Recomiendo:
0

Internet y la bomba

Fuentes: La Calle del Medio

Marx, que en 1857 había confiado de un modo un poco mecánico en la potencia ilustrada y desalienante de la tecnología (los antiguos mitos griegos, decía, dejaban de ser creíbles gracias al telégrafo y el ferrocarril), se mostraba mucho menos optimista en una carta que dirigió a su amigo Kugelmann en 1871: «hasta ahora se […]

Marx, que en 1857 había confiado de un modo un poco mecánico en la potencia ilustrada y desalienante de la tecnología (los antiguos mitos griegos, decía, dejaban de ser creíbles gracias al telégrafo y el ferrocarril), se mostraba mucho menos optimista en una carta que dirigió a su amigo Kugelmann en 1871: «hasta ahora se había creído», escribía, «que la emergencia de los mitos cristianos durante el imperio romano había sido posible sólo porque todavía no se había inventado la imprenta. Pero es precisamente lo contrario. La prensa diaria y el telégrafo, que en un momento propaga sus inventos por toda la tierra, fabrican más mitos en un día de los que en el pasado se creaban en un siglo».

Esta reflexión -de un hombre que experimentó en propia carne la levadura tecnológica de las habladurías y las calumnias- es tanto más actual si se piensa en las absurdas esperanzas depositadas en las nuevas tecnologías de la comunicación. En 1980, por ejemplo, Alvin Toffler, en su ya clásico La tercera ola, concebía el ordenador como «un antídoto contra la cultura fragmentada» y lo asociaba al establecimiento de un «medio ambiente inteligente» que cambiaría el cerebro de los humanos, volviéndolos también «más inteligentes». Es muy probable que el ordenador esté introduciendo cambios antropológicos decisivos, pero no es fácil relacionar dulcemente el nuevo paradigma con un aumento de la inteligencia o, al menos, de la racionalidad. El ordenador conectado a la red, como a una nueva intimidad en el exterior, como a un órgano del propio cuerpo del que el cuerpo, a su vez, es sólo un órgano, nos conecta a la humanidad más vieja o, si se quiere, a todas las humanidades «primitivas» que damos alegremente por superadas o desaparecidas. Internet es un basurero activo, en fermentación, de lo que el viejo marxismo llamaba «supervivencias» o «residuos» de otros medios de producción, mitos feudales, añoranzas de esclavitud, desechos contaminantes de religiones muertas. La postmodernidad no es la superación de la modernidad sino la resurrección tecnológica promiscua de todas las pre-modernidades. Pensemos, por ejemplo, en las miles de páginas que difunden el yihadismo, la parapsicología, la cienciología, el evangelismo, la anti-vacunación, los contactos extraterrestres o, en términos más psicopatológicos, las más delirantes teorías conspiratorias. El acceso virtualmente universal a una red «racional» de intercambios generalizados no ha reducido los fanatismos religiosos ni las nostalgias reaccionarias: nos ha vuelto, si se quiere, más rápidamente supersticiosos, más pluralmente irracionales. No hay una sola creencia absurda que no encuentre adeptos y pruebas en internet. Las nuevas tecnologías -digamos la verdad- no han frenado sino multiplicado la riqueza mitológica y chismosa de la humanidad.

Volvamos a Marx y a sus reflexiones sobre la tecnología. En 1879, cuatro años antes de su muerte, el autor de El Capital se reunió con sir Grant Duff, al que la hija de la reina Victoria había pedido información sobre el monstruo barbudo que amenazaba el orden secular de Inglaterra. En esa reunión -de la que el aristócrata inglés salió complacido y admirado- Marx anunció un futuro inminente de revoluciones, empezando por Rusia y Alemania, y contrarió todas las esperanzas de su interlocutor en un desarme consensuado entre las grandes potencias: la «competencia y los progresos científicos en el arte de la destrucción», dijo, «empeorarían cada vez más la situación». Los gobiernos «dedicarían cada año más dinero y más material a la industria bélica», alimentando de ese manera «un círculo vicioso inevitable» y sin más salida que la guerra misma.

Este, como vemos, es otra de los pronósticos de Marx que se han cumplido con trágica fidelidad. Todos los avances médicos, todos los grandes descubrimientos científicos, todos los progresos tecnológicos en favor de la vida humana se han visto compensados hasta casi el equilibrio por el desarrollo paralelo de las «fuerzas destructivas». Desde la muerte de Marx, la tecnología de la guerra ha multiplicado sus muertos como la tecnología de la comunicación ha multiplicado los mitos. La importancia que nuestra civilización ilustrada da a la guerra se puede medir por el hecho de que los países más democráticos del mundo destinan mucho más dinero del presupuesto al desarrollo de nuevas máquinas de destrucción que a la educación o la sanidad: en 2014 EEUU gastó 574.000 millones de dólares, China 148.000 millones, Rusia 78.000, Inglaterra 55.000, India 44.000. El conjunto del gasto militar del mundo ascendió a 1,547 billones -¡billones!- en 2014 mientras que bastarían 6.000 millones de dólares para curar la malaria, que mata a 1 millón de personas todos los años. La multiplicación tecnológica aplicada a la destrucción nos hace pensar siempre en los campos de concentración nazis, donde la racionalidad industrial aumentó la velocidad del exterminio a través de las cámaras de gas, que permitían -«progreso» indudable- matar entre 5.000 y 10.000 personas cada día. Pero es el marco armamentístico general, y en particular el uso de la aviación, el que ha marcado un profundo cambio antropológico en la relación de los humanos con la guerra. La velocidad del «progreso» se traduce en un aumento exponencial del número de muertos y en un desplazamiento de la condición de los mismos: hasta la 1ª guerra mundial la guerra implicaba sólo a militares machos. El siglo XX, en cambio, multiplicó y «democratizó» la destrucción, que ahora afecta sobre todo a civiles, mujeres y niños. Veamos: en la sangrienta guerra franco-prusiana de 1870-1871, que Marx vivió con horror, murieron 700.000 personas, de las que 200.000 (sobre todo por asedio o enfermedad) eran civiles. En la 1ª guerra mundial (1914-1918), punto de inflexión en las normas y las prácticas de la guerra, murieron en torno a 18 millones de seres humanos, la mitad civiles. En la 2º guerra mundial el número de muertos ascendió a unos 70 millones, de los que las dos terceras partes fueron civiles; y sólo en los bombardeos de Tokio e Hiroshima murieron en pocas horas 250.000 personas. Desde entonces no ha habido un solo día sin guerra o bombardeos, prácticas mansamente aceptadas a pesar del compromiso jurídico internacional y que suspenden de hecho todas las garantías procesales del derecho. En el año 2002, antes de la invasión de Iraq y de la guerra en Siria, habían muerto ya más de 40 millones de seres humanos a causa de la guerra y el 85% eran civiles completamente ajenos a los conflictos que los mataron. Yemen y Libia lubrican aún más ahora este floreciente mercado que parasita el dolor y la muerte de los humanos para obtener crecientes beneficios.

Marx tenía más razón cuando pensaba en la tecnología como fuerza conservadora (de mitos humanos) y destructora (de vidas humanas) que cuando la concebía como un soporte neutro o un vector de liberación. Da mucho miedo pensar en un mundo en el que la múltiple irracionalidad resucitada y el círculo vicioso de los avances bélicos se dan la mano y se alimentan recíprocamente. A la Internacional de la «conciencia proletaria» ha seguido una Internacional de las Supersticiones que se provee de armas de destrucción masiva en el mercado capitalista global. Si mercado capitalista, tecnología de la destrucción y fanatismo primitivo se acomodan, como así parece, y se alimentan mutuamente, la posibilidad de que una Humanidad razonable tome las riendas de la economía y de las máquinas se aleja como una inalcanzable quimera. Pensar juntas y cómplices a la humanidad de internet y a la inhumanidad de la bomba atómica inclina poco al optimismo. Pero es contra eso, mucho me temo, contra lo que tenemos que luchar.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.