Apenas recordado resulta el discurso inaugural con el cual Jean Paul Sartre dio la bienvenida al International War Crimes Tribunal, luego conocido como Tribunal Bertrand Russell. Aquél estaba llamado a pronunciarse en relación a las acusaciones efectuadas en contra de losEstados Unidos, Corea del Sur, Nueva Zelandia y Australia, en cuanto a su comisión de […]
Apenas recordado resulta el discurso inaugural con el cual Jean Paul Sartre dio la bienvenida al International War Crimes Tribunal, luego conocido como Tribunal Bertrand Russell. Aquél estaba llamado a pronunciarse en relación a las acusaciones efectuadas en contra de losEstados Unidos, Corea del Sur, Nueva Zelandia y Australia, en cuanto a su comisión de crímenes de guerra en el conflicto de Vietnam.
Corría el año 1966 cuando el filósofo francés, enrolado en una implacable crítica a los poderes coloniales y a sus crímenes en los territorios de ultramar, explicó los motivos por los cuales se justificaba esa revisión que, aunque no jurídica, diera al menos una respuesta ética a la cuestión planteada.
Sostuvo entonces que el juicio de Nüremberg supuso una novedad histórica innegable, aunque de algún modo fallida. En lo fundamental, debido a que se trató de un proceso llevado a cabo por parte de las potencias triunfantes por sobre las vencidas, con jueces designados por las primeras, en ausencia de un verdadero marco de independencia y neutralidad.
Y que pese a esos aspectos fallidos, aquel proceso suponía un punto de no retorno, marcado por un cambio esencial en materia jurídica y política: la sustitución del derecho a la guerra por un derecho, justamente, en contra de la guerra.
A punto tal de encontrarse frente a una verdadera paradoja, toda vez que al haber castigado los crímenes del nacionalsocialismo alemán, los fundadores de Nüremberg estaban, sin saberlo, condenándose a sí mismos por sus acciones en las colonias.
La ausencia de un tribunal que continuara, aunque sin sus vicios de origen, el papel desarrollado por el Tribunal de Nüremberg, no le pareció una circunstancia extraña después de todo. Se preguntó, en ese sentido, cuál de las potencias de posguerra querría fundar un organismo jurisdiccional capaz de condenar las prácticas coloniales que habían venido siendo hasta entonces habituales.
A partir de la ausencia de instancias de supervisación judicial, consideró que al menos desde una perspectiva ética debía darse respuesta a ciertos interrogantes particularmente graves y preocupantes. Entre ellos, puntualmente, a la cuestión relativa a los posibles crímenes de guerra cometidos durante la agresión a Vietnam.
Expresamente reconoció que el Tribunal Bertrand Russell no había sido designado por Estado o autoridad alguna, así como el hecho de carecer de cualquier poder para ir más allá de la mera emisión de conclusiones fundadas a la luz de los principios de Derecho Internacional consagrados en Nüremberg. Más aun, afirmó con contundencia que la legitimidad de dicho tribunal tenía origen, justamente, en esa falta de poder, en su independencia respecto de los potencias dominantes, así como en su universalidad.
Prueba de esta última fue el hecho de que algunos de sus miembros proviniesen de los Estados Unidos de Norteamérica, con plenas facultades para introducir sus opiniones en relación al rol que le cabía a su país durante el transcurso de las hostilidades en Vietnam.
Pero el verdadero fundamento de la existencia del Tribunal Bertrand Russell, como fuera reconocido por el propio filósofo francés, fue la ausencia de una corte permanente de justicia internacional destinada a la investigación y juzgamiento de crímenes de guerra, cualquiera fuera la geografía en donde sucedieran y cualesquieran los actores que los protagonizaren.
La participación de Jean Paul Sartre en un tribunal de esa naturaleza, visto desde nuestros días, lo convierte en un precursor, puesto que a partir de entonces han sido muchos los tribunales de conciencia que han acometido diversos juzgamientos éticos, la mayoría de ellos con autosuficiencia, autoridad moral y equilibrio.
Además, el surgimiento y la consolidación de los tribunales penales internacionales creados por resoluciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas durante la década pasada, le dan aún más la razón: motivos suficientes existen para someter a la acción de las cortes de justicia hechos que, al menos para el observador objetivo, resultan aberrantes y merecen ser investigados.
Martín Lozada es Juez penal y profesor de Derecho Internacional Universidad FASTA, Bariloche.