No sólo el marxismo en particular [1] [1], sino el discurso de la izquierda en general debe, si aspira a dotar de validez universal sus diagnósticos y propuestas, renunciar al dogmatismo excluyente con que tantas veces los ha formulado, so pena de quedar varado en los márgenes de la corriente de la historia. Dicho menos […]
No sólo el marxismo en particular [1] [1], sino el discurso de la izquierda en general debe, si aspira a dotar de validez universal sus diagnósticos y propuestas, renunciar al dogmatismo excluyente con que tantas veces los ha formulado, so pena de quedar varado en los márgenes de la corriente de la historia. Dicho menos metafóricamente: debe saber distinguir y preservar el núcleo esencial de su mensaje para que no se confunda con lo insustancial y adventicio que las sucesivas circunstancias concretas le han adherido.
Y ¿qué es lo esencial del mensaje de la izquierda, antes, ahora y siempre? La extensión, más allá de sus fronteras particularistas tradicionales, del supremo valor humano de la fraternidad, cemento tanto de la libertad como de la igualdad.
Siendo así, pocas dudas puede haber de que el único enemigo de la izquierda es el conflicto de clases y, por tanto, las diferencias de clase. ¿Yerran, pues, Marx y Engels cuando inauguran su Manifiesto Comunista con la idea de que la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases? No si esa afirmación se entiende en sentido meramente descriptivo y no normativo. Porque la primera premisa para superar un conflicto es reconocerlo (por algo los creadores del mayor conflicto abierto en España en lo que va de siglo, los secesionistas catalanes, niegan de manera contumaz ― y risible, si no fuera perversa ― la existencia de un conflicto entre ellos y el resto de los catalanes, pues ellos no quieren superarlo, sólo ganarlo).
En el caso de la lucha de clases puede parecer también que se trata simplemente de ganarla (así suelen verlo desde la derecha y la clase a la que ésta representa). Cuando desde la izquierda se dice aspirar a una «sociedad sin clases» también hay quien quiere entenderlo, siguiendo al pie de la letra el mencionado texto del Manifiesto, como el triunfo de una clase (la proletaria, en nuestro caso) sobre la otra, pero olvidando que ello no implica la desaparición física de los individuos que integran esa otra, sino la desaparición política de su función social como clase dominante.
Visto así, el papel de la izquierda no ha de identificarse (como a menudo se hace) con el de un esforzado e incansable paladín enfrentado a medio mundo en nombre de una causa pura y sin mácula, lucha en la que no cabe el armisticio, la tregua ni el pacto, sino a lo sumo la alianza circunstancial con otros luchadores de inferior categoría moral y política a los que ― sin fiarse demasiado de ellos ― es oportuno subir al carro como compañeros de viaje. Actitud, por otro lado, que revela una concepción infantiloide y pírrica de lo que es realmente la guerra, pues no se la concibe sino como una serie continua de avances, en que todo retroceso es una traición y no hay más alternativa a la victoria total que el destino de Numancia.
Esa actitud intransigente puede verse reforzada en algunos a contrario por el contraejemplo de sectores de la izquierda que han hecho de la necesidad virtud en enésima aplicación del discurso de la zorra ante las uvas: los sectores llamados «socio-liberales» (cuyo liberalismo poco tiene que ver con Locke y Mill y sí mucho con Von Mises y Hayek). Para los socio-liberales (para los Felipe González de turno), en efecto, el pacto se reduce casi siempre a entregar las armas dialécticas («si no puedes con ellos, únete a ellos») y hacer suyo el lema TINA («there is no alternative»… al capitalismo puro y duro, se entiende). Parece obvio que la izquierda no puede seguir esa vía sin negarse a sí misma.
Pero de ahí a invocar la revolución (en vano) cada cuarto de hora, proclamar procesos constituyentes (más bien «destituyentes») cada primavera y llamar fascista a todo el que no vibre de entusiasmo ante tan electrizantes soflamas media un larguísimo trecho. Y no hay que olvidarse del refranero: «perro ladrador, poco mordedor».
Si la izquierda es en su esencia, como creo, uno de los frutos más opimos de la Ilustración (Marx, al menos, lo fue sin duda), no puede renegar de sus orígenes sustituyendo el análisis detallado por la consigna reduccionista, el pincel fino por la brocha gorda. Desgraciadamente, no parece que haga hoy, en general, honor a su matriz ilustrada. El viejo diagnóstico de Togliatti sobre el Partido Comunista de España (y eso en el momento de mayor acierto táctico y estratégico de su política) puede extenderse hoy a casi toda la izquierda presuntamente radical existente en el llamado mundo occidental: » manca finezza «.
La izquierda sólo puede librarse de su creciente irrelevancia si se somete a una estricta cura de humildad y admite que no tiene la fórmula magistral para curar todos los males de la humanidad. Si reconoce que quienes no comparten sus postulados no son necesariamente estúpidos ni malvados. Si habla menos y escucha más. Siempre, claro está, sin perder de vista el objetivo central antes mencionado: la ampliación creciente del espacio en que «los hombres volverán a ser hermanos». Lo cual exige no dedicar la mayoría de las energías a reivindicaciones sectoriales, por importantes que sean, porque tienden frecuentemente a ser divisivas y ninguna de ellas puede cortar por sí sola el nudo gordiano de la injusticia generadora de todos los conflictos: la explotación del hombre por el hombre.
La izquierda, por tanto, debe renunciar a los -ismos. Todo el que se confiesa partidario de un -ismo (y que es, por tanto, un «-ista») corre el riesgo de que los árboles no le dejen ver el bosque. Incluso el ideal socialista, perseguido en exclusiva, puede ser una pantalla que impida ver el amplio panorama de la realidad que ha de tener en cuenta quien trabaja por superar la división clasista entre los seres humanos. Cuando se habla de una izquierda «sin complejos», el primer complejo del que hay que liberarse es el complejo «izquierdista». Hay vida (mucha) más allá de lo que ha constituido históricamente el hábitat cultural de la izquierda. La grandeza de los grandes de la tradición comunista, como el que seguramente ha sido el más grande de todos ellos, Antonio Gramsci, estriba precisamente en esa altura y amplitud de miras, que le permitió extraer enseñanzas de corrientes político-filosóficas y estéticas diversas que otros considerarían difícilmente compatibles con una cultura «proletaria». La paradoja de muchos izquierdistas ha sido que, ávidos de expropiaciones materiales, han sido incapaces de expropiar muchas de las riquezas culturales que se extendían ante ellos, tildándolas de «reaccionarias».
Y no es que esa cultura de izquierda que podríamos llamar «autista» sea producto de las clases más subalternas, cuyas limitaciones culturales explicarían lo limitado de su apertura a la realidad. Todo lo contrario: con esa limitación suele ir aparejada, en las clases humildes, la conciencia de la misma, el reconocimiento de su ignorancia y el respeto por los que «saben», reconocimiento en el que reside el verdadero principium sapientiae: sólo es peligrosa la ignorancia que se ignora a sí misma.
Cosa bien distinta ocurre, en cambio, con el pequeñoburgués narcisista que, o mucho me equivoco, o ha venido nutriendo mayoritariamente, desde tiempo inmemorial, los cuadros dirigentes de los partidos de izquierda. En esos cerebros capaces de convertir la crítica en dogma es donde reside el germen del autismo político. En esas cabezas presuntamente emancipadas que creen saberlo todo sobre la emancipación es donde se han gestado la mayoría de los fracasos políticos de la izquierda. Porque son esas cabezas las únicas capaces de cambiar sus ideas de la noche a la mañana: de pasar de soñar con la guerrilla urbana a gestionar una reducción de plantilla en una empresa con beneficios; de defender el internacionalismo marxista-leninista albanés a exigir el reconocimiento de la independencia de Kosovo y, en el mismo paquete, la independencia de Cataluña; de acostarse con Marx y levantarse con Milton Friedman. Exquisita agilidad mental la suya, no como la del obrero que sigue machaconamente votando al PSOE cuando es evidente que sólo tiene de obrero una de sus siglas. Ni como la del modesto asalariado del cinturón de Barcelona que, cuando le ve las orejas a la manada de Puigdemont, vota a Ciudadanos pese a estar más claro que el agua que éstos tienen tanto de centro-izquierda como el «procés» de democracia. Y es que esas gentes suelen ser tan «conservadoras» que prefieren conservar lo poco bueno antes que cambiarlo por lo óptimo… y quedarse sin lo uno ni lo otro. ¿Eligen mal? Naturalmente. Pero no por falta de criterio, sino por falta de alternativas dignas de confianza.
Para que una izquierda digna de tal nombre llegue a ganarse la confianza de su base «natural» va a tener que trabajar duro y empezar por ahí, por la «base». Por escuchar a la gente, también (o más aún) a la que vota a la derecha, y tratar de identificar los problemas reales que se ocultan bajo tantas soluciones falsas, tantos prejuicios y tanta ideología. Y no poner nunca por delante la consigna y la bandera, sino el argumento y la empatía. E incluso cuando se haya ganado la confianza de mucha gente, no utilizarla como mesnada partidista, como masa de maniobra contra las demás opciones políticas, sino como argumento vivo para hacer ver a esas otras opciones la necesidad y viabilidad de una política transigente con las diferencias pero intransigente con las desigualdades.
Todo esto, en el fondo, se resume en una idea: la izquierda debe ser la encarnación viva de la democracia, del núcleo democrático que está en la base de la muy perfectible, pero muy valiosa, democracia formal al uso, con su división de poderes, su presunción de igualdad de derechos y sus mecanismos legales de defensa de esos mismos derechos. Ese armazón formal debe revestirlo la izquierda de contenido material (ése es su «carisma»), de modo que los derechos se traduzcan realmente en hechos. Lo cual sólo se consigue de manera estable si, en lugar de optar por rupturas unilaterales, como algunos insensatamente proponen, se profundiza y perfecciona el marco legal existente. Claro que esa tarea es ardua, nada heroica y, por lo general, no da protagonismo en los medios (algo que el pequeñoburgués narcisista antes referido no lleva nada bien). Pero es lo que hay (y que dure).
Notas.
1) Véase el oportuno y antidogmático libro de Francisco Fernández-Buey, Marx (sin ismos), Barcelona, El Viejo Topo, 1999.
Fuente: https://www.cronicapopular.es/2019/06/izquierda-sin-ismos/
[1] Véase el oportuno y antidogmático libro de Francisco Fernández-Buey, Marx (sin ismos), Barcelona, El Viejo Topo, 1999.