Los juegos de niños y niñas no siempre son tan inocentes cómo parecen y eso no se debe a lo que los pequeños hacen con los juguetes sino a lo que los mayores, como representantes más cercanos de la sociedad ante los ojos infantiles, pretenden que se hagan con ellos. Desde que una persona nace […]
Los juegos de niños y niñas no siempre son tan inocentes cómo parecen y eso no se debe a lo que los pequeños hacen con los juguetes sino a lo que los mayores, como representantes más cercanos de la sociedad ante los ojos infantiles, pretenden que se hagan con ellos.
Desde que una persona nace está asignada por una categoría de género que va más allá de qué genitales posee. El género es el conjunto de atribuciones marcadas por una sociedad a cada uno de los individuos, tomando como referencia la apariencia física exterior de sus órganos sexuales. Tales atribuciones se traducen en roles y significados que guían la vida de las personas proporcionándoles un modo específico de ver, de ser y de relacionarse con su entorno.
Uno de los procesos mediante los cuales se asimila el género es la formación de la identidad que se da entre los 2 y 3 años de edad, precisamente cuando nos vamos apropiando del lenguaje y nos podemos asumir como niño o niña con todas las implicaciones que ello tiene. En esa etapa de nuestras vidas es donde el juguete comienza a ser un arma ideológica, trasmitiendo, en el caso de la sociedad occidental, el patriarcado como sistema de orden social.
Por esa razón, si se es niña se le van a comprar para que juegue muñecas, utensilios de cocina, vestidos de princesas y pinturitas. Es así que se trasmite la idea de que la mujer debe ser coqueta, delicada, cariñosa y tiene que dedicarse a las tareas del hogar, mientras espera que «su príncipe azul» llegue del trabajo.
En cambio, los niños van atener para jugar camiones, carros, armas y pelotas y se los va a incentivar para que practiquen un deporte. De esa manera el pequeño interioriza el mensaje de que debe ser rudo, no expresar sus sentimientos y debe prepararse para la competencia que implica la esfera pública de la sociedad. Él será el proveedor de un nuevo hogar cuando sea mayor, proveedor de dinero, de prestigio, pero no necesariamente de afecto.
Pero ¿qué pasaría si le damos a elegir a un bebé de un año de edad entre un juguete supuestamente de niña y uno supuestamente de niño? El pequeñito seguramente se va a inclinar por el más colorido, o el más ruidoso, sin fijarse si es un auto o un carrito para muñecas.
La elección de ese bebé no va a determinar su inclinación sexual o sus preferencias y gustos en la adolescencia, porque la idea de que ciertas cosas son para niños y otras para niñas es una construcción social que trasmiten los mayores, e imponen con ella un sistema de dominación e ideología donde los hombres son los que mandan, los que tiene profesiones prestigiosas y ganan dinero, mientras que las mujeres son quienes limpian la casa, cuidan de los niños y obedecen.
Pero no sólo en la tierna infancia el juguete puede funcionar como un arma ideológica. Los adolescentes también son susceptibles a los mandatos de la sociedad aunque ya no mediante el ejemplo que le pretenden dar sus padres, contra quienes van a rebelarse, sino mediante los medios de comunicación y los objetos de consumo.
En esta etapa serán los videojuegos los que representen «las reglas» del sistema mezclando entretenimiento con ideología.
El videojuego es un sistema reglado de procedimientos, es decir, un programa con reglas de juego. Por lo tanto, la ideología se trasmite a partir del diseño de las reglas. Es también un arma de persuasión que se aplica mediante la forma en que se diseña la interacción del adolescente con el juego.
Por ejemplo, el juego «Mercenaries 2» tiene como objetivo invadir Venezuela, derrocar a un «tirano hambriento de poder» y asegurar el suministro de petróleo para Estados Unidos. El usuario encarna a un soldado, por lo que no tiene capacidad de decisión y sólo recibe órdenes. Esa interacción hace que el adolescente internalice situaciones dadas y acepte ejecutar órdenes sin cuestionarse el por qué. Diferente sería la interacción si en el mismo juego se pudiera elegir ser un General o quizás el Presidente de un país.
Pero también hay una nueva tendencia en videojuegos que propone cuestionarnos acerca de las acciones cotidianas y las pequeñas decisiones de todos los días como parte de un sistema.
En McDonald’s The Video Game el adolescente puede jugar a dirigir la famosa empresa de comida rápida, pero sin duda la verdadera construcción discursiva aparece en las reglas del juego. Hay que llevar adelante la multinacional desde el cultivo de trigo y cuidado de vacas hasta su venta al público. Parece fácil, pero pronto descubrimos que resulta prácticamente imposible ganar si no es a través de «actitudes poco éticas»: adulterar los genes del trigo o las vacas, presionar psicológicamente a los trabajadores y trabajadoras o realizar maniqueas campañas de marketing.
Si bien los juegos y juguetes no siempre son tan inocentes, el jugar es una parte esencial del crecimiento y de la construcción de la identidad que no podemos dejar de disfrutar, siempre y cuando tengamos claro a qué estamos jugando.