El escritor británico J. G. Ballard (Shanghai, 1930) pasó parte de su infancia internado en un campo de concentración japonés durante la Segunda Guerra Mundial. A partir de los años sesenta revolucionó el género de la ciencia ficción con una serie de historias ubicadas en un futuro inquietantemente cercano en el que los personajes se mueven en un paisaje desolador de playas desiertas, edificios abandonados, comunidades cerradas y autopistas; un mundo «ambiguo» en el que «los espectros de siniestras tecnologías y los sueños que el dinero puede comprar se mueven en un paisaje de comunicaciones». Desde entonces su influencia y prestigio crítico no han dejado de crecer. LDNM ha hablado con él.
Enorme. Experimenté un adelanto del fin del mundo.
En su primera trilogía –El mundo sumergido (1962), La sequía (1965), y El mundo de cristal (1966)- trabaja sobre metáforas de la catástrofe en términos externos y psicológicos. ¿Cómo cree que afecta al «paisaje interior» la amenaza de catástrofes sociales y ambientales a gran escala?
Creo que están íntimamente relacionados. Muchos de los testigos presenciales del huracán Katrina en Nueva Orleáns utilizan metáforas psicológicas para referirse a la devastación. Creo que en todas partes del mundo la gente percibe en las catástrofes físicas como los tsunamis y los terremotos una dimensión psicológica muy fuerte. En realidad estas catástrofes sólo tienen sentido en términos de su efecto sobre la mente.
En esta misma trilogía, los personajes reaccionan al paisaje catastrófico aceptando las nuevas condiciones en lugar de huir de ellas. Usted siempre ha defendido que este es un desenlace optimista, ¿por qué?
Porque están satisfaciendo una lógica inconsciente, las necesidades profundas de la mente humana. En la vida cotidiana nos falta algo que buscamos en las escalas temporales de la biología y la geología, que son las que nos ligan a los reinos biológico y mineral.
No hay duda de que las clases medias se sienten amenazadas. Durante los últimos doscientos años han gozado de un estatus privilegiado que ahora se ve amenazado por un orden social que se alimenta de la discontinuidad. Su énfasis tradicional en la educación, los buenos modales o el acceso privilegiado a profesiones como la abogacía o la medicina está amenazado por una forma mucho más populista de entender la cultura. La obsesión con la seguridad, con las comunidades cerradas, es un síntoma de todo esto.
Estas son hoy las zonas claves, los lugares donde se están produciendo los cambios psicológicos más importantes. Son entornos completamente nuevos que no deben nada al pasado y que exigen un tipo muy especializado de conducta.
La gente de clase media era la espina dorsal de la sociedad. A cambio de ciertos privilegios -empleo, seguridad, buenas pensiones, salarios por encima de la media que les daban acceso a la educación privada- ofrecían responsabilidad social. Mantenían el impulso de la sociedad. Se encargaban de las profesiones de prestigio, del funcionariado o de las fuerzas armadas. Ahora se están empezando a dar cuenta de que han sido explotados en muchas formas semejantes al antiguo proletariado. Así que están retirando su buena voluntad y muchas de sus protestas parecen romper deliberadamente con su antiguo carácter responsable, es el caso de las protestas contra la proliferación nuclear, a favor de los derechos de los animales, contra las nuevas autopistas y el coche (especialmente contra los todoterrenos, los coches de clase media por excelencia).
El ocio es el nuevo trabajo. Los estilos de vida definen a la gente antes que su trabajo. Vivimos una cultura del entretenimiento movida por una sucesión muy rápida de las ideas. Las industrias gigantes del entretenimiento permiten que la gente se interprete a sí misma continuamente.
Sí, en torno a dos mil americanos han muerto en Irak, una pérdida trágica de vidas, pero que resulta minúscula si se compara con los treinta mil o más que mueren cada año en accidentes de coche. Si el mismo número de personas muriera en accidentes de avión se impediría volar a todas las líneas aéreas del mundo. Somos extrañamente tolerantes con las fatalidades de los accidentes de coche. ¿Por qué? Quizá haya atracciones ocultas que tienen que ver con obsesiones primitivas en torno a la muerte y el dolor. Crash también tenía en cuenta la forma en la que la tecnología (el coche y el accidente de coche) funciona como un catalizador de los impulsos perversos de la mente humana. En Crash el accidente de coche funciona como una especie de sacramento religioso.
Las ciudades siempre se han alimentado de la discontinuidad: trabajamos a cinco millas de donde vivimos, compramos en un barrio, vemos películas en otro, visitamos a nuestro médico en un tercero y vamos al colegio en otro diferente. Nuestros amigos y familia pueden estar diseminados en una superficie de docenas de millas. Aún así, mantenemos un sentido virtual de la comunidad. Este sentido está desapareciendo porque nos estamos replegando sobre nosotros mismos debido en parte a fenómenos como el terrorismo urbano, que hacen de cada lugar de la ciudad un sitio potencialmente peligroso. Inevitablemente, nos afecta un miedo más primitivo que conlleva el temor y el odio a los extraños, la aprobación de la violencia y demás.
Estamos tremendamente constreñidos por las leyes y regulaciones que definen cómo debemos conducir, cómo educar a nuestros hijos o qué tipo de drogas recreativas debemos tomar. La gran mayoría de nosotros no tiene ninguna libertad real. Desde que el gobierno de Tony Blair llegó al poder hace ocho años se han añadido setecientos nuevos delitos al código penal. En el Reino Unido es imposible un cambio radical porque, ahora que la política, la iglesia y la monarquía han perdido toda autoridad, el consumismo lo gobierna todo. No creemos en nada y nos creemos todo.