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La aceleración de los tiempos

Fuentes: Rebelión

En 1871, es decir hace algo menos de un siglo y medio o sea más precisamente no más de 140 años, se producía en Francia el primer levantamiento popular decididamente dispuesto a instaurar una verdadera democracia. Sus alcances no superaban la Comuna de París, pero llegó a conformar un gobierno que, aunque lamentablemente ahogado en […]

En 1871, es decir hace algo menos de un siglo y medio o sea más precisamente no más de 140 años, se producía en Francia el primer levantamiento popular decididamente dispuesto a instaurar una verdadera democracia. Sus alcances no superaban la Comuna de París, pero llegó a conformar un gobierno que, aunque lamentablemente ahogado en sangre por el ejército un par de meses después, establecía reglas claras para el manejo político, la democracia participativa, el sufragio universal y la revocación de los mandatos de los representantes. Se proponía también eliminar entre estos toda clase de privilegios y asignarles remuneraciones que no superaran el salario obrero promedio. En otros aspectos se proponía también la separación entre la Iglesia y el Estado y la universalización de la educación laica, libre y obligatoria para varones y mujeres por igual.

Aspiraciones que como es dable observar se mantienen y conforman aún la base de las principales reivindicaciones populares de nuestro tiempo. Por eso y por el arrojo que exhibieron sus protagonistas, hombres y mujeres que defendieron sus conquistas hasta en las últimas barricadas, aquel levantamiento popular, aunque breve, puede ser considerado como uno de los más auténticos antecedentes de las ya impostergables demandas, de equidad y de igualdad, reiteradas y cada vez más frecuentemente proclamadas por la humanidad. Algo así como la globalización de los derechos, que la globalización mercantil, aunque la reclame para sí, se empeña sistemáticamente en negarle a la ciudadanía.

Pasaron 87 años, algo más de la mitad del tiempo que nos separa de aquel primer intento de democratización popular y fue nuevamente en 1968, cuando la insurgencia volvió a cobrar fuerza, se manifestó nuevamente en las calles parisinas y se conoció en todo el mundo con el nombre de Mayo francés. Un movimiento que iniciaron grupos estudiantiles de izquierda, contrarios a la sociedad de consumo pero al que rápidamente adhirió la clase obrera, los sindicatos y el partido comunista hasta desembocar en la huelga más grande que conociera el país, secundada por más de nueve millones de trabajadores. Y aunque sus participantes no se propusieron literalmente tomar el poder, la fuerza de sus consignas y de sus convicciones influyó fuertemente en el imaginario social de varios países de Europa occidental: Alemania, España, Checoslovaquia y de Latinoamérica.

No hubo triunfo revolucionario, es cierto pero no todas las semillas caen en suelo estéril, y una gran parte, alimentada por los nutrientes de la insatisfacción, de la pobreza, del sometimiento y de la humillación sigue su proceso genético hasta encontrar una nueva oportunidad para estallar y hacerse escuchar. De modo que en 2001, 33 años más tarde, menos de la mitad del tiempo transcurrido entre los acontecimientos anteriormente mencionados, un nuevo y multitudinario episodio concurre a marcar otro hito en los procesos de concientización y de maduración popular.

El estallido se produce esta vez en el hemisferio sur, en la Argentina: un proceso que si bien tampoco desemboca en revolución incluye muchas de las demandas reiteradamente expresadas en los procesos anteriores y en las numerosas manifestaciones que desde Seattle, en 1999 a esta parte, se vienen multiplicando y esparciendo por todo el planeta.

El Argentinazo, como fue conocida la insurrección argentina, tuvo un origen algo diferente: se trató de una crisis fundamentalmente financiera que afectó a gran parte de la clase media urbana. Sin embargo los participantes, en su gran mayoría autoconvocados y tal vez fuera esta la originalidad del movimiento, comprendieron rápidamente que la responsabilidad de la situación era eminentemente política y de que a menos «que se vayan todos» como decía el eslogan popularizado por entonces, los problemas básicos que afectan a la ciudadanía no tendrían solución. Un «que se vayan todos» que no capitalizó ningún partido político ni ningún movimiento organizado pero que de algún modo logró algunas coincidencias: la renuncia del Presidente, algo jamás logrado, hasta entonces, por un levantamiento popular de estas características, un rechazo al partidismo político, una generación de asambleas barriales que alentaban la participación ciudadana y el surgimiento de algunas iniciativas ya irreversibles como la de la recuperación de empresas abandonadas por sus dueños y puestas en funcionamiento por los propios obreros.

Tampoco hubo aquí ciertamente, cambios estructurales profundos, pero sigo creyendo que se continúa consolidando la exigencia de respetar y de instalar definitivamente ciertos principios, ciertos reclamos de solidaridad, de ética, de condiciones económicas más equitativas, de justicia social, de transparencia política que será imposible seguir ignorando por mucho tiempo más. Un tiempo más que nos está mostrando que han transcurrido tan solo diez años desde este acontecimiento y ya se han asomado un conjunto de revueltas que afectan a todo el norte de Africa y más recientemente a España y ya en ciernes probablemente a Grecia.

Es decir primero transcurrieron 87 años entre dos hitos importantes, la Comuna de París y el Mayo francés, luego 33 años, menos de la mitad hasta el Argentinazo y ahora nada más que 10 años, menos de un tercio, entre este último acontecimiento y las revoluciones en curso. Una sin duda, estimulante aceleración de los tiempos que como dice la doctora Inés Riego « obedece a una aceleración de la conciencia colectiva y personal hacia una humanidad unida, en lo que debe estar unida y de hecho lo está, aunque no lo percibamos del todo: justicia, libertad, dignidad, igualdad…»

Es muy probable que algún estudioso de la historia intente demostrarme que entre estos acontecimientos existen diferencias quizá, desde algún punto de vista, importantes pero estoy convencida de que en todos estos ejemplos subyacen las aspiraciones más genuinas del género humano y que de alguna manera son eternas: el derecho a la vida, a una vida digna sin sometimientos, sin humillantes diferencias, ni exclusiones, sin hambre, sin miseria, sin explotación desmedida de la naturaleza, algo que mis lectores y yo no ignoramos y que si queremos lograrlas tendremos que seguir trabajando duro para tratar de ir, por sobre todas las cosas, acelerando los tiempos…