Sin importar, para los efectos de estas consideraciones, si fue el gobierno sirio o las tropas rebeldes las que utilizaron armas químicas de destrucción masiva contra el pueblo indefenso, en una guerra intestina que lleva más de dos años y suma más de cien mil muertos, conforme cálculos conservadores, el tema central de esta tragedia […]
Sin importar, para los efectos de estas consideraciones, si fue el gobierno sirio o las tropas rebeldes las que utilizaron armas químicas de destrucción masiva contra el pueblo indefenso, en una guerra intestina que lleva más de dos años y suma más de cien mil muertos, conforme cálculos conservadores, el tema central de esta tragedia se ubica en la hipocresía antológica del gobierno norteamericano y sus aliados guerreristas o atemorizados por represalias similares. Y me explico.
Como señala John Pilguer, del periódico inglés The Guardian, ya en 1970 el Senado informó: «EEUU ha vertido en Vietnam una cantidad de sustancias químicas tóxicas (dioxinas) equivalente a 2,7 kilos por cabeza». Aquella fue la denominada Operación Hades, más tarde rebautizada más amablemente como Operación Ranch Hand , origen de lo que los médicos vietnamitas denominan «ciclo de catástrofe fetal». He visto a generaciones enteras de niños afectados por deformaciones familiares y monstruosas. John Kerry, a cuyo expediente militar le chorrea la sangre, seguro que los recuerda. También los he visto en Irak, donde EEUU utilizó uranio empobrecido y fósforo blanco, igual que hicieron los israelíes en Gaza. Para ellos no hubo las «líneas rojas» de Obama, ni tampoco psicodrama de enfrentamiento.
El repetitivo y estéril debate sobre si se deben «tomar medidas» contra dictadores seleccionados (es decir, si debemos vitorear a EEUU y a sus acólitos en otra nueva matanza aérea) forma parte de nuestro lavado de cerebro. Richard Falk, profesor emérito de Derecho Internacional y relator especial de la ONU sobre Palestina, lo describe como «una pantalla legal/moral unidireccional con ínfulas de superioridad moral y llena de imágenes positivas sobre los valores occidentales e imágenes de inocencia amenazada cuyo fin es legitimar una campaña de violencia política sin restricciones». Esto «está tan ampliamente aceptado que es prácticamente imposible de cuestionar».
Se trata de la mayor mentira, parida por «realistas liberales» de la política anglo-estadounidense y por académicos y medios autoerigidos en gestores de la crisis mundial más que como causantes de ella. Eliminando el factor humanidad del estudio de los países y congelando su discurso con una jerga al servicio de los designios de las potencias occidentales, endosan la etiqueta de «fallido», «delincuente» o «malvada» a los Estados a los que luego infringirán su «intervención humanitaria».
Ayer se trataba de Paquistán e Irak, hoy se trata de Siria, mañana será Irán y quien sabe quiénes más en el oriente cercano. Pero ¡cuidado! Más pronto que tarde se podría virar la batería de misiles hacia Venezuela, Ecuador y Bolivia.
Y me pregunto: ¿con qué autoridad moral condenan los Estados Unidos de América el uso de armas químicas en Siria, sea quien sea el que las haya utilizado, aunque ellos señalan al gobierno, mientras otros dicen que fueron los rebeldes, para dar una excusa para la intervención, cuando ellos mismos las utilizaron en Viet Nam e Irak, y su aliado israelí las utilizaron en Gaza? ¿Y dónde se fabrican estas armas, en la luna? ¿Quiénes las comercian y al amparo de cuál gobierno?
El uso de armas de destrucción masiva, sea cual fuere, desde una bomba atómica hasta el gas zarín, es algo inconcebible a estas alturas del desarrollo del planeta en aspectos de derechos humanos. Pero si algún gobierno o grupo rebelde las utiliza es porque alguna potencia las fabricó y amparó su comercialización, e incluso se sospecha que hasta las haya suministrado «oficialmente» a quienes las utilizan. Por lo tanto, en la apoteosis de la hipocresía, la condena por su uso rebota hacia ellos mismos.
En un editorial del periódico La Jornada, de México, se señalaba lo siguiente: por fortuna para la población de Siria y la comunidad internacional, la posibilidad de una incursión militar estadunidense en contra del régimen de Damasco -en represalia por el ataque con gas sarín contra civiles del pasado 21 de agosto, atribuido por Washington al gobierno de Bashar Assad- ha quedado temporalmente desactivada luego del acuerdo suscrito ayer [el sábado] por Estados Unidos y Rusia, que concede al gobierno sirio una semana para que informe sobre las cantidades precisas de sus depósitos de armas químicas y la localización, y establece un plazo de dos meses para que se permita que inspectores internacionales confirmen esos datos. Como consecuencia, el gobierno de Damasco ha solicitado su adhesión a la Convención de Armas Químicas de la Organización de las Naciones Unidas.
Es de saludar, sin duda, la suscripción del acuerdo citado, en la medida en que cancela en lo inmediato la perspectiva de una intervención militar que habría multiplicado la violencia y la barbarie que se desarrollan en el ensangrentado país levantino del norte y que no habría beneficiado a nadie salvo, seguramente, al complejo militar industrial de Estados Unidos, que suele encontrar grandes oportunidades de negocio en los escenarios de guerra.
No obstante, la hoja de ruta trazada por las representaciones diplomáticas de Washington y Moscú no resulta suficiente para garantizar una perspectiva de pacificación en ese país y en la región. Respecto del segundo ámbito, la eliminación del arsenal químico de Damasco -agendada para mediados del año entrante, según el acuerdo referido- podría alterar el delicado equilibrio que prevalece en esa región, caracterizada por una población numerosa, una importante posición geoestratégica y riqueza notable en recursos naturales, al eliminar los pocos elementos disuasorios actuales al belicismo de Israel. Hasta donde se sabe, Tel Aviv posee el único arsenal nuclear de la región, y su gobierno ha eludido sistemáticamente las inspecciones de la Agencia Internacional de Energía Atómica y rechazado suscribir también la convención de la ONU sobre armas químicas, lo cual lo convierte en factor permanente de inestabilidad y amenaza regional.
Por lo demás, si bien la perspectiva de un ataque estadunidense hubiera sin duda incrementado las cuotas de violencia y sufrimiento que padece la población, la cancelación de éste no ayuda ni poco ni mucho a reducir la barbarie que se desarrolla en el país y que ha cobrado la vida de unas 100 mil personas.
Tal circunstancia obliga a recordar la injerencia inocultable de Washington y Bruselas contra el régimen de Assad y a favor del bando rebelde, la cual ha contribuido a atizar el fuego del conflicto y a prolongar la guerra civil en la nación. Por elemental congruencia, es necesario que la cancelación de una intervención militar occidental en Siria se haga acompañar del fin de las acciones de Washington y sus aliados en respaldo de los grupos opositores al gobierno de Bashar Assad, entre los que se encuentran, en forma paradójica, milicias pertenecientes a la organización Al Qaeda que Washington dice combatir.
Todo esto nos parece tan lejano a nosotros, los aldeanos costarricenses, los que vivimos creyéndonos los más felices del mundo, y le damos tan poca importancia. Sin embargo, las actitudes imperiales guerreristas de los Estados Unidos y sus aliados europeos no tardarán en enfocarse hacia nuestra América Latina, en caso de recrudecerse el nacionalismo criollo latinoamericano.
Amerita, pues, una reflexión serena por parte nuestra, los olvidados, los que vivimos de las migajas que caen de la mesa del imperio.
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