¿Por qué es más fácil tener generación tras generación macerándose en la idea de que son unos fracasados que dotarles de un suelo mínimo del que partir?
15 libras esterlinas a cada individuo cuando lleguen a la edad de 21 años. Es lo que el inglés Thomas Paine proponía que se pagase a cada ciudadano inglés en el texto Justicia Agraria. Su planteamiento era de sentido común, fácil, comprensible: no es lo mismo empezar la vida sin nada que empezar con recursos, aunque sean pocos. La riqueza es de todos, y una parte debe de ser redistribuida, ir al común, a compensar a quienes se han visto privados del acceso a la tierra. Corría el año 1797 y Paine no se acababa de fiar de la meritocracia. Quizás es que al capitalismo no le había dado tiempo a crear esta patraña. Quizás con el antiguo régimen aún cercano, a nadie se le escapaba entonces la relación entre el punto de partida y la prosperidad del camino.
El texto en el que Paine desarrolla esta idea, Justicia Agraria, lo recupera Alberto Tena en su libro de reciente publicación: Los orígenes revolucionarios de la renta básica. Al inglés le preocupan los condicionantes materiales que influyen en la capacidad de arrancar la vida adulta, de sostenerse —propone garantizar esa renta durante 30 años. Más de dos siglos después, las personas jóvenes son muy conscientes de los condicionantes materiales centrales a la hora de arrancar una vida adulta, en concreto, lo que saben muchos y muchas con certeza, es que están muy lejos de contar con ellas, es que no saben cómo las alcanzarán. Sin embargo, considerar que tienen derecho a su parte de la riqueza colectiva y social para construirse un camino sigue siendo hoy una idea revolucionaria.
Recuerdo cuando estudiabas los últimos años de educación secundaria y la gente empezaba a pensar qué sería de su futuro. “Haz formación profesional”, les decían a algunos: tiene más salidas profesionales. “Por favor, no hagas una de esas carreras con las que nunca encontrarás trabajo”, te alertaban. Qué dilema era a ratos, elegir entre lo que te gustaba y entre lo que podría asegurarte un futuro, sopesar vocación o pragmatismo.
Yo no sé qué conversaciones tienen los chavales en estos tiempos, quizás su dilema es más fácil en cuanto inexistente, quizás han asumido la precariedad y la incertidumbre como parte de su existencia, elijan el camino que elijan. Puede que hayan llegado ya a la conclusión, salidos de esos colegios que cada vez funcionan menos como ascensor social y más como reproducción de desigualdades, que lo importante no es lo que elijas estudiar sino si tendrás o no tus 15 libras esterlinas, tu base material para poder tomarte el tiempo de decidir, de proyectar, de formarte.
A algunos no les faltará este apoyo económico, lo recibirán con creces de sus familias, tendrán suficiente para viajar al extranjero a aprender idiomas, hacer prácticas no pagadas mientras todas sus necesidades están cubiertas, tener una prórroga subvencionada para entrar en el mercado de trabajo en las mejores condiciones. Muchos más tendrán que encarar el futuro en plena batalla para conquistar una estabilidad, una serenidad que ha devenido privilegio. ¿Qué tan tranquilo puedes proyectarte a lo que vendrá con los bolsillos vacíos? ¿Cómo construir desde la nada?
Ni estudian ni trabajan, culpaban a la juventud de hace unos años de su propio fracaso precoz. La típica acusación contradictoria del capitalismo: capaz de señalar a los jóvenes por vagos y poco luchadores, mientras la ciudad se llena de becarios que trabajan gratis en lo suyo, o que curran de cualquier cosa por cuatro perras para poder sobrevivir. No tenéis cultura del esfuerzo, se les repite mientras miles de currículums sin respuesta se pierden en el limbo. Como si encontrar un puesto de trabajo dependiera del empeño que le pusiera uno, como si seguir formándose no dependiera de disponer de los medios para hacerlo.
¿Por qué es más fácil tener generación tras generación macerándose en la idea de que son unos fracasados que dotarles de un suelo mínimo del que partir? ¿Qué tendrá que ver este mensaje —el mandato de ganarse la vida, la fiscalización de si se trabaja suficiente, si se merece uno progresar— con la crisis de salud mental que asola a los más jóvenes? ¿Cómo puede asumirse con naturalidad esa desigualdad primigenia en la que unos parten de cero, y otros de mucho más arriba? ¿Por qué nadie reclama sus “15 libras esterlinas”, en lugar de mendigar una oportunidad en un mercado de trabajo cada vez más devaluado?
Existe todo un relato, que aunque a ratos admite los tiempos difíciles que enfrentan las personas jóvenes para arrancar un proyecto de vida, acaba por culparles de su situación, estigmatizándoles como débiles, cómodos, o irresponsables. Quizás sea necesario pensarles así para naturalizar el hecho de que se les niega su porción de estabilidad, de autonomía, de certezas. Asumir que, en cierto modo, merecen su destino, por no esforzarse lo suficiente, por abrazarse a la cultura del dinero fácil: mirarse en youtubers y millonarios repentinos, caer en la trampa de las apuestas y los juegos de azar. Frente a esta narrativa perezosa, legitimadora de la desigualdad, es urgente plantearse qué pasaría si contaran, si contáramos todas y todos, con ese suelo mínimo del que arrancar, esa porción de riqueza que cada ser humano se merece por derecho, ese suelo material del que partir. Una renta básica universal, para poder empezar el camino.
Sarah Babiker. Feminista, activista a favor de la renta básica. Periodista obsesionada con la lucha contra toda forma de desigualdad. Integrante de El Salto Diario.