Cuando una sociedad empieza a considerar el atiborrarse de langostinos en Navidad como un derecho adquirido irrenunciable, el camino al fascismo está expedito, señalaba el poeta. Cuando una sociedad se dirige como un tren sin frenos que se acelera cada vez más hacia el abismo, la supervivencia de esta sociedad no […]
Cuando una sociedad empieza a considerar el atiborrarse de langostinos en Navidad como un derecho adquirido irrenunciable, el camino al fascismo está expedito, señalaba el poeta. Cuando una sociedad se dirige como un tren sin frenos que se acelera cada vez más hacia el abismo, la supervivencia de esta sociedad no está garantizada, afirmaba el filósofo. Cuando considera rellenar su encadenado tiempo de ocio con imágenes de un programa real en el que se corona a una supermodelo (superejemplo de supercomportamiento) o a uno de los 40 niños abandonados sin adultos en una casa situada en la localidad ‘fantasma’ de Nuevo México, sabemos que nuestra dignidad ha sido puesta a prueba, asevera el televidente. O está participando en un proceso de selección. Y que no pasa a la siguiente fase, comunica el director del casting.
No todas las dignidades son útiles para la vida moderna como bien sabe el supermodelo Gabriel Albiac. La única elegible, seleccionable, es aquella que se solaza en los sofás junto a los millones de inválidos e inválidas injuriados por el trabajo. Dignidad a la que los programadores temen como tragedia ante la enésima emisión del esclavo Beckham recorriendo el photocall o milla verde o senda al patíbulo. La respuesta digna pulsa the bottom como en una guerra fría por las audiencias y el zapeo geocomercial. No son válidas aquellas dignidades que no son una especie de rectitud y al mismo tiempo de reposo.
La pedagogía de un millón de realitys (producidos, publicitados, emitidos y consumidos) ha conseguido ese socorrido e ignominioso axioma de «la telebasura es una demanda del público». Y ya no nos sorprende la producción televisiva de un señor de las moscas en el desierto de Mojave, el teatro mediático de los McCann, o la novena edición de la factoría de malandrines y petardos, sujetos de aquello que se llamaba «experimento sociológico». Hemos consumido a supervivientes, artistas en formación, la vida de famosos (siendo el favorito para viejos rockeros The Osbournes, con un Ozzy en bata recogiendo las heces del parket de su perrito) y como una señora de Trebujena mutaba de cuerpo entero en Cambio radical. La boutade científica se dispersó tras los humos del éxito y el share. Pero el experimento real sí que se llevó a cabo con éxito: ya no quedan caminos, rutas o senderos; ahora sólo queda el salto: a la fama de una cara, al nihilismo, a la destrucción más privilegiada rodeada de cachivaches, por la otra. El impulso a la fama desde el trampolín del anonimato. El más difícil sin la secuela genealógica de hijos de (inclúyase aquí a todos).
Se buscan personan anónimas para pigmaliones de la mercancía. La proletarización del famoso ha abaratado la formación de entretenedores o animadores de la masa ociosa. Se ha devaluado hasta el límite de que en su búsqueda de la realidad y su acercamiento a lo que pasa haya dado cabida a todas las violencias que las capas menos favorecidas y escuchadas sufren. Con todo lujo de detalles se describe la vida propia y sus miserias guionizadas como un exorcismo social o de confesión reparadora. Gestos de la democratización de los que aparecen en tv.: desde el programa de videos caseros, freaks televisivos, la casta de los colaboradores, hasta el último trastornado de Cicely que es reconocido como celebridad en youtube. El espectador, el consumidor de imágenes, «poseen la potencia nihilizadora de una percepción integral -síntesis «en el ojo» de una economía y una tecnología- que sólo sabe «apropiarse de hombres y cosas, que los construye rutinariamente como «objetos de exterminio» y que, más radicalmente, los despoja de existencia al mismo tiempo que los mira», decía el filósofo.
Vanguardia de lo que podría suceder (como innovación deontológica) en las entrevistas de trabajo o en la selección de literatos de provincia para publicación en Institución regional es el reality tipo Modelaje. En Supermodelo se busca a una modelo de elite, mujer altamente esclavicotizada por marcas y diseñadores de renombre y merecedora de millonarios contratos para ser imagen corporativa. Se exige altura, estilo, carisma, naturalidad y seguridad. Vocablos que se apergaminan en el aire en cuanto el programa lleva cinco minutos en antena dada la acumulación de sitcoms, más bien situation emotive (es decir situaciones de ficción en base a la emotividad) cocinadas en las redacciones. El premio es convertirse en esclava en las portadas más terroristas de todo el mundo que ofrecen cien respuestas a la pregunta ¿está usted dispuesto a sacrificar a quince mil civiles para lucir un maravilloso atuendo?
Lo interesante, como medida de límite, dentro de la situación emocional construida, es la capacidad instigadora del maléfico y borde jurado, nueva modalidad de evaluación que ya dio sus frutos con los speech de un tal Risto Mejide. La afectividad de quince adolescentes hechas un lío entre sueño, realidad, cosificación y fama es acechada con psicopática fruición por un grupo de expertos. Aquello que en Samoa en algo insólito se vende como modelo de conflicto de la edad y como mercancía afectiva para iguales que delante de la pantalla se reconocen en problemas, en deseos de fama y afirmación. La pedagogía del voto, análoga a aquella del millón de muertos (en este caso, zombies), es fundamental para el desarrollo del programa real. La democracia electiva del sms o llamada decide quién hace mutis como participación activa en la vida en directo. En el juego televisivo, las lágrimas brotan de las aun seleccionadas para la fase de formación pero no «aptas» (desde la objetividad del famelismo y la altura) y se convierten en modelos dramáticos, penoso filón que azuzan sus competidoras tachándolas de no-validas. A las que se salvan del trance de la eliminación-abismo-del-don-nadie se les ordena cuándo deben saltar de felicidad con la monocorde voz del regidor: «Saltad, saltad». Ellas inmediatamente ejemplifican su alegría hasta que se cambia el plano. De ahí que el realizador del reality debe cumplir con dos preceptos. Uno, remite directamente a aquella frase de Godard que afirmaba que el montaje es algo moral. Un plano cinematográfico es una «decisión moral» y que la sucesión de acordes menores y disonantes junto a un rostro a punto de llorar ofrece a la audiencia lo que quiere (sustitúyase aquí: lo que necesita consumir). El otro precepto se reduce a insistir en el primero.
Ya lo decía ese viejo al que condenaron por preguntar qué era un zapato o la moral: La hermosura es una tiranía de corta duración. No sabemos muy bien si Sócrates era feo. Pero sí que sufrimos una tiranía de lo bello fragmentado, puesto uno detrás de otro en una autopista de momentos irrepetibles y continuo. La vida media de un guapo posmoderno es aproximadamente una temporada o lo que dure la atención a un anuncio en una parada de autobús. Los feos duran más si es que se reenganchan a ese cosmos del rumor, el vodevil posmoderno y el basto montaje que alimenta al voraz monstruo de las pantallas vespertinas.
Es ya clásico recordar aquello que escribieron los muchachos sin nombre sobre la elegancia y la dignidad. «Afinar el estilo es a todos los efectos un arte marcial. El estilo es resistencia cultural y simbólica, una especie de «zapatismo mental». A través del cuidado de los detalles, se expresa la conciencia de dignidad, que no hay que confundir nunca con el «decoro» burgués. La dignidad se conquista luchando, escogiendo. El «decoro» consiste en no escoger nunca (..). También vestirse es una cuestión de ética».
¿Para cuando un reality real en el que banqueros e inversores se tiraran los trastos a la cabeza por la crisis hipotecaria en EEUU? ¿Para cuando un programa real sobre los veteranos de Irak y su alegre vuelta a casa? ¿Para cuando cámaras escondidas en el pentágono para ver la vida en directo de los que acaban con las vidas de inocentes a miles de kilómetros? ¿Para cuando un programa de vida en directo de los niños que cosen las prendas que vestirán las modelos cotidianas de las calles o pasarelas urbanas? En el amodorrado y solipsista Occidente si el éxito es compatible con alguna forma de ética, esa ética está absolutamente podrida. Si la dignidad es practicable en algún tipo de show teleemotivo ésta tiene que ver con la pérdida de la misma y como avance de lo que normalizaremos, patrón con el que cortar las conciencias de los ciudadanos para adaptarlas a las modas de este año.
Cuando una sociedad empieza a considerar el atiborrarse de imágenes nihilizadoras como un derecho adquirido irrenunciable, el camino al fascismo está expedito, señalaba el ciego.