Así como va el mundo (¿así como siempre?), anhelos como los de «justicia» (suma y sigue: libertad, igualdad, fraternidad) han resultado menos efectivos (quizá) que los escurridizos sentimientos de amor, solidaridad, conciencia, altruismo… ídem: suma y sigue. Si los primeros ideales responden a principios generales de amplio consenso, los segundos obedecerían a situaciones individuales, o […]
Así como va el mundo (¿así como siempre?), anhelos como los de «justicia» (suma y sigue: libertad, igualdad, fraternidad) han resultado menos efectivos (quizá) que los escurridizos sentimientos de amor, solidaridad, conciencia, altruismo… ídem: suma y sigue.
Si los primeros ideales responden a principios generales de amplio consenso, los segundos obedecerían a situaciones individuales, o de circunstancias. Pero en ambas dimensiones de la subjetividad, el «rasgado de vestiduras». Expresión usada en todas las épocas, el acto de «rasgar las vestiduras» aparece en varios pasajes del Antiguo y el Nuevo Testamentos, y con particular dramatismo a la hora en que Jesús fue llevado ante el «sumo sacerdote».
«¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito? Y Jesús le dijo: Yo soy… Entonces el sumo sacerdote, ‘rasgando su vestidura’, dijo: ¿Qué más necesidad tenemos de testigos?…» (Marcos, 14: 61-63). El rasgado de vestiduras simboliza el acto inapelable y arbitrario del poder que, en abierto desafío a la ley judaica (que exige al menos dos testigos para condenar a un acusado), ha tenido como actores a quienes suelen erigirse en custodios espirituales o intelectuales de ciertas ideas políticas, o de un orden social que por lo general resulta injusto.
El pensamiento crítico moderno lleva medio milenio tratando de precisar y subsanar las incongruencias y contrasentidos de leyes que niegan el derecho cabalmente entendido. «La ley» del más fuerte y el «rasgado de vestiduras» (la doble moral) continúan imponiéndose al momento de dictar justicia.
Los vencedores de la Segunda Guerra Mundial redactaron la Carta de San Francisco, hermoso texto que llevó a la creación de las Naciones Unidas (ONU, 1946). La carta consagró los ideales de cooperación entre los pueblos y representó un esfuerzo de lucidez raras veces visto para avanzar en la concreción del derecho y la justicia internacional. Sin embargo, medio siglo después, la humanidad se pregunta si la ONU tendrá algo más que ofrecer, fuera del «rasgado de vestiduras».
Genocidios institucionalizados, masacres rutinarias, concentración voraz de la riqueza, injusticias de toda índole, destrucción sistemática de la naturaleza. Gólgotas de la impiedad programada por los «sumos sacerdotes», a quienes jamás importa si los crímenes tienen uno o más testigos, pues, a más de filmarse en «tiempo real», se los transmite en horarios «plus» a teleaudiencias totalmente desconcertadas, impotentes y confusas.
Hace unos años, el periodista español Carlos Mendo publicó en El País un artículo muy interesante intitulado «Una decisión poco americana» (6/7/02). Admirador de Estados Unidos, Mendo trajo a cuento la reunión celebrada entre John F. Kennedy y Harold Macmillan en Bermudas (1963). Kennedy preguntó al premier británico qué futuro jugaría el Reino Unido en el mundo, tras la pérdida del imperio. Macmillan contestó: «Sólo aspiramos a ser lo que Grecia fue para Roma», descontando que en el mundo moderno Estados Unidos ya ejercía el protagonismo que el Imperio Romano tuvo en el antiguo.
«Macmillan -concluye Mendo-… no habría podido dar la misma respuesta a George W. Bush porque la fortaleza romana se basaba no sólo en el poderío de sus legiones, sino en la fuerza del derecho. La potestas se apoyaba en la autoritas, emanante de unas leyes fuera de las cuales sólo existía la barbarie. Bush quiere ejercer la potestas olvidándose de la autoritas, representada en este caso por la legalidad internacional.» Y hay quienes se ilusionan con que Barack Obama (black mask, white soul) corregirá el rumbo de la nave global.
Idealizada visión del imperio. No obstante, Mendo lamentó en su artículo el chantaje del veto de Estados Unidos en el Consejo de Seguridad de la ONU, reclamando «inmunidad» (impunidad, aclara) para que sus conciudadanos en «misiones de pacificación» (militares, aclara) no puedan ser ni siquiera interrogados por la Corte Penal Internacional (CPI), cuya jurisdicción el gobierno de Bush se negó a reconocer, a pesar de su ratificación por un centenar de países, incluidos los de la Unión Europea.
Mendo recordó las palabras de Harry Truman a los delegados reunidos en San Francisco, un año después de autorizar el holocausto atómico en Hiroshima y Nagasaki: «Todos tenemos que reconocer, no importa lo grande de nuestra fortaleza, que debemos negarnos el derecho abusivo de hacer siempre lo que nos plazca…» (sic, 26 de junio de 1946).
En próximas entregas trataremos acerca del doble rasero de la CPI, tribunal supranacional de justicia que asegura inspirarse en el espíritu de Nuremberg que juzgó los crímenes de guerra de los nazis, pero que es incapaz de juzgar los de Israel en Palestina. Que juzgó y condenó los cometidos en Ruanda y la antigua Yugoslavia, en tanto silencia el genocidio de Estados Unidos en Irak y Afganistán. Que ordena la captura de Omar el Bashir, y piensa que Álvaro Uribe, el «cristiano» presidente de Colombia, cuenta con menos experiencia genocida que el «islamita» presidente de Sudán.