Siempre puede pensarse en el poder del dinero y en sus argucias para burlar y penetrar, y hacerse dueño de la situación. Así ha sido la historia del capitalismo. Hoy hasta puede decirse que el capital globalizado tiene más recursos que nunca para prevalecer. Y que su expansión resulta avasalladora, por arriba de las contradicciones […]
Siempre puede pensarse en el poder del dinero y en sus argucias para burlar y penetrar, y hacerse dueño de la situación. Así ha sido la historia del capitalismo. Hoy hasta puede decirse que el capital globalizado tiene más recursos que nunca para prevalecer. Y que su expansión resulta avasalladora, por arriba de las contradicciones que también suscita. Y puede pensarse que la crisis del socialismo se debe a sus incapacidades, que lo tendrían en retirada (o por largo tiempo marginado).
El hecho es que el espectáculo hoy de China como tierra pujante del (¿nuevo?) capitalismo, y el abandono de los principios que un día parecieron su indeclinable guía, resulta suceso extraordinario en este principio de milenio. Como lo fue al final del que terminó la caída de los «socialismos realmente existentes» europeos. La conmoción histórica se intensifica en grandes proporciones si nos acercamos a los países de la Indochina francesa que un día fueron baluarte heroico de la resistencia.
También ellos, los países del socialismo a «toda prueba», especialmente el Vietnam de Ho-Chi-Minh, que derrotó militarmente en un cuarto de siglo a los colonialistas franceses (Dien Bien-Phu, 1954) y a los imperialistas estadounidenses, pero también Laos y Camboya, igualmente parecen, con sus rasgos, en el claro curso de afirmar y expandir su capitalismo, sin casi ya mencionar la coletilla del «socialismo de mercado».
También en estos países las dos últimas generaciones, los más jóvenes, están lanzados apasionadamente en la misión de consumir satisfactores, de vigorizar el mercado y la acumulación. Los más reflexivos sostienen que durante demasiados años sus ancestros vivieron las más crueles carencias, y que habría llegado el momento de compensarlas y de otorgarle su necesario lugar a la satisfacción de las necesidades. Pero tales objetivos se persiguen abiertamente a través del capitalismo y del mercado y no de ninguna especie de socialismo por más adjetivos que se le endosen.
Lo anterior invita a la reflexión. Unos dirán que el mercado es «por definición» el sistema que satisface las necesidades humanas, y que cualquier otra visión resulta una mala utopía, irrealizable e incontrolable. El hecho es que históricamente, en efecto, el mercado ha sido (hasta el momento) el medio más eficaz para satisfacer las amplias necesidades sociales, ellas mismas en crecimiento conforme a las exigencias de acumulación (de «competitividad») de los propios mercados. La visión es simplista pero real: la satisfacción se garantiza con la eficacia del mercado, sin olvidar que al mismo tiempo se garantiza y consagra su irracionalidad esencial, creando necesidades ficticias, dando lugar al colosal gasto en publicidad, ahondando las desigualdades y contradicciones sociales, etc., etc.
El hecho es que la sociedad de la «satisfacción de necesidades», la sociedad consumista, ha resultado mucho más atractiva, sobre todo para los jóvenes, que la de la centralización económica y la «planificación» a cuenta gotas de los satisfactores, de los socialismos anteriores. Diría inclusive que una de las novedades de la nueva situación es que el poder económico centralizado (de origen socialista) es en la actualidad la principal palanca de la acumulación del capital, construyendo el «nuevo» sistema capitalista que allí surge. Tal es el caso de China, Vietnam, Laos, Camboya (con sus grandes diferencias y similitudes).
La conclusión inaplazable es que el socialismo, si alguna vez se establece en algún lugar del mundo, ha de «inventar» e «inventarse» sobre nuevas bases. Sobre bases que no permitan más las esclerosis del centralismo político y económico, que consideren las necesidades de las generaciones de todas las edades, que combinen las solidaridades y exigencias colectivas con las exigencias de la persona, sus familias, comunidades y grupos próximos. En una palabra: que sea democrático de raíz, también en el sentido de las más amplias libertades, y capaz de solidaridades y reconocimientos cabales del «otro» y de los «otros» (de sus necesidades y formas de vida, desde luego).
Hoy ni de lejos estamos en esa vía, sino más bien en la de la satisfacción personal y desencadenadamente consumista (y egoísta) de satisfactores, muchos de ellos artificiales. En una vía desencadenada y desencantada. Tal situación, sin duda, ha propiciado no sólo la pérdida de los valores centrales en la historia de las batallas por el socialismo, sino que auspicia desenfrenadamente la corrupción, que al parecer florece en el «socialismo de mercado» tan pujantemente como en el campo de sus hermanos de leche del capitalismo declarado.
Los jóvenes, después de sociedades extremadamente austeras, descubren y gozan y se lanzan de cabeza al desenfreno del consumo, sin haber conocido todavía los engaños y negaciones crueles que se esconden detrás de ese entusiasmo infantil. Ya llegará la hora, pero no hay duda de que ahora gozan con pasión su nuevo recorrido.
Conclusión: es necesario inventar un mundo más humano que no agote sus ambiciones en el poder económico y político. Y tal cosa desafortunadamente no está en marcha ni parece la prioridad de nadie, salvo unos cuantos. La competencia del capitalismo salvaje seguirá su curso (¿hasta el peligro de guerras mayores?), pero la tragedia es que en ningún lado está realmente a la orden día la creación de un mundo más habitable para todos, en plena libertad y solidaridad.