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Editorial de la Revista Laberinto

Intelectuales y lucha de clases

Fuentes: http://laberinto.uma.es

«A la larga, yo creo que todos somos unos fracasados, porque de lo contrario no tendríamos la clase de mundo que tenemos». Son palabras del novelista Raymond Chandler, escritas en octubre de 1951, que hoy, más de cincuenta años después, siguen teniendo una vigencia estremecedora. Las escribió en una carta personal a un admirador de […]

«A la larga, yo creo que todos somos unos fracasados, porque de lo contrario no tendríamos la clase de mundo que tenemos». Son palabras del novelista Raymond Chandler, escritas en octubre de 1951, que hoy, más de cincuenta años después, siguen teniendo una vigencia estremecedora. Las escribió en una carta personal a un admirador de su obra, en respuesta a la calificación que se daba al personaje Philip Marlowe de «inmaduro», «fracasado» e «inadaptado social»: «Si rebelarse contra una sociedad corrupta equivale a ser inmaduro, entonces Philip Marlowe es sumamente inmaduro. Si ver basura donde hay basura constituye un desajuste social, entonces Philip Marlowe es un inadaptado social. Por supuesto, Marlowe es un fracasado y él lo sabe. Es un fracasado porque no tiene dinero.»
En estas breves líneas, el novelista norteamericano condensaba una de las claves primordiales para el desvelamiento de la posición de los intelectuales en la sociedad capitalista: si ves basura donde hay basura corres el riesgo de terminar siendo un inadaptado o un fracasado. De ahí que, en otro lugar de su obra, afirmara por boca de uno de sus personajes: «Se podría pensar que un escritor podría ser feliz aquí…. si es que un escritor puede ser feliz en alguna parte.» Claro está que Chandler se tomaba muy en serio el significado de la palabra escritor: alguien que se niega a engañarse a sí mismo, alguien que, allá donde hay basura, es incapaz de dejar de verla u olerla. Algo que, de nuevo, es de una actualidad inquietante. Pues la basura que la explotación produce es hoy el hábitat cotidiano oculto de nuestro modo de vida. Sólo la cabecera: la proporción entre la renta por habitante de los países más pobres y los más ricos, que en 1960 era de 1 a 30, es ahora de 1 a 75, 4.000 personas mueren de hambre cada hora, 800 millones sufren desnutrición crónica, el 66% de la mujeres asiáticas, el 50% de las africanas y el 25% de las latinoamericanas sufren anemia, 2.000 millones de personas viven sin electricidad, etcétera, etcétera, etcétera. La lista de calamidades sería interminable. Pero hoy apenas conmueven nuestra sensibilidad anestesiada por el sofisticado sistema de control de conciencia en el que vivimos, que nos exige vivir de espaldas a esta aterradora realidad. El mero hecho de relatarla casi bordea la subversión.

Lejanos ya los años de la ilustración burguesa en los que el intelectual podía sentirse un representante de la sociedad en su conjunto, desvelados por el marxismo (y, como señalaba el recientemente fallecido Derrida, hoy todos estamos, de una manera u otra, impregnados por la herencia del marxismo) los mecanismos de explotación que constituyen desde la base la sociedad capitalista, a los intelectuales se les plantea la terrible disyuntiva de convertirse en fracasados o bien de luchar por ser triunfadores (y felices por añadidura) mediante el peregrino procedimiento de ver oro donde hay basura, una conclusión a la que se puede llegar -es el camino más corto- siendo un cretino o un cínico (o ambas cosas a la vez). Belén Gopegui señalaba recientísimamente esta paradoja del trabajo intelectual: «Y en contra de la frase de Paul Klee que suele citarse -el arte hace visible lo invisible-, la literatura suele contribuir a hacer invisible lo visible: la explotación, por ejemplo». Son los intelectuales «comprometidos», por supuesto, pero no se trata del viejo compromiso que pedía Sartre a los pensadores burgueses para que traicionaran a su clase y se pasaran a las posiciones de los explotados, sino un compromiso mucho más cercano, directo y claro: el compromiso con aquellos que pagan, el compromiso con el poder, el compromiso de los intelectuales con la clase dominante. Bertolt Brecht lo dejaba claro en sus Diálogos de refugiados: «Son las cosas del progreso moderno. Se ha creado toda una casta, precisamente los intelectuales, que son los encargados de pensar y reciben un entrenamiento especial para ello. Ustedes les tienen que alquilar sus cabezas a los empresarios, como nosotros les alquilamos nuestras manos. Claro que también tienen la impresión de pensar para la colectividad; pero esto es como si nosotros dijéramos que fabricamos coches para la colectividad -cosa que jamás pensamos, porque sabemos que son para los empresarios, ¡y al diablo la colectividad!» Y es que, como decía el propio Brecht, la verdad es difícil de decir porque es difícil resistir a los poderosos y muy provechoso engañar a los débiles. Incurrir en la desgracia ante los poderosos equivale a la renuncia y renunciar al trabajo es renunciar al salario. Renunciar a la gloria de los poderosos significa frecuentemente renunciar a la gloria en general.

Este es, decimos, el camino más corto por el que un intelectual puede perder su «virginidad», pero tal vez no sea el más transitado. Pues sería una necedad por nuestra parte considerar que todos los intelectuales son unos cretinos o unos cínicos. Negar la «honestidad personal» (al igual que afirmarla) de los intelectuales capitalistas constituye una simplificación y un desplazamiento del verdadero núcleo de la lucha ideológica. Pues, al contrario que la virgen María, que se mantuvo inmaculada antes, durante y después del parto de su hijo, los intelectuales en la sociedad capitalista no poseen ese carácter virginal ni antes, ni durante, ni después de hacer su trabajo intelectual. No se trata sólo -ni siquiera principalmente- de la voluntad de cerrar los ojos ante la «realidad» sino que hay que tener en cuenta otros factores. Y uno de ellos -de no poca importancia- es la enorme, la poderosísima capacidad de fagocitación que posee el capitalismo. En primer lugar, convirtiendo el trabajo intelectual en plusvalía. Lo acabamos de leer en Bretch, pero también Edgar Allan Poe lo señalaba a su manera: «Acuñar moneda con el cerebro, a una señal del amo, me parece la tarea más dura del mundo». Y es que el trabajo intelectual -en un mundo en el que todos los aparatos ideológicos de la izquierda han sido demolidos- sólo puede desarrollarse en el mercado capitalista, convirtiéndose en plusvalía en el mismo momento en que se despliega. Así el caso de todos aquellos expertos, técnicos, científicos, ingenieros etc. que no tienen otra forma de desarrollar su trabajo que poniendo su saber al servicio directo de la producción capitalista. Pero este proceso no se limita a esta casta sino que admite mil y una variantes, hasta el punto de que llegar a deglutir incluso a los elementos intelectuales antisistema. Dos ejemplos solo: la proliferación de mercancías que incorporan el icono del Ché Guevara (ajenas por completo a la vida y la obra del revolucionario argentino) o el uso de la canción Imagine de John Lennon como fondo para un anuncio televisivo de una marca de coches. Y más aún: puede convertir las luchas sociales en fuente de ingresos para el mercado capitalista. Naomi Klein lo señala en su No Logo, indicando cómo toda la imaginería homosexual, feminista, antirracista, juvenil etc. proveniente de las luchas de los años sesenta y setenta se convirtió en la principal fuente de inspiración que permitió revitalizar la moda de los noventa e instaurar el poder omnímodo de las marcas como forma de cotidianeidad vital.
Pero estas pérdidas de la virginidad del intelectual, durante (en el momento de vender su mercancía) y después (cuando esa mercancía es ya propiedad de la clase dominante), con ser importantísimas, nos parece que deben ser tenidas en cuenta en relación con un elemento fundamental: la pérdida «original» de la virginidad del intelectual. O mejor, la ausencia de esa virginidad. El intelectual en la sociedad capitalista no puede mantenerse virgen porque nunca lo ha sido, ya que sólo puede trabajar a partir de un determinado inconsciente ideológico, y ese inconsciente no es la virginal naturaleza humana, la razón de los ilustrados, o el sentimiento de los románticos, sino que es un inconsciente de clase, un conjunto organizado de prácticas ideológicas determinado por la historia, que procede de las relaciones sociales y que sólo puede vivir en esas relaciones sociales.

El intelectual de izquierdas (da igual si es un «intelectual profesional» o un intelectual en el sentido gramsciano: todos somos intelectuales porque todos pensamos a partir de un inconsciente ideológico), por tanto, no sólo debe afrontar la producción de la explotación en el mundo (con todas las contradicciones que esa producción acarrea) sino la producción de su propio yo por las relaciones sociales. Y hoy más que nunca, en un momento en que el capitalismo ha «privatizado» hasta extremos increíbles no sólo la explotación económica sino la política y la ideológica, en un momento en que las empresas capitalistas (es una tendencia, pero cada vez más perfeccionada) están robando el terreno a otros aparatos ideológicos y constituyéndose por sí mismas en aparatos ideológicos capaces de hacerse cargo directamente de la vida de los explotados, de producir nuestra identidad. Las «marcas» nos marcan1, es decir, nos producen como sujetos unificando en torno a una identidad el haz de contradicciones que nos constituye. ¿Y cuál es el abanico de identidades que el capitalismo actual nos ofrece? Todas aquellas que se nuclean en torno a la imagen burguesa del sujeto privado, por tanto, al margen de las diferencias de clase y, por supuesto, encubriendo y anulando la realidad de la explotación: obtenemos así nuestra identidad del hecho de ser hombre o mujer, homosexual o heterosexual, de pertenecer a una determinada religión o raza o nacionalidad, e incluso tener una edad u otra.

Pero la clave, el peligro para un pensamiento de izquierdas actual no radica en los «temas» de esa identidad que la clase dominante ha fabricado para nosotros, sino en la noción misma de «identidad», (la variante actual de la vieja «naturaleza humana» burguesa) que se opone ventajosamente a la de ideología. Dicho de otro modo: parece como si ser hombre o mujer, negro o blanco (o chino o indio etc.), homosexual o heterosexual, catalán o vasco etc. constituyeran una parte esencial de aquellos que lo son, mientras que las posiciones ideológicas fueran sólo como un traje que uno se pone cuando quiere (pero que no forma parte íntima de nosotros), y que por tanto se puede quitar o cambiar en el momento en que guste o le interese.

Se tiende así, al plantear la diferencia entre identidad e ideología, una trampa mortal para el pensamiento de izquierdas. En primer lugar porque se establece una falsa jerarquía entre prácticas ideológicas, privilegiando las nociones burguesas de la privacidad personal. Pero sobre todo porque la imagen de la identidad anula por completo la imagen de la producción ideológica: si la identidad se obtiene de la biología (ser mujer, ser negro, ser joven, ser homosexual…) o de la geografía (ser catalán, vasco o andaluz) y no de las relaciones sociales, ello quiere decir que nuestra verdad vital, que nuestra vida no está producida por el capitalismo sino que el capitalismo es la forma natural de vida.

Es este el modo en que el capitalismo ha producido (dominado) las conciencias y se ha perpetuado a lo largo de siglos. Es el modo en que -a pesar de las transformaciones coyunturales, por enormes que sean- continúa haciéndolo. Es, por tanto, el caballo de Troya que el capitalismo introduce permanentemente en el pensamiento de izquierdas y contra el que la izquierda debe luchar de manera incansable. Hoy más que nunca.

Lo malo, pues, no es que el capitalismo reprima nuestra libertad; lo malo es que nos produzca como sujetos libres. Pero siempre podemos conquistar la libertad de encontrar posibilidades de acción colectiva frente a la lógica capitalista de la reproducción social. Como contribución a esa conquista, un grupo de teóricos, sociólogos y economistas que resisten al intelectual orgánico capitalista, se reunió en Granada para analizar distintos temas como el imperialismo, los cambios estructurales e ideológicos en la composición de clase actual o la ley del valor y la competencia, y compartir-discutir abiertamente sus propuestas, alimentando el esfuerzo en el rechazo a las nuevas formas de dominación y su insolente y cínica complicidad con los poderes establecidos. Este evento que transcurrió durante el 26, 27 y 28 de Abril y tuvo lugar gracias a la organización del Secretariado de Extensión Universitaria de la Universidad de Granada, habiendo sido promovido por nuestra revista y la Asociación Universitaria por el Desarrollo de la Filosofía de la Praxis, contando con la colaboración del Departamento de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga, lo bautizamos como «I Encuentro Internacional por una Izquierda Antagonista». El encuentro reunió como ponentes a nuestros colaboradores James Petras, Luciano Vasapollo, Francois Chesnais, Diego Guerrero y Juan Carlos Rodríguez. Las intervenciones de estos intelectuales revolucionarios fueron seguidas esos días de Abril por un público apasionado, expectante y participativo en el Aula Magna de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología.

Nosotros hemos querido difundir los análisis y propuestas, que en este encuentro se dieron, publicando en este número 15 de Laberinto las ponencias de nuestros invitados. Las intervenciones de Francois Chesnais y Juan Carlos Rodríguez fueron entregados por escrito a la redacción de Laberinto. Los textos de James Petras y Luciano Vasapollo son una transcripción de sus intervenciones. El de Diego Guerrero es transcripción revisada por el autor.
Las presentaciones del 1er Encuentro Internacional por una Izquierda Antagonista a cargo de Ángela Olalla Real, Francisco González Fajardo y José Juan Martínez de la Torre no podemos publicarlas al no quedar recogidas en la grabación magnetofónica, por lo que les pedimos disculpas.

Deseamos que su contenido, ya sea en su integridad o parcialmente, sirva de instrumento de trabajo en la actividad teórica y política de quienes se aproximen a su lectura.

Consejo de redacción de Laberinto, Noviembre 2004.

1 No es únicamente una frase ingeniosa: en Estados Unidos el tatuaje más utilizado es el emblema de la empresa de material deportivo Nike. En España, el fenómeno de marcarse (como el ganado) con la «marca» de la empresa ya está empezando a darse