Joven e ingenuo era cuando hace muchos, muchísimos años, alguien me convenció para que me hiciera un seguro de vida, sin duda de los más rudimentarios que entonces se ofrecerían, el equivalente a veinte mil pesetas que me serían devueltas al cabo de veinte años en el caso de que no hubiera muerto, claro está, […]
Joven e ingenuo era cuando hace muchos, muchísimos años, alguien me convenció para que me hiciera un seguro de vida, sin duda de los más rudimentarios que entonces se ofrecerían, el equivalente a veinte mil pesetas que me serían devueltas al cabo de veinte años en el caso de que no hubiera muerto, claro está, no estando la compañía obligada a prestarme cuentas de los eventuales lucros de la minúscula inversión y de sus aplicaciones y mucho menos hacerme participar de ellas. Ay de mí, sin embargo, si no pagaba las primas respectivos. En esa época, las veinte mil pesetas eran mucho dinero para mí, necesitaba trabajar casi un año para ganarlas, de manera que fue una buena ayuda cuando me las pagaron, aunque no pude evitar un desagradable sentimiento de desconfianza que me decía, e insistía, que había sido perjudicado, aunque no supiese exactamente como. En aquellos tiempos no era sólo con la llamada letra pequeña con lo que se nos engañaba, la propia letra grande ya era un puñado de tierra que nos lanzaban a los ojos. Eran otros épocas, la gente común, entre la que me incluía, sabía poco de la vida e incluso ese poco de poco le servía. ¿Quién se atrevería a discutir, no digo con la compañía, sino con el propio agente de seguros, que tenía toda la labia del mundo?
Hoy ya no es así, perdimos la inocencia y no rehuimos discutir con la mayor de las convicciones hasta de aquello de lo que simplemente tenemos una pálida idea. Que no nos vengan pues con historias, que bien te conozco, máscarita. Lo malo es que si las máscaras mudan, y mudan muchísimo, lo que está debajo se mantiene inalterable. Y ni siquiera es cierto que hayamos perdido la inocencia.
Cuando Barack Obama, en el ardor de la campaña a la presidencia, anunció una reforma sanitaria que permitiese proteger a los 46 millones de norteamericanos no contemplados por el sistema vigente para el resto, es decir, aquellos que, directa o indirectamente, pagan los seguros respectivos, esperábamos que una ola de entusiasmo cruzara los Estados Unidos. Tal no ha sucedido y hoy sabemos por qué. Apenas se iniciaron los trámites que conducirán (¿conducirán?) al establecimiento de la reforma, el dragón despertó. Como escribió Augusto Monterroso: el dinosaurio todavía estaba allí. No fueron sólo las cincuenta compañías de seguros norte-americanas que controlan el actual sistema las que abrieron fuego contra el proyecto, también la totalidad de los senadores y diputados republicanos, e igualmente un apreciable número de representantes demócratas, tanto en el congreso como en el senado. Nunca como en este caso la filosofía práctica de los Estados Unidos estuvo tan a la vista: si no se es rico, la culpa es tuya. Son 46 millones los norteamericanos que no tienen cobertura sanitaria, 46 millones de personas que no tienen dinero para pagar seguros, 46 millones de pobres que, por lo visto, no tienen donde caerse muertos. ¿Cuántos Barack Obama serán necesarios para que el escándalo termine?