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En memoria del bailarín y coreógrafo ecuatoriano Kléver Viera (1954-2025)

Kléver

Fuentes: Rebelión

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Lo conocí en marzo de 1983, en una empinada «casa de seguridad» en la cúspide final de una de las clásicas cuestas  del centro histórico de Quito, donde se alojaban varios bailarines y artistas, ya para entonces consagrados pero siempre modestos, sin recursos monetarios pero con ilimitados recursos de creatividad, humor y sobre todo, de coraje. Él vivía ahí,  hacía parte de aquella casa de artistas que, a su vez,  eran militantes del MIR, en plena subida de la calle  Esmeraldas, la que antiguamente se llamó la Calle de la Soledad ¿o era la Cuenca?, y cuando llegamos, mozalbetes, mocosos de 17 años, con 2 o 3 sucres en el bolsillo y una de full con filtro en la camisa, él fumaba y reía abriendo la boca como para recibir bocanadas de todo el sistema solar y siempre  homenajeaba pajaritos heridos y perros abandonados. Llegamos con nuestro viejo responsable de la UPM 2 CZ2 («unidad político militar de la zonal 2») del Movimiento de Izquierda Revolucionaria. Era el Kléver, para nosotros, como el resto de compañeros artistas, bailarines, pintores, y poetas, una leyenda en la mocosa adolescencia que ellos y otros mayores abrigaron y orientaron: Germán Nuñez, Juan Pino,  Héctor Cisneros, Carlos Martínez, Oswaldo Núñez, en fin… El viejo responsable nos dijo como orientandonós: «Es bailarín de los mejores del mundo; y un valiente a la hora de enfrentar la policía o ejecutar una acción callejera». Así lo conocimos, esa tarde, en que hablaron entre él y el Trapo, no más de 2 minutos, entonces nos dio la llave, señaló la olla del café y pidió que cerráramos bien la puerta al rato de salir.

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Lo vi llorar al mirar un pajarito herido, que no podía volar ni sanar, allá en 1993 en su otra casa arrendada en La Gasca cerca del parque Italia. Nunca olvidé esa escena. Me conmoví hasta hoy. Ya para entonces Kléver había consolidado con Wilson Pico y el Terry Araujo, entonces güagüito, y decenas de artistas más, de una generación irrepetible, el Frente de Danza Independiente. Nosotros para entonces, ya habíamos crecido, en plena lucha del caso Restrepo y ahí andábamos, con la Anaité y con la Mayra, en la APDH de 1993. Kléver, Susana, Arturo Garrido, fueron en cierto momento de sus vidas, del MIR. Y para nosotros, guambras entonces, eran referentes de algo que sólo hoy se empieza a entender desde el Oriente,  no en este mísero Occidente decadente: que toda revolución tiene la obligación de juntar belleza,   estética y proyecto geoestratégico, pero también versos, lindura, hermandad anti-egoísta y buen gusto. Caso contrario, estas sociedades son invadidas por cartones retozando en el lodazal por muchos años, décadas quizás.

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Pienso en Kléver y el premio Eugenio Espejo, y la pensión que se buscó que el Estado le otorgue, durante el aciago año pasado… Y, también, pienso, por tanto, que toda revolución, cualquiera sea, está obligada, como lo practican los militantes de Hamas o mis Tupamaros de antaño, a no abandonar un solo militante y luchador del pueblo, que sea jubilado o enfermo o camino al desempleo o rumbo a la extrema pobreza o a esta muerte lenta que le llaman sobrevivencia. Ni a sus familias. Es decir, toda revolución está obligada a asumir la calidad de vida, no sólo como delirio material de un lejano o cercano día futuro que fue y ha sido posible ver una vez hace una década, sino esa calidad de vida como ser vivo acompañada y acompañante en estos años de miseria moral de un kapitalismo necrofílico y sifilítico, puesto que la terrible vida se nos ha llevado estos años a montones de seres amados. Y entre ellos muchos artistas y poetas, Kléver uno de ellos, hace un par de horas quizás, se nos ha muerto, como lo anunciara Oscar (Bonilla, hermano de Kléver hasta el final) en un mensaje que lo leí en esos grupos wasap donde ya nadie lee a nadie o pocos a pocos. Y este país de mierda, al que le vale madres, mil asesinados cada quincena o cientos de pacientes sin diálisis muriendo cada mes, poco o nada le importa que muera uno de los mejores coreógrafos y bailarines del mundo, nacido en Toacazo, Ecuador, tierra de línea imaginaria y corazón ídem. 

Gracias a Oscar Bonilla, mi hermano en el MIR, la APDH y en estos años de RC, pude conocer el pasado 2024 que Kléver estaba remal de salud y de pobreza. Y luego, ahora, el fin. ¿Quién sigue en la lista del abandono estatal y social a sus mujeres y hombres que parieron a una parte de la nación, esa mala hija que no se conduele de que sus artistas, sus militantes, sus luchadores, pienso en Pedro, viejo Kléver, tengan peor destino que en el siglo 19 o el 20? 

Gracias a vos, Kléver, y a Wilson, y al Frente de Danza Independiente, allá ubicado en la Tarqui, miré por vez primera a Clara una tarde de verano de 1989, tras presentarte en una de tus innumerables coreografías bellas y provocadoras (elegiste de sitio El Ejido y de música de fondo el maldito bolero: «_¿Por qué juraste que me amabas sin sentirlo, cuando enredabas mi cabello con cariño? Pudiste hacerlo más humano, y despedirte más temprano, y mi vida no muriera»_). Esa noche conocí a mi naranja entera, por entonces, mi «Hermana Luna», Clara Salgado, la Clarita, mi bailarina voluntaria y actriz de teatro, gran directora de cine después, ya sin el «Hermano Sol», el Alexis de Asís para siempre. Entonces, ahí en el parque y en el Frente de Danza, le lancé todos los perros que más amaba, y Ella bailó para mí. Dime, Kléver, si no hacías milagros como éste que me regalaste, desde entonces, sin morirte aún, sin partir. 

En octubre de 1992 estuve en su casa, otra casa arrendada, allá atrás del puente de El Guambra, cuando milicos y  policías de civil que prolongaban la existencia del SIC-10 en la UIES, la invadieron y se llevaron presos a todos, «por subversión y terrorismo». Léase por bailar el 12 de octubre en un festival callejero de la CCE, la Casa de la Cultura. Llegué con la hermosa tía Martha Cecilia Arismendy, tía de los Hermanos Restrepo; ella se subió al capó del carro y tomaba fotos a las tanquetas militares,  trucutús policiales y vallas cercando la cuadra, como ahora otra vez la plaza grande. Hasta tanto yo subí corriendo a la casa y el oficial policial del SIC-10 que me reconoció, dijo burlándose _»¿Y ahora se dedica a la danza, señor Ponce?»_ A lo que respondí: _»Y usted a la literatura, oficial Vaca, o ya es bibliotecario?»_, porque los milicos y chapas sacaban a la calle y los camiones, todos los libros del Kléver y del resto de artistas, como «evidencia del delito». César Vallejo, Sartre, Hesse, Shakespeare, Vertov, Dostoyevsky, el Gabo, Kafka, Stanislavsky, Alicia Alonso, Henry Miller, Pablo Palacio, Borges, Marx, Freud y mi (tu) Fakir: César Dávila Andrade. 
Kléver, junto a los demás artistas, habían sido llevados al Ministerio de Defensa y ahí sometidos a tortura. Era el gobierno de Sixto, de ultraderecha por si no lo saben o lo olvidan. Y yo no olvido. Ni a los artistas golpeados y puestos electricidad,  ni al régimen y su ministro que justificó la atrocidad. Dunn Barreiro se llamaba. Y no olvido a los valerosos curiquingues que bailaban a los 500 años de resistencia indígena. Kléver, no te olvido. Menos aún ahora, que _la noche y la niebla_ quiere reinar 4 años más. 

Toacazo era frío. No me gustó. Y gracias a ti, supe que era hacendal,  racista, terrateniente. Que te fuiste a morir allá, en tu Cotopaxi, dice la carta de nuestro hermano Oscar. «Nos unimos, sí, con respeto, amor y reverencia a tu memoria», hermano. Para abrazar la vida, tan flaquita como vos, «danzarina de lo efímero», inmortal. Como vos, hermano. 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.