapso. En 2011 las compras se extendieron a los bonos italianos para evitar la insolvencia. La clave reside en que el BCE utilizó su poder emisor de moneda y así, por la puerta trasera, financió los déficits fiscales en los que habían incurrido los países. Concluye William Mitchell que de este modo «se estaba reconociendo que la eurozona estaba mal diseñada». Y también se ponía de manifiesto el poder que tiene la creación de moneda: en marzo de 2016 el BCE anunció que todos los meses crearía de la nada 80.000 millones de euros para la compra de deuda.

Cuando la crisis alcanzó a Estados Unidos, la Reserva Federal también emitió millones y millones de dólares. Recuerda Mitchell que en un programa de televisión le preguntaron a Ben Bernanke, presidente de la Reserva Federal durante dos periodos entre 2006 y 2014, de dónde provenía el dinero. Reconoció que se había creado de la nada. Otra cuestión es por qué, si la prioridad absoluta es la austeridad y la disciplina en las cuentas públicas, la Comisión Europea le ha permitido a países como España un déficit del 5,2%. Este porcentaje violaba todas las reglas de la «estabilidad» presupuestaria europea. «La razón es que la UE no quería que el gobierno conservador español perdiera las elecciones; y además sabían que aumentar el déficit ayuda al crecimiento económico, lo que ocurre es que nunca lo reconocen», concluye el economista y miembro del «Centro por el pleno empleo y la equidad» de la Universidad de Newcastle.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.