Con el invaluable (y poco agradecido) heroísmo y poder de distracción de la lucha antimperialista en Medio Oriente y Asia central, América Latina se halla en situación similar a la del decenio de 1940, cuando una serie de revoluciones populares y gobiernos progresistas retomaron la ofensiva en pos de su liberación nacional y social efectivas. […]
La solidaridad y cooperación de Cuba y Venezuela en la acción, la comprensión de lo que está en juego en los procesos políticos de Bolivia, Ecuador y Nicaragua, y el hecho de que el imperio no diga la última palabra en Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay revelan un mapa de tendencias mucho más promisorias que el amargo desenlace de la independencia de Haití en 1804, y el fin de la Gran Colombia en 1830.
La energía poderosa (nunca mejor dicho) brotada de las entrañas geológicas y populares de Venezuela impidió que en Cuba se cumpliesen los aciagos pronósticos de Fidel Castro al inicio del decenio pasado. No. Cuba ya no se hundiría en el mar ni sus hijos caerían luchando como aquel puñado de españoles que en Numancia resistieron a las legiones de Escipión, El Africano. Proceso que en sus inicios fue doloroso (masacre de Caracas, febrero de 1989) y que al continuar tuvo dos expresiones promisorias: el alzamiento del movimiento revolucionario bolivariano (4 de febrero de 1992) y el de los pueblos antiguos de Chiapas que cuestionaban la desaparición de México como país soberano (primero de enero de 1994). Sincronías de la historia: nuevamente, y como en 1810, México y Venezuela a la vanguardia de la luchas populares.
En páramos y valles, en urbes y florestas, en litorales y desiertos, los pueblos de la América triétnica retoman sus banderas, alzándose y movilizándose con mayor y menor suerte en particularísimas formas de lucha. Y esta vez será para siempre o para nunca. Pero cuidado… que ya el poeta dijo «nunca digas nunca».
Hugo Chávez empezó «por arriba» una revolución que se hizo cargo del clamor «de los de abajo» y el subcomandante Marcos anunció el inicio de una revolución «con los de abajo», fustigando el poder de «los de arriba». Arriba, abajo… Pero entre la una y la otra un denominador común: el énfasis en la ética y la moral revolucionarias, y la ausencia de sangre y violencia para cumplir con sus objetivos.
¿Cuán distintas son ambas? ¿Realmente lo son? Las plomizas, esquemáticas y floridas concepciones ideológico-patrimonialistas de las izquierdas impolutas se toman su tiempo. ¿Boliviarianos y zapatistas responden a los intereses inmediatos y los históricos de sus pueblos? ¿Qué tipo de socialismo proponen? ¿Son Marcos y Chávez líderes natos de la conciencia nacional y antimperialista de México y Venezuela?
Los escritos de Noam Chosmky, Inmmanuel Wallerstein y Samir Amin ayudan… ¿mas despejan las dudas? ¿Y los de James Petras, espada flamígera de la revolución mundial, seran más lúcidos si duplica la extensión de los suyos explicando todo y nada a la vez? A las izquierdas impolutas hay que recordarles (es increíble cuán fácil se les olvida) que Bolívar y Martí fueron antes que Marx y Lenin, y que la emancipación de los indígenas y los negros no puede ser únicamente política en una civilización que reniega de sí misma traicionando los principios que enarbola.
Caracas oxigenó la utopía socialista continental. Sin embargo, resulta paradójico que desde mucho antes (y acaso por instinto de conservación o furtivos ataques de lucidez imperial), los yanquis tenían claro que Chávez no era un líder manipulable. Y así nació el Plan Colombia (extensión sudamericana del Puebla-Panamá), aprobado de extrema urgencia después del triunfo de Chávez, el 6 de diciembre de 1998.
Cuba y Venezuela son faro y ejemplo. Pero la manida «unidad» de la izquierda realmente política exige la cuidadosa revisión de las cuatro patas que sostienen la mesa.
1) Creer que la unidad es amontonamiento y seguidismo, y que la temperatura de la lucha de clases depende de los termostatos regulados por los intelectuales antimperialistas.
2) Conectar al debate cables de alto voltaje ideológico que a la postre se revelan inútiles para iluminar, en cualquier lugar y situación, los múltiples pormenores de una lucha común, pero multifacética.
3) Desestimar que en todo proceso de liberación las masas se rigen por agendas políticas nacionales, y que las opciones del Thermidor y de los Graco Babeuf son más inmortales que el conde Drácula.
4) Olvidar que el espíritu multilateral del Destino Manifiesto se corporiza vis a vis, bilateralmente, según el interés puntual de las corporaciones económicas estadunidenses.
Sin «los de abajo», la revolución se muere. Pero sin liderazgo real y efectivo, y sin el apoyo estratégico que el Estado pueda brindarle, la revolución también se muere. La reacción no distingue. «A los de arriba» los elimina por complicidad con los de abajo y «a los de abajo» los extermina sin piedad, por si las moscas.