Todos los días, en los medios de comunicación o en la calle, nos encontramos con personas convencidas de la necesidad de convertir en ley sus opiniones y, lo que es peor, sancionar como delito los criterios ajenos. Hay que prohibir algo, es la consigna, y algo, generalmente, suele ser lo primero que propongan esos programas […]
Todos los días, en los medios de comunicación o en la calle, nos encontramos con personas convencidas de la necesidad de convertir en ley sus opiniones y, lo que es peor, sancionar como delito los criterios ajenos. Hay que prohibir algo, es la consigna, y algo, generalmente, suele ser lo primero que propongan esos programas de televisión que andan a la caza de anónimos testigos que avalen sus encuestas.
Lo primero que revela semejante práctica periodística es hasta qué punto son ladinas las preguntas e inducidas las respuestas. Lo segundo que se pone de manifiesto es la extrema ignorancia circulante, hecha del mismo metal de voz y desprovista de cualquier neurona independiente que aporte un juicio propio.
La tercera consecuencia es la afición a prohibir o censurar que manifiestan los entrevistados, acaso porque cuanto más democrática se cree una sociedad más tiende a hacer exclusivos sus juicios.
Y en ese desmedido afán que le ha entrado a los medios, no sólo por obtener la opinión de la gente, también por editarla, cualquier hecho, no importa lo banal que sea, puede convertirse en motivo de consulta popular, hasta de referéndum.
Días atrás, la reportera de un canal autonómico instaba a la gente a que diera su parecer ante el hecho de que, en Estados Unidos, algunas personas estaban vendiendo los regalos recibidos por Navidad, por el Día del Padre o de la Secretaria. Con excepción de una joven que contestó que cada quien podía hacer con sus regalos lo que le diera la gana, que para eso eran suyos, varios de los entrevistados optaron hasta por sanciones legales, hablaron de prohibir semejante práctica, le confirieron categoría de delito y sólo les faltó proponer la cárcel para los revendedores.
Pareciera obvio que, tal costumbre, así gane o no gane adeptos, es una decisión que corresponde al derecho de cada uno, el derecho de aceptar, rechazar o malvender un regalo. Sin embargo, la mayoría de las personas entrevistadas no sólo se conformaron con hacer juicios de valor, a los que derecho tienen, sino que exigieron la prohibición de la iniciativa que se les consultaba.
En otro programa y canal, también en la calle, se buscaban opiniones sobre los dibujos animados japoneses y, otra vez, la misma pasión en las respuestas por convertir una opinión en proyecto de ley. Desde el que insistía en que deberían retirarlos por violentos (yo los sacaría simplemente por malos), hasta el que apelaba a la moral antes de calificarlos de inmorales, pasando por quien recurría a la acción de la censura, más que criterios las respuestas reflejaron sentencias.
Y así he visto y sigo viendo a gente en la calle, frente a un micrófono, evacuar condenas con pasmosa facilidad. He sido testigo de la ejecución de la acupuntura, de la lapidación de las palomas, del destierro de las flores, de la cadena perpetua para los grafitis, de la condicional para perros y dueños…
Y siguen las encuestas de los medios levantando sentencias populares sobre el uso de imperdibles en los labios o candados en las narices.
A fin de cuentas, la mejor forma de que no respondamos a lo que nos interesa es que se nos pregunte lo que no nos importa.