Hay personas cuya existencia hace mejor y más bella la existencia de los demás. No creo que haya satisfacción más grande que llegar al final de la propia vida, echar la vista atrás y saberse responsable, aun siquiera en una parte mínima, de la felicidad de los que te rodean; poder reconocer, en la mirada […]
Hay personas cuya existencia hace mejor y más bella la existencia de los demás. No creo que haya satisfacción más grande que llegar al final de la propia vida, echar la vista atrás y saberse responsable, aun siquiera en una parte mínima, de la felicidad de los que te rodean; poder reconocer, en la mirada de los otros, la gratitud por haberles ayudado a afrontar su vida con mayor entereza, por haberles infundido ánimo, serenidad y esperanza para sobrellevar sus problemas. Hasta tal punto algunas personas son hábiles en esta tarea, que podría decirse que otorgan sentido al mundo con su sola presencia: su vida misma es ejemplo, testimonio palpable de un estilo de vivir en el que se cohesionan de forma casi sublime lo bueno y lo bello. Un momento privilegiado en el tiempo.
También hay personas cuya vida aparece inextricablemente vinculada al sufrimiento de los demás en tanto que causa del mismo, como si en esas personas hubiera una macabra vocación de perversidad que motivara todas y cada una de sus acciones de una manera que se nos oculta.
Las ironías del destino han querido que tan solo un día de diferencia haya separado la muerte de dos personas, Jose Luis Sampedro y Margaret Thatcher, tan diametralmente opuestas en prácticamente todo. Dos ejemplos de sendos modelos de conducta humana que bien podrían resumir, cada uno a su modo, las muy diferentes actitudes posibles ante la vida, la muerte y el significado de «ser» humano.
José Luis Sampedro, al contrario que la británica, fue un virtuoso . Virtuoso del pensamiento, de la palabra y de la acción, una triple combinación nada fácil de conseguir. Había en su discurso, siempre prudente, reflexivo y edificante, resonancias de la doctrina aristotélica del «justo medio», de la fortaleza estoica, del goce epicureo, del materialismo de Spinoza, del racionalismo irreverente de la Ilustración y, en fin, del mejor humanismo de todos los tiempos: la afirmación de que hay derechos inalienables en el ser humano y la poderosa convicción de que una vida humana digna de llamarse así solamente es posible gracias a la libertad, la igualdad y la fraternidad.
Famosa es su metáfora sobre la libertad, según la cual la libertad es como una cometa: cuando más se la sujeta, más alto vuela. Sampedro no concebía la libertad a la manera «negativa», esto es, como mera ausencia de restricciones externas, como sí la concibió hasta sus últimas consecuencias Margaret Thatcher, la cual no tuvo reparos en decir que el individuo es lo único que existe y que la sociedad es una pura abstracción.
La libertad de la que hablaba Sampedro es un concepto mucho más profundo que implica, necesariamente, una actividad por parte del sujeto, un momento positivo de autodeterminación y de intervención en el curso material de las cosas entre las cuales su existencia se inscribe. Se trata de la libertad como libertad material, que consiste no solamente en una posibilidad de hacer algo, sino en la efectiva capacidad para poder hacerlo.
Sampedro decía que la libertad de expresión no valía nada si no había libertad de pensamiento, la cual es posible cuando la persona reflexiona y ejercita su capacidad crítica y su derecho a la rebeldía en lugar de aceptar sin resistencia los discursos hegemónicos del sistema.
El individuo humano no llega a ser persona en el vacío. Aprendemos a ser personas con los demás, a veces en diálogo con ellos, a veces en lucha contra ellos, pero siempre reconociendo que sin un «tú» no podría jamás haber un «yo». A partir de esta consideración podía Sampedro concluir que una vida humana plena requiere el reconocimiento en los otros y exige por tanto, como condición necesaria para su realización, la libertad de todos los seres humanos y la compasión ante los que sufren.
Economista de formación, no acabó, en cambio, deformado por la ideología economicista, como sí les ha ocurrido y les ocurre a la práctica totalidad de los «economistas» profesionales. En su libro «El mercado y la globalización» desmanteló los grandes dogmas del discurso neoliberal (la competencia perfecta, la «mano invisible») y señaló la necesidad de construir una alternativa al sistema capitalista, el cual ha entrado en fase de decadencia irreversible, dando muestras evidentes de su agotamiento tras varios siglos de existencia.
Había según él dos tipos de economistas: los que trataban de hacer más ricos a los ricos y los que trataban de hacer menos pobres a los pobres. En el primer grupo estarían los que integran la ortodoxia de la economía oficial, la centrada en los vaivenes de la Bolsa, las subidas y bajadas de la «prima de riesgo», el índice de crecimiento, la productividad, el desarrollo, etc. Una economía puramente especulativa sin contacto con el mundo real en el que, a fin de cuentas, viven las personas de carne y hueso. En el segundo grupo, estarían los que, como el propio Sampedro, entienden que la economía no es una ciencia estricta de números abstractos y balances de contabilidad, sino un saber con un grado apreciable de cientificidad que, no obstante, debe estar éticamente guiado, es decir: al servicio de la satisfacción de las necesidades reales de la gente con el objetivo de realizar una sociedad verdaderamente justa para todos.
Con su propia vida Sampedro mostró que el humanismo no es una simple posibilidad teórica, una especulación más entre otras, sino ante todo una praxis: la de la benevolencia, la generosidad, la honradez (intelectual y moral), la prudencia. El humanismo es la actitud de todos aquellos que están convencidos de que la justicia es un valor que podemos empezar a poner en práctica aquí y ahora, ya mismo, en nuestro día a día, en nuestro quehacer cotidiano, sin necesidad de invocar para ello grandes discursos sino simplemente haciendo valer la importancia de las pequeñas cosas, las que constituyen la fuente más importante de la felicidad. Por eso Sampedro se reivindicaba como perteneciente al grupo de los «pequeños». Este humanismo no renuncia a la «utopía» y nos invita a comprometernos en la transformación del presente puesto que la única manera de probar que el mundo es mejorable es, en efecto, mejorándolo nosotros mismos: haciéndolo más habitable, más humano, más bello.
Cierto estoicismo le hacía afirmar a Sampedro, en ocasiones, que la única «salvación» posible reside en mantener la templanza ante los embates del sistema y no dejarse seducir por los cantos de sirena del Poder (los «grandes» poderes económicos y políticos). Su planteamiento de la muerte, basado en la imagen manriquiana de los ríos que van a parar al mar, es una muestra paradigmática de esa influencia estoica. También el epicureismo estaba presente en su pensamiento, algo que se hacía patente en otras preocupaciones de su existencia, como en la reivindicación de una libre cultura del placer contra la mojigatería de la religión y el puritanismo rancio.
Escucharle desgranar sus argumentaciones, haciendo gala de una lucidez sin igual, con su voz suave, relajante, tonificante, como si en lugar de emitir palabras las masticara y las paladeara, provocaba en mí la sensación de estar escuchando a un auténtico sabio. Persona sencilla y de talante entrañable, Sampedro huía de los protagonismos y de los autobombos y optaba por una sincera modestia y una discreción apacible que, hasta el último momento de su vida, le han acompañado como dos rasgos irrenunciables de su personalidad.
Con su muerte somos muchos los que nos quedamos ayunos de alegría, de esa serena alegría que nace de la confianza en la «vida buena» propiciada por las personas íntegras. Pero nos queda, por fortuna, su recuerdo, que nos sirve de inspiración y de acicate, porque aunque el río de Sampedro ya se haya fundido con el océano, los que todavía no hemos alcanzado esa meta debemos seguir remando sin cesar, a veces, incluso, contracorriente, para poder recorrer el camino que nos llevará, después de todo, a la morada del reposo definitivo. Gracias, Sampedro, por habernos enseñado a vivir, y a morir también. Hasta siempre.
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