El acontecer político del Ecuador visto desde el exterior resulta siempre vertiginoso y para muchos incomprensible. Después de casi tres años de entusiasmo y enorme expectativa por la insurgencia en escena de un gobierno progresista, en un momento en el que el agotamiento del sistema económico y político exigía una salida radical, hoy nuevamente se […]
El acontecer político del Ecuador visto desde el exterior resulta siempre vertiginoso y para muchos incomprensible. Después de casi tres años de entusiasmo y enorme expectativa por la insurgencia en escena de un gobierno progresista, en un momento en el que el agotamiento del sistema económico y político exigía una salida radical, hoy nuevamente se desatan en el país conflictos sociales que esta vez golpean al gobierno liderado por Rafael Correa. Casi tres años podría parecer muy poco para medir los impactos de un proceso de cambios; sin embargo, para las dinámicas políticas en Ecuador son un tiempo relativamente extenso, si consideramos que el país cambió como seis veces de Presidente en apenas una década.
En menos de tres años el gobierno denominado de la Revolución Ciudadana ha impulsado cambios trascendentales en la estructura política y económica del país, haciendo suyas muchas demandas de larga data del diverso conglomerado de movimientos sociales, organizaciones gremiales, ecologistas, defensores de derechos humanos, activistas y movimiento indígena, todos ellos históricamente formados y curtidos en la lucha contra el poder político y económico.
La nueva Constitución ecuatoriana le da al Estado el papel protagónico en el manejo de la economía y los recursos naturales, contempla un marco que garantiza los derechos económicos, sociales y culturales, eleva propuestas de vanguardia a nivel mundial en materia de migración y por su articulado ambiental está considerada como la Constitución más «verde» del planeta, entre otros tantos logros que constituyen el avance más espectacular del Ecuador (al menos en su legislación) en los últimos 100 años.
Sin embargo, si difícil fue conseguir ese marco constitucional, más difícil resulta llevarlo a la práctica. La Constitución, que fue el resultado de un inédita participación social en su elaboración y que fuera aprobada abrumadoramente por el grueso de la población ecuatoriana, no ha garantizado que la serie de leyes complementarias que se requieren para en la práctica reglamentar derechos, deberes, límites y excepciones, no sean motivo de descontento social por parte de quienes consideran que los cambios podrían ser mucho más radicales y que, por sobre todo, deberían partir de una participación mucho más incluyente de la diversidad de fuerzas sociales. La Constitución no es mérito exclusivo del gobierno, por más que este de hecho haya jugado un papel fundamental en su consecución. Las leyes complementarias impulsadas por el gobierno requieren también ser sometidas a procesos más intensos de escrutinio ciudadano, por más que esto signifique una demora adicional en la implementación de la nueva normativa legal e incluso cierta «desaceleración» en el ritmo emprendido por el proceso revolucionario.
Si bien los actores sociales protagonistas de mil batallas en contra del neoliberalismo, y que demandan «ciudadanizar» una revolución que se proclama precisamente como «ciudadana», tienen justificados motivos para cuestionar al régimen en materia de participación social, no tienen en cambio razón en confrontar a este gobierno de la misma manera como solía combatirse a los nefastos gobiernos de derecha.
Una evaluación honesta de la gestión de Correa demuestra con hechos que éste rebasó las expectativas y los escepticismos que a su alrededor se pudieran haber dado en un comienzo. De su mano el Ecuador ha dado un giro de soberanía de 180 grados, replanteando radicalmente las relaciones con el eje Washington – Bogotá, integrándose al ALBA y abriendo nuevos socios comerciales, terminando con la Base Militar Estadounidense de Manta, expulsando a funcionarios de la CIA y el Banco Mundial, poniendo en vereda a las transnacionales petroleras, por mencionar solo algunos pasos que hasta hace tres años eran impensables en gobierno ecuatoriano alguno.
La prioridad y la magnitud de la inversión social sin precedentes (educación, salud, vivienda, etc..) así como las reformas tributarias y los aumentos salariales de tres años acá demuestran una clara voluntad política por redistribuir la riqueza desde la planificación estatal, diferencia fundamental con el modelo neoliberal contra el cual tanto peleamos. La auditoría de la deuda externa (otra lucha histórica de la sociedad civil) ha sido una iniciativa inédita en el mundo y su posterior renegociación, que nos ahorra a todos el pago de varios miles de millones de dólares a futuro, es una movida magistral de alta capacidad técnica en el manejo financiero, que poco o nada la opinión pública ha sabido valorar. La incautación de los bienes a los banqueros deudores y la confrontación sin cuartel (aunque a veces subida de tono y no siempre justa) con el poder mediático, ensañado como nunca antes con desinformación y esfuerzos desestabilizadores, dan cuenta de que el gobierno no ha dudado en tomar los riesgos necesarios para desafiar a los poderes fácticos dominantes.
Ya se vienen los resultados de la Comisión de la Verdad que investiga varias décadas de violaciones a los derechos humanos, con debilidades y omisiones tal vez, pero aún así el esfuerzo más importante de nuestra historia reciente en contra de la impunidad y el olvido. Casa para afuera el Ecuador ha liderado la propuesta del Banco del Sur y la creación del «S.U.C.R.E.» como moneda regional de intercambio. La iniciativa ITT para dejar el crudo bajo tierra en el Parque Yasuní a su vez, aunque polémica, y para muchos utópica, es una propuesta revolucionaria que ningún otro gobierno en el mundo se ha atrevido a impulsar.
Visto desde afuera y con estos antecedentes, el proceso liderado por el Presidente Correa provoca la envidia de los movimientos progresistas a nivel mundial. Para ciertos grupos de la izquierda ecuatoriana, sin embargo, lo avanzado hasta aquí parecería ser «poca cosa». ¿Cómo explicar que la más penetrante oposición venga justamente desde sectores que en teoría deberían estar apoyando un proceso revolucionario?
Me temo que la explicación no está solo en la falta de apertura y el trato equivocado que ciertamente desde el gobierno ha habido para con parte del movimiento indígena (CONAIE) y los ambientalistas radicales. Estos dos entrañables grupos, a quienes es cierto que el país les debe mucho por sus ejemplares y valientes luchas en la época más neoliberal, parecería ser que en medio de una espiral de desagravios mutuos con el gobierno se han obstinado en imponer, por la buena o por la mala, hasta la última coma de sus agendas particulares (con esto no digo que estas no pudieran ser legítimas), aún al costo de desestabilizar a un gobierno progresista y sin prejuicio de que la derecha esté ahora mismo regocijándose al ver que una confrontación de «izquierda contra izquierda» bien podría abrirle el paso a un escenario que por ahora le está negado. Basta con presenciar la nunca antes vista condena a las «violaciones a los DD.HH.» por parte de los representantes social cristianos a causa de la «represión en contra de los indígenas». Que yo recuerde nunca antes les incomodó la represión en contra de ningún manifestante y menos aún en contra de los hermanos indígenas.
Lamentablemente, el gobierno, hasta cierto punto obnubilado con el apoyo mayoritario de la población, está pagando el precio de no arriesgarse por una mayor participación ciudadana, lo cual es aprovechado por sectores de los indígenas amazónicos, para en base a la presión de la fuerza intentar posicionar demandas extremas. El proyecto de «Ley del Agua» que de hecho sigue en fase de construcción, parecería haber sido el pretexto ideal (las diferencias en torno a la ley son realmente muy pocas) para poner todas las demandas posibles sobre la mesa.
La trágica y deplorable muerte del profesor shuar Bosco Visum en medio de las protestas indígenas constituye tal vez un punto de inflexión dentro del actual enfrentamiento con el gobierno y debe por supuesto ser investigada hasta la saciedad. A nadie debería interesarle más el éxito de esa investigación que al propio gobierno, inclusive en el caso de que la responsabilidad directa recayera sobre la policía, aunque todo parecería indicar que esa tragedia se debió a fuego criminal proveniente de elementos ultra violentos infiltrados entre los propios manifestantes. Debe haber una muestra de prístina transparencia en el asunto, para marcar una clara diferencia con gobiernos anteriores donde los excesos represivos policiales y la impunidad frente a los mismos fueron siempre una constante.
El diálogo, una oportunidad para radicalizar el proceso
El diálogo que se dará entre los indígenas y el Presidente debe ser visto por ambos actores como una oportunidad para dar paso a una verdadera participación y de hecho para «radicalizar» el proceso. Un reconocimiento muto de virtudes y fortalezas sería un paso inicial importante que le daría a cada uno mayor peso en la interlocución a la hora de tratar los temas más candentes. Por duro que suene, creo que tanto los compañeros indígenas y sus bases, como el Presidente y su entorno de colaboradores, deberían hacerse algunas preguntas y reflexiones urgentes antes y a la hora de encarar el diálogo:
-Los compañeros indígenas deberían preguntarse, por ejemplo, si alguna vez con otro gobierno discutieron si quiera una ley para regular el uso del agua. ¿Por qué nunca antes se dio un levantamiento en este tema? ¿Cuánto por ejemplo se avanzó en sus demandas cuando fueron cogobierno de Lucio Gutierrez y en momentos en que el movimiento indígena tenía una fuerte bancada legislativa.
-A la hora de condenar la represión policial (algo absolutamente legítimo y necesario) los compañeros indígenas deberían con objetividad comparar estos últimos tres años con la última década solamente, donde por lo general la represión de la fuerza pública fue brutal y la persecución y el menosprecio en efecto tenían carácter racista. Recuerden compañeros cómo los militares bajaban a los indígenas de los autobuses sólo por su vestimenta o agrupándolos como ganado en coliseos y recuerden cuando los heridos se contaban por decenas, permaneciendo las víctimas en el más absoluto anonimato sin concitar como ahora la atención de los medios de comunicación. ¿Algún gobierno antes impulsó una amnistía general para cientos de luchadores sociales perseguidos y enjuiciados por su actividad contestataria, muchos de ellos acusados hasta de terrorismo? No se trata de justificar de ninguna manera el mal uso de la fuerza, venga de donde venga. Se trata solamente de considerar todos los elementos posibles a la hora del debate y del diálogo en pos de alcanzar acuerdos.
-Es pertinente además que los compañeros indígenas, al elevar sus cuestionamientos a la «Ley de Aguas», por mencionar sólo el tema central del conflicto actual, demuestren sí que en otras partes del mundo existe una normativa similar que sea más justa, más garantizadora de los derechos humanos y más cuidadosa del medio ambiente. Con todos los desacuerdos que el proyecto de ley pueda aún tener, y que abogamos para que sean consensuados, la normativa propuesta sin duda significa un avance importantísimo donde el Ecuador otra vez estaría a la vanguardia en el manejo de lo que será el recurso natural más preciado, en un futuro no muy lejano.
-El compañero Presidente a su vez debería seriamente replantearse si es posible sostener a largo plazo un proyecto revolucionario que, si bien nos ha llenado de ilusión a tanta gente, prescinde de la participación real de varias de las fuerzas sociales que históricamente levantaron las más tenaces gestas reivindicativas del país. No se trata de abrir cuotas de poder ante la presión de la protesta social. Se trata más bien de abrir y garantizar espacios de interlocución y de debate más horizontales, más participativos y menos apresurados, que denoten que de verdad los actores sociales de mayor trascendencia tienen un espacio de incidencia importante y real en este proceso.
-El Presidente Correa debe reflexionar sobre el hecho de que si bien las victorias electorales y el apoyo popular legítimamente le confieren el encargo de dirigir el país, la conducción y el rumbo de un proceso revolucionario no debería quedar circunscrita exclusivamente al debate interno de un movimiento político no consolidado, diverso y todavía difuso, cuya estructura aún no garantiza que al mismo no se suban todo tipo de oportunistas ávidos por pescar a río revuelto y que a su vez ha sido capaz de excluir y cerrar el paso a valiosos cuadros comprometidos desde siempre con un proceso revolucionario profundo y verdadero (El caso de Alberto Acosta es tal vez solo el más ilustrativo). El poder emanado de las urnas no puede prescindir del tejido social en la tarea de construir ciudadanía organizada.-
-El Presidente debería pensar además que más allá de su legítimo derecho para escoger a los colaboradores de su confianza, en el caso de aquellos que mayores resistencias despiertan en considerables segmentos de la opinión pública, que cuestionan su participación en el círculo íntimo de su Presidente, éste, en una muestra de sensibilidad, podría oxigenar su entorno y prescindir tal vez de los más cuestionados. Sin ser esto algo que decida ni mucho menos el rumbo de un proceso, sí sería en cambio una actitud de apertura del mandatario, que coadyuvaría a fortalecer la confianza de que se trata de un estadista flexible y dispuesto a escuchar las críticas de la gente.
-Si bien no cabe duda sobre la decidida lucha del Presidente contra la corrupción y de su esfuerzo por reformar de raíz a la fuerza pública, no es posible esperar que de un día a otro se logren revertir totalmente males estructurales que se enquistaron por generaciones en la burocracia y en los uniformados. El Presidente, por tanto, debería ser más cauteloso a la hora de «meter sus manos al fuego» por los funcionarios a todo nivel o por la «inofensiva» actuación de la policía en las tareas de disuasión de la protesta social, porque de esa manera expone su bien ganada credibilidad.
«Izquierda contra izquierda» en la disputa de gobierno-oposición es tal vez un escenario inédito para el Ecuador. Para el proceso de cambios sin duda es el peor escenario, porque el desgaste de la tendencia se da por partida doble. Alcanzar acuerdos en las próximas semanas pondrá a prueba la voluntad, madurez y consecuencia política de ambos actores para que quien gane en esta ocasión no sea la derecha.
Fidel Narváez es defensor de derechos humanos, miembro de la APDH de Ecuador y del Movimiento Ecuador en el Reino Unido, MERU.